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Daniel Cramer
1568 - 1637 |
PRIMERA PARTE
(selección)
EL HOMBRE INTERIOR Y SU EVOLUCIÓN
El hombre es un misterio porque es "una síntesis de finito e infinito". ¿Qué es el hombre?, o también: ¿qué es lo existente? A esta pregunta responde Kierkegaard: "el hombre es una síntesis de infinito y de finito, de temporal e intemporal, de libertad y necesidad, en una palabra, una síntesis." (1) En realidad, la perfección de la síntesis es algo por realizar, es obra del hombre en la medida en que constituye una respuesta.
Lo finito y el infinito
Comprometerse en lo finito, dejarse enviscar por ello, estar sediento de éxito y de poder, amenaza con tentar al hombre y satisfacerlo. Por engaño o por ignorancia rechaza el infinito, se aparta y se distancia de él.
Ser atrapado por el infinito, como la mariposa por una llama, puede llegar a ser una opción, pero a menudo experimenta el sujeto la impresión de estar forzado; le es imposible actuar de otro modo:
"Tú me has seducido, Yahwé, y yo me he dejado seducir" (Jeremías XX, 7). El hombre permanece libre pero su consentimiento le es como arrancado. La seducción, cuando es violenta, corre el peligro de "embarcar" al ser de tal manera que olvide lo finito (2). La discordancia entre lo finito y el infinito se experimenta duramente en la conciencia. El hombre, así, es desgarrado, descuartizado. Si opta por el infinito dándole su amorosa adhesión, no busca ninguna protección con respecto a un mundo que en ciertos instantes puede parecerle hostil; la interioridad no es un rechazo de lo exterior, sino un lugar de elección que colma una nostalgia.
En realidad, nada en el hombre es inmutable, se dirige desde lo finito hacia el infinito y viceversa. Fascinado por el infinito, lleva en lo finito la amplitud de su amor secreto. Hay siempre predominio de una tensión que provoca un movimiento, especie de gravedad que atrae hacia uno de los dos extremos. "El progreso por el cual el existente accede a su autenticidad se define cómo una interiorización", escribe J. Starobinski (3). En efecto, descubrir la propia dimensión de profundidad permite tomar contacto con el infinito que hay en uno; ese carácter de eternidad humaniza y hace posible la verdadera comunicación con los demás. No es la exterioridad lo que diversifica los sujetos sino la interioridad. Convertirse en uno mismo, realizarse, exige un conocimiento de sí mismo que conduce a la unidad del infinito y del finito. La existencia se vive como una realidad y no como un sueño, y el hombre no busca ni consuelo ni refugio: vive.
El descubrimiento del yo y de su carácter limitado provoca al final una relación con lo Absoluto que lo sustenta. Así podrá establecerse la síntesis de lo finito y el infinito. Kierkegaard mostró que el hombre que ha descubierto lo Absoluto pierde enseguida su seguridad, renuncia a lo falaz estableciendo su vida en una relación existencial con lo absoluto, por él alcanza la transparencia del Amor. (4)
La llamada
La búsqueda de la interioridad se presenta como una respuesta hecha a una llamada. En todas las tradiciones la llamada es constante. Es significativo a este respecto un texto de los Proverbios:
"Humanos, a vosotros es a quien llamo. Grito hacia los hijos de los hombres" (VIII, 4). Otra frase aporta una conclusión: "... quien me escucha permanece en paz" (I, 33).
La llamada no resuena en el exterior. Muy al contrario, el ruido lo recubre y tiende a convertirse así en algo más o menos indistinto. Para percibirlo hay que prestar oídos, no el oído que adorna el rostro, sino el oído del corazón, que ha de ser descubierto y educado luego incesantemente a fin de reforzar la finura de su calidad auditiva.
Poco importa el nombre dado a la voz que formula la llamada. Se le puede llamar Dios, Divinidad, Vida, Luz. Es posible concebirla como el grito incansable del grano de mostaza o de arroz del que hablan las tradiciones y que exige ser alimentado. El Dios llama, el Si llama... ese grito persigue al hombre independientemente de sus caminos, del error de sus caminos.
A veces el grito parece ahogado por las pasiones: las preocupaciones lo cubren y se vuelve discreto. Cuando el hombre sufre y por ese atajo entra en sí mismo, lo percibe como un clamor. La llamada, privada del menor reposo, engendra una abertura; quiere ser percibida y con una infinita paciencia espera, sin cansarse, ser oída. "El Eterno me ha llamado desde mi nacimiento" (Isaías XLIX, 1); "Te he llamado antes de que me conocieses" (Isaías XLV, 4); "Yahvé me ha llamado desde el seno de mi madre: Pronunció mi nombre" (Jeremías 1, 5).
"Mi nombre y mi vocación no son sino un solo y mismo problema" escribe Jean Starobinski, en la perspectiva religiosa, el hombre es denominado por Dios. Para que tenga vocación, "es preciso que el individuo tenga un nombre por el cual ser llamado." (5) Ese es el nombre nuevo de la entidad personal inscrito en la piedra blanca (Cf. Apocalipsis II, 17). El nombre patronímico carece de importancia; el nombre secreto se descubre en el transcurso del avance interior, lleva el contenido de una llamada. Así el anonimato le conviene al hombre interior, que entrado en otra dimensión saborea en el misterio el sentido de su llamada: "Alcanzar nuestro verdadero nombre no es un trabajo menos difícil que alcanzar la Eternidad: es el mismo trabajo" . La ignorancia del nombre se experimenta como un exilio. Cuando el hombre oye su nombre, se sabe "llamado al Reino" (Cf. I Thess. II, 12); "llamado para ser santo" (Cf. Rom. 1, 7).
Escuchar la llamada, ese es el fundamento mismo que asegura el avance. Éste comienza con la audición. Hay que percibir la llamada a fin de responder a ella. De ahí la necesidad del desprendimiento del oído del corazón. El órgano de la audición es más precioso que la vista, dirá San Bernardo; durante la condición terrena el oído prevalece sobre la visión (6). Así, el texto bíblico pide que escuchemos constantemente: "Escucha, Israel..." (Deut; IV, 1); el tono se hace más insistente y tierno con: "Escucha, hija mía"... (A udi filia mea) (Ps. XLIV, 11). ¿Qué conviene oír, sino un mensaje de amor? "El Rey está prendado de tu belleza" (Ps. XLV, 12). La llamada se convierte así en una llamada al encuentro, a la unión secreta, pues, "la belleza está en el interior" (Ps. XLV, 14). Así pues, la llamada siempre se formula hacia el interior y se dirige a aquel que la oye. El término "escuchar" si bien la Biblia lo emplea frecuentemente se encuentra también en las diferentes escrituras sagradas. "Hijo de Prithá, has escuchado", dirá la Bhagavad Gîtá (II, 72).
La llamada es comparable a un signo. Viene de lejos y sin embargo está cerca, más cerca del hombre que el vestido que lleva, que el collar que adorna el cuello de la mujer o el anillo su dedo. Esa es la paradoja. En esa llamada, el hombre puede creer recibir un signo lejano, y esa lejanía yace en sí mismo, en lo más profundo de su vida interior, "eso que buscas, eso, está cerca y viene ya a tu encuentro" escribirá Holderlin. El consentimiento dado a esa llamada inaugura una vía de regreso hacia el origen. La ruta que desciende y que sube es siempre la misma, decía Heráclito. Así, la llamada no conduce a una vía periférica, conviene simplemente "remontar el camino que se ha descendido."
Comenzar el avance exige arrancarse de la somnolencia siempre latente en el hombre; hay que levantarse y partir:
"Empieza a hablar mi amado,
y me dice:
Levántate, amada mía,
hermosa mía, y vente.
Porque, mira, ha pasado ya el invierno,
han cesado las lluvias y se han ido.
Aparecen flores en la tierra,
el tiempo de las canciones es llegado.
(Cant. de los Cant. II, 1 ss)
"El tiempo de las canciones" llega cuando el hombre se levanta y se pone en marcha para remontar el camino que lo conduce a su origen.
La nostalgia
Cuando el hombre se dispersa en el exterior, cesando de unirse a su fondo último, ya no oye la llamada y por ello la olvida. Sin embargo ésta persiste, pues en sí misma no está sometida a ninguna mutación. Basta con una palabra oída, con una visión de belleza que emana de la naturaleza o de un rostro iluminado por la gracia, para que la llamada se perciba de nuevo, semejante a un vibración latente que de pronto se acentúa. A veces el oído del corazón escucha y percibe el sonido. En otros casos, distraído, el hombre se ve repentinamente empujado a su centro sin, no obstante, desearlo. En su último sermón para la fiesta de la Asunción, Bossuet dirá a propósito de la Madre Divina: "Dios no desliga, arranca; no pliega, sino que rompe... rompe y causa estragos."
La nostalgia se hace a veces lancinante e incluso violenta como lo atestigua el relato de Rabbi Nahman de Bratislava: un hijo que vivía lejos de su padre fue repentinamente presa del deseo vehemente de volverlo a ver. Se puso en camino hacia él mientras su padre venía a su encuentro. Cuando estuvieron a poca distancia el uno del otro, el padre experimentó tal nostalgia de ver a su hijo que temió no tener fuerzas para recorrer las últimas leguas que los separaban. Por su parte, el hijo experimentaba tan viva nostalgia que no sabía cómo dominarla, tenía la impresión de poder morir antes del encuentro. El padre y el hijo tuvieron que hacer un esfuerzo para calmar en su corazón la nostalgia que los destrozaba. Acertó a pasar un caballero, tomó al hijo, y lo colocó en la grupa de su montura y en alocada carrera alcanzó al padre que proseguía su marcha. Del mismo modo, diría Rabbi Nahman, el Tzaddiq está separado del cielo por un velo; sin embargo se cree exiliado y sufre cruelmente su separación. Es indescriptible la nostalgia del hombre justo. El Bendito languidece por el deseo de volver a encontrar al hombre y parte hacia él. Llega un instante en que, estando cerca del lugar del encuentro, el Tzaddiq experimenta tal nostalgia que se vuelve incapaz de soportarla, en ese momento corre el riesgo de tropezar si no acierta a pasar alguien que lo reconforte con palabras o le ofrezca algún alimento; "el don, incluso material, es como si le hiciese pasar con alas de águila por encima de todos los obstáculos." (7)
Según Casiano, Dios previene la voluntad del hombre, "la misericordia de Dios me precederá", dice el salmista (Cf. LVIII, 11). Pero Dios tarda, suspende su avance a fin de poner a prueba el libre albedrío de aquel que se dirige hacia Él. Así, el hombre no sufre sólo a causa de su debilidad, la experiencia de Dios es sin duda una de sus más crueles pruebas.
La nostalgia se experimenta más fuertemente cuando el hombre trata de despojarse y penetra interiormente en el misterio de la pobreza que hace acallar los ruidos de los vanos discursos y de los parloteos interiores; todos los saberes de pacotilla se eclipsan. El hombre interior puede experimentar entonces cierta tristeza, la de haber consagrado mucho tiempo y energía a cosas inútiles. Pero sin duda es necesario errar largo tiempo antes de haber encontrado el atajo que permite descubrir el centro sin rodeos, percibir la llamada y experimentar la nostalgia de una dimensión todavía por conquistar. Un texto de origen egipcio, que permanece anónimo, de un aire un tanto pesimista, evoca la lentitud del avance humano:
"Antes que la vida llegue a su perfección
Los dos tercios se han perdido.
El hombre pasa diez años como niño chico
Sin distinguir la muerte de la vida.
Pasa otros diez años instruyéndose
Para conocer la vida...
Pasa otros diez años para llegar al término,
Antes de que su razón haya alcanzado la experiencia" (8)
Es posible que el hombre experimente en los diferentes períodos de su vida la nostalgia de la divinidad o al menos del misterio de la interioridad. En algunos seres, como Kierkegaard o Berdiaev, esa nostalgia es sobrecogedora. En todo caso permite distinguir al hombre exterior del hombre interior y, de salida, sus antinomias y oposiciones.
La conversión
La llamada oída provoca una respuesta: "Tú me llamas, heme aquí; acudo." También podría decirse: "Yo me llamo a mí mismo" y responder será abandonar la periferia para penetrar en el interior.
Antes de ponerse en camino, el hombre se mira, trata de conocerse y de saber quién es. Acercándose a sí mismo, se pone en presencia de la multiplicidad de sus "yo". Sufriendo cruelmente al verse como una hidra monstruosa, desea perdidamente conquistar su unidad. El desamparo sentido ante su propia visión lo propulsa hacia esta búsqueda. En ese instante último es cuando abandona todo para comenzar su búsqueda:
"Todo lo abandonaron y le siguieron." Este texto evangélico (Cf. Mateo IV, 20) no significa forzosamente un cambio de lugar, de profesión, sino una opción por "lo único necesario", que reúne todas las energías latentes y las mueve de modo constante, incluso por la noche, durante el sueño. "Abandonarlo todo" significa despertar a sí mismo. Un contacto, incluso parcial, con ese despertar es arrancarse a la somnolencia y al olvido, es decir, un paso hacia adelante en el camino que conduce a la interioridad.
El término que ha de emplearse aquí es el de conversión. El hombre se vuelve en sí mismo hacia si mismo. Se acerca a su fondo y comienza a unificarse. Todo se monopoliza en ese fondo y se fija en él. El propio intelecto comienza a descender al corazón, es el principio de una lenta y continua peregrinación hacia el centro.
Esta conversión es un regreso en el sentido de que el viajero que descendía el camino va a volverse para ascenderlo: "Se trata, pues, de un regreso total que afecta tanto a la mente como al cuerpo y al corazón. " "Convertios y volved" (Isaías XXI, 12). "Convertios y vivid" dirá el profeta Ezequiel (XVIII, 32); en el Antiguo Testamento es frecuente la expresión "volver al Eterno", un sentido idéntico está contenido en el empleo de "regresar al Eterno". Estos textos son significativos, convertirse es "volver". Convertirse es hacerse vivo.
Se trata de operar esa inversión a la que Platón alude en el Timeo (90 a). Ésta concierne al hombre en cuanto planta celestial cuyas raíces están en el cielo. Después de haber enumerado las tres especies de almas que poseen sus moradas particulares en el cuerpo. Platón sitúa el alma superior en la cima del cuerpo.
"Nos eleva de la Tierra a causa del parentesco que tiene en el Cielo, en cuanto somos, no una planta terrestre, sino celestial... porque es allí arriba, de donde ha venido nuestra alma en su primer nacimiento, donde este principio divino aferra nuestra cabeza, que es como nuestra raíz, para levantar todo nuestro cuerpo".
Como advierte Pierre Henri Hadot, esta imagen en la "planta celestial" ha de considerarse en dos aspectos. Uno subraya la oposición entre el hombre y la planta, la planta tiene sus raíces en la tierra, el hombre es un planta invertida en el cielo; el otro aspecto subraya el parentesco entre el hombre y la planta por el hecho de su verticalidad (9). La raíz es comparable a una boca que absorbe su alimento. En la tradición griega, la verticalidad implica la vocación contemplativa del hombre, su mirada tiende naturalmente hacia el cielo (10).
Esta inversión de las raíces provoca una nueva alimentación interior y exterior y una nueva visión de la existencia; modifica las relaciones con los demás. El "converso" va a captar poco a poco lo que le conviene a su ser nuevo. Su boca retirada de lo terroso atrapa de un bocado un alimento sutil. Todo se ha invertido, lo alto aparece a partir de ahora como lo bajo y la izquierda como la derecha.
A este respecto un texto apócrifo evoca la conversación mantenida por el apóstol Pedro durante su crucifixión cabeza abajo: dice a sus verdugos: "crucificadme... cabeza abajo, y no de otro modo; porque, voy a decirlo a aquellos que me escuchan" (11). Habiendo sido crucificado cabeza abajo, Pedro se dirige a los que lo escuchan y dice: "conoced el misterio de toda la naturaleza, igual ha sido el comienzo de todo. Así pues, el primer hombre de la raza de quien yo llevo la imagen, precipitado cabeza abajo, mostró una naturaleza diferente de la que era antaño... organizó todo el orden del mundo a imagen de su vocación... mostró derecho lo que es izquierdo, e izquierdo lo que es derecho; cambió todos los signos de su naturaleza, hasta el punto de considerar hermoso lo que no lo era y bueno lo que en realidad es malo... la manera en que me veis suspendido es imagen del hombre que nació primero." (12)
Pedro desea enseñar a sus oyentes lo que es el hombre en el momento de su creación, ésta aparece como una caída. Descrearse será reencontrar una verticalidad inicial. Así, la conversión consiste en volver a poner de pie. Mas para quienes ignoran tal misterio, los hombres convertidos parecen locos, personajes de circo, como dirá también Bernardo de Claraval.
Antes de su conversión, el hombre permanece en el estado primitivo e infantil de su conciencia. En el movimiento incesante de los acontecimientos exteriores e interiores recibe cierta luz (13), pero su estado de dualidad le impide retenerla; advierte su paso, luego se desprende de ella y la olvida. Todo cambia en cuanto descubre la riqueza de su interioridad. Llegado a un estado superior de la conciencia, se descubre a sí mismo en toda su amplitud. Ésta se le aparece comparable a la emergencia de continentes desconocidos que habrá que explorar. La sacralización de su ser le confiere amplitud. Experimenta en su interior su inmensidad y percibe centelleos de luz, especies de chispas que los gnósticos llamaban sustancias luminosas, a las cuales aludieron los alquimistas, y Jung las comenta inspirándose en la Aurora Consurgens. Estas formas centelleantes corresponden, según Jung, a las ideas platónicas, a los arquetipos. Las imágenes eternas a las que se refiere Platón se inscriben en lo supraceleste y dan fe del Espíritu que llena el Universo, La Ruach Eiohim anima el alma del mundo. El espíritu humano que da fe del Espíritu es a su vez una chispa luminosa (14). Paracelso insiste en la presencia en el hombre del numen divino y del lumen naturale. El hombre no puede prescindir de él, pero la existencia de ese algo numinoso y la de esa luz existen independientemente del hombre mismo. Sin embargo hace falta que los descubra.
Hay tres textos bíblicos que hay que retener aquí:
"Et in lumine tuo videvimus lumen" (Salmo XXXV, 11). "Deus qui inhabitat lucem inaccessibilem" (II Epístola a Timoteo, VI, 16); "In ipso vita erat, et vita erat lux hominem. Et lux in tenebris lucet, et tenebrae eam non comprehenderunt." (Juan I, 4-5).
La divinidad habita una luz inaccesible, pero en su luz vemos la luz, pues la luz es vida y la vida es la luz de los hombres. Esa luz brilla en las tinieblas, incapaces de recibirla. Así, cuando el hombre sale de su noche, el lumen naturale ilumina la conciencia y las scintillae son chispas, "luminosidades germinales" que lucen en la oscuridad de lo inconsciente (15).
El hombre se descubre como una nueva tierra con corazón celeste y como un nuevo cielo. El cielo del hombre no es solamente portador de estrellas, posee su sol. Según Paracelso, existe en el hombre "un sol invisible, desconocido para la mayoría" (invisibilem solem plurimis incognitum) (16). En la tierra, el sol visible propaga su claridad. En el hombre, su sol irradia también su luz, pero es invisible para los ojos exteriores y por consiguiente es desconocida para la mayoría de los que no han llevado a cabo la experiencia suprema de la conversión. "Ojalá no olvide en las tinieblas lo que he visto en la luz" decía Coventry Patmore. Esa es la oración del nuevo convertido.
Aquel que, después de su conversión, emprende el cegador viaje que lo conduce al interior, no busca ningún camino de regreso cuando ha encontrado ya su centro. Allí alza su tienda: "no regresa, el que regresa, más que si está a mitad de camino" (17). Lo trágico seria creerse llegado al espacio interior cuando se está todavía en camino. ¿Cómo darse cuenta de ello? Sin duda por la libertad experimentada interiormente. Libertad no sólo con respecto a los choques vinculados a los acontecimientos exteriores, a la huella de las pasiones, sino también a las emociones, a menudo más sutiles que toscas, que oscurecen la visión y aminoran el paso. Penetrar en el interior obliga, para mantenerse en él, a caminar por el filo de una navaja, es decir, un estado de vigilancia y atención continua.
El secreto
El hombre se ha convertido y está de regreso, toma conciencia, al diferenciarse, de su singularidad. Por ello mismo se evade de los datos colectivos. Esta diferenciación culmina en una especie de puesta a parte que no puede engrandecer su orgullo; muy al contrario, se inserta en una profunda humildad. El sujeto llevará a partir de ahora, en el sufrimiento y en la alegría, el secreto de una búsqueda y un encuentro.
Igual que, para Kierkegaard, el hombre ha de convertirse en contemporáneo de Cristo en el instante, y sólo es verdaderamente cristiano al convertirse en ello, el hombre, al descubrir lo Absoluto, se hace presente en esa Presencia y su interiorización es un perpetuo devenir. A partir de ese momento se adquiere una libertad nueva, que se expresa en la tragedia de la soledad. También acerca de esto es Kierkegaard singularmente esclarecedor. El hombre se percibe en la angustia del aislamiento y del desamparo que lo acompaña. Cuando Abraham parte de su casa para sacrificar a Isaac, no dice nada a nadie, no da parte del sacrificio que va a llevar a cabo ni a Sara ni a Eleazar. Nada le dice al joven Isaac. "La relación con lo Absoluto es el ámbito de la gran soledad en el que las voces humanas se han acallado. El existente no se refleja en sí mismo, ni en los demás, sino en Dios y sólo en Él, Él entra con El en una nueva relación privada; Él le habla en segunda persona" (18).
Estas palabras de Michel Cornu precisan el texto de Kierkegaard acerca de Abraham, que desea cumplir la voluntad de Dios sin preguntarse por ello si esa voluntad que él va a seguir hará de él un asesino. La decisión tomada por Abraham no puede introducirse en lo general, que él supera por su obediencia. Apartándose de lo general, se ve introducido simultáneamente en lo particular, que lo aísla y por ello mismo lo inquieta, pues sólo lo general es tranquilizador. Lo mismo ocurre en el contacto con la interioridad en el que se capta la dimensión de la profundidad; hay necesariamente una salida de las categorías de lo general, es decir de las finitudes temporales. El sujeto toma conciencia de su propia vocación, que lo introduce en una vía que es propiamente la suya y no la del otro. Precisamente por ello penetra en el silencio. Toma conciencia de su irreductible diferencia. Ésta no perjudicará su relación con los demás; le conferirá, por el contrario, una dimensión original y plenaria; el carácter "único" de un ser interiorizado manifiesta lo esencial.
En cambio, revelando su secreto, se suscitaría inmediatamente un peligro: el contacto interior aparecería roto. Así, conviene aceptar duraderamente ese incógnito. Kierkegaard concede tal importancia al secreto de la relación permanente con el infinito, que se abandonará a cierta crítica de la vida monástica; retirándose del mundo, los monjes le parecen manifestar en el exterior lo que deberían mantener secreto: "El verdadero sentimiento religioso consiste en la interioridad oculta" (19). Kierkegaard olvida que las comunidades monásticas reúnen hombres que llevan cada uno su propio secreto en el sentido del profeta Isaías, diciendo: "Mi secreto es mío" (XXIV, 16). Es bueno que en el exterior se sepa que hay testigos de la sabiduría oculta. Por lo demás, los monjes no poseen el monopolio del secreto.
En todas partes hay "hombres de bruma", para emplear el lenguaje de Heráclito, que es difícil reconocer. En pueblos, villas y ciudades, en montañas, valles, desiertos y bosques, a lo largo de las orillas de los ríos, viven seres en el secreto de una búsqueda y de un encuentro. Se mezclan a veces con los demás hombres y no se distinguen de ellos sino por ese misterio secreto que guardan discretamente en su corazón. Permanecen callados: el que está bebiendo no puede hablar cuando bebe. Cuando tienden a otro una copa llena, sonríen con la dulzura de alguien que transmite un don recibido.
El secreto es comparable al huevo incubado en un nido por la gallina. La gallina se va de allí para comer y para mezclarse con sus congéneres, pero nunca se distrae de él, su corazón no deja de escuchar. En el libro chino La Pildora de Oro, se dice: "La razón por la que la gallina puede incubar es la energía del calor. Sin embargo, la energía del calor, puede tan sólo calentar las cáscaras pero no penetrar en el interior". Ella (la gallina) lo hace por medio del oído. Concentra así su corazón entero. "Cuando el corazón penetra, penetra la energía y el polluelo adquiere la energía del calor y toma vida... La concentración de su espíritu no conoce interrupción" (20).
La gallina no tiene por qué decirles a sus congéneres que está incubando; sus congéneres, por lo demás, no se preocupan demasiado de ello, están ocupados en sus propios asuntos. En eso los hombres se asemejan a las gallinas. ¿Quién se preocupa de aquel que está habitado por un secreto? Por el contrario, se alejan de él, pues es difícil aceptar diferencias que nunca son tranquilizadoras. Además, el hombre no convertido interiormente no se interesa más que en sí mismo.
MARIE-MADELEINE DAVY
1903-1998
Notas
(1) Traite du Désespoir, Trad. Knuk Ferlov y J. Gateau, París, 1939, p. 62.
(2) Véanse, sobre este tema, las sugestivas páginas de Michel Cornu, Kierkegaard et la comunication de 1'existence, Lausanne, 1972, pp. 22-23.
(3) Cf. J. Starobinski, Kierkegaard et les masques, en Nouvelle Revue française, 13, nos. 148-149, París, 1965, p. 609.
(4) Véase la interpretación de Michel Cornu, Ibíd., pp. 81-82. 14
(5) Cf. Starobinski, Les masques du pécheur et les pseudonymes du chrétien, en Revue de théologie et de philosophie, 1936, IV, p. 335.
(6) San Bernardo, Sermones sobre el Cantar de los Cantares, XLI, 2, P. L. CLXXXIII, 985 D.
(7) Cf. Maítres et disciples dans le Hassidisme, en Le Maítre spirituel dans les grandes traditions d'0rient et d'0ccident, textes reunís et traduits par Georges Levitte, Hermés, Le Maítre spirituel, 4, París, 1966-1967, pp. 62-63.
(8) Texto citado por François Daumas, Maítres spirituels de 1'Egypte ancienne, Hermés, Le Maítre spirituel, ibid., p. 21.
(9) Pierre Henri Hadot, L'home, "plante celeste", en Les Eludes philosophiques, 1961, 3. (Actes du XIe Congrés des sociétés de philosophes de langue francaise: La nature húmaine).
(10) Véanse, a este respecto, las comparaciones entre la planta y el hombre presentadas por el botánico alemán F. Michelis.
(11) Les Actes de Pierre, Intr. texte, trad... León Vouaux, París, 1922, p. 441.
(12) Ibid., p. 443 ss.
(13) C. G. Jung. Les racines de la conscience, trad. Y. Le Lay, París. 1971, PP. 506-507.
(14) Acerca de esto Cf. C. G. Jung, Ibíd., p. 509. Véanse, en particular, las notas 66-67-68.
(15) Véase C. G. Jung. Ibíd.
(16) Acerca de este texto, véase el comentario de Jung, Ibíd.
(17) Palabras de Louis Massignon.
(18) Cf. Michel Cornu, Ibíd., p. 84.
(19) Kierkegaard, Post-Scriptum, trad. Paúl Petit, París, 1941, p. 343.
(20) Lou Tsou, Le secret de la fleur d'0r, trad. de Liou Tse Houa, París, 1969, p.80