domingo, 26 de mayo de 2019

Dios es Luz | Deus lux est | Abad Henri Stéphane

Masonería Cristiana


La noticia que hemos oído de él y que nosotros les anunciamos, es esta: Dios es luz, y en él no hay tinieblas. Si decimos que estamos en comunión con él y caminamos en las tinieblas, sentimos y no procedemos conforme a la verdad. Pero si caminamos en la luz, como él mismo está en la luz, estamos en comunión unos con otros, y la sangre de su Hijo Jesús nos purifica de todo pecado.

1 Juan 1,5-7
.
Sobre este fragmento de la primera carta de San Juan se puede escribir mucho. La primera criatura creada por Dios fue la luz. “Fiat Lux” (Gn 1,3) y la luz impregnó todo lo que a continuación fue creado. Podríamos decir que Dios se nos da como luz que no deja lugar a la sombra. 

A menudo solo se retiene de la primera epístola de san Juan que «Deus caritas est» [ Dios es amor]; es evidentemente, si se quiere, la cumbre de la Revelación, de ahí el resto se destila según la dialéctica del Amor: creación, caída, redención, gracia, etc., y el Amor aparece con su complemento inseparable, la Cruz y el desapego absoluto y total. San Juan de la Cruz encarna este doble aspecto; él es esencialmente el Doctor del Amor y de la Cruz.

Esta epístola conlleva igualmente otro aspecto, que completa al precedente, y que el apóstol san Juan, que ha dicho todo porque él ha visto todo, no ha olvidado. Es incluso por eso como comienza su primera epístola y todo su Evangelio está impregnado de ello:

«El mensaje que él nos ha hecho oír, y que nosotros os anunciamos ahora, es que Dios es Luz y que en El no hay tiniebla alguna»
1 Juan I,5

Después de la caída, el hombre camina en las tinieblas, en la mentira, en el error, en la desorientación, en la dispersión; el mundo está bajo el imperio de Satán, Príncipe de las Tinieblas y de la Mentira. El hombre vive en la ilusión de su propia realidad y olvida que su verdadera realidad reside en Dios, en ese Verbo «en quién todo ha sido hecho».

Porque Dios es el Ser Total fuera del cual no hay nada: el Todo es inmanente en cada una de las partes, sin lo cual el Todo no sería el Todo, puesto que estaría limitado por una de las partes. Así, la parte no se distingue que según un modo ilusorio del Todo al cual ella pertenece. A partir de eso, conferirle una realidad propia, verlo independientemente del Todo que la contiene, mirarla como una «cosa en si» es la ilusión de las ilusiones, el error, la perdida, la mentira, las tinieblas.

Después de la caída, la inteligencia del hombre, privada de la Luz, vive en esa ilusión, se detiene en las apariencias de las cosas, se deja atrapar en la red de sus propios límites y de los límites de las cosas, y no ve más en las cosas y en si mismo la Única Realidad del Todo, fuera del cual la realidad de las cosas no es más que ilusoria.

La Revelación vino para volver a enseñar al hombre a leer en las cosas y en si mismo el lenguaje divino del Verbo Creador, a reencontrar en ellas y en si su verdadera esencia que es divina. Así Dios es Luz; el Verbo es «la Luz que luce en las tinieblas» y que «ilumina a todo hombre» (Juan I, 5-9); en lenguaje teológico, esta Luz que ilumina la inteligencia del hombre, es la fe, y son también los dones de La Ciencia, de la Inteligencia y de la Sabiduría, siendo esta a la vez Luz y Amor.

Bajo la influencia de estos dones, el alma aprende a reencontrar en si y en todas las cosas la verdadera Realidad que es Dios; ella alcanza así la contemplación y todas las cosas le hablan de Dios, de este Verbo que, en cada instante de la eternidad, le confiere la existencia.

Ella llega así al conocimiento del misterio, del cual el apóstol afirma que tiene la inteligencia (Ef. III,3): es el misterio del Verbo y de la Creación de todas las cosas en el, el misterio del Verbo Encarnado y de la Restauración de todas las cosas en él:

«Reunir todas las cosas en Jesucristo, aquellas que están en los cielos y aquellas que están en la tierra»
Efesios. I, 10



Pero una contemplación tal, una tal visión de Dios supone que el alma a comenzado por desapegarse de todas las cosas, con el fin de reencontrarlas y de contemplarlas en Dios donde ellas tienen su verdadera realidad. Se reencuentra así el desapego y el amor, que, unidos a la contemplación, constituyen la Suprema Sabiduría.




1907-1985



miércoles, 22 de mayo de 2019

Imitación de Cristo | Extracto | Tomás de Kempis


Masonería Cristiana



Tratado Espiritual del siglo XV

Libro 1, c.11


Mucha paz tendríamos, si en los dichos y hechos ajenos que no nos pertenecen, no quisiéramos meternos. ¿Cómo quiere estar en paz mucho tiempo el que se entromete en cuidados ajenos, y busca ocasiones exteriores, y dentro de sí poco o tarde se recoge? ¡Bienaventurados los sencillos, porque tendrán mucha paz! 

¿Cuál fue la causa porque muchos de los  perfectos fueron virtuosos y contemplativos? Porque estudiaron en mortificarse totalmente a todo deseo terreno; y por eso pudieron, con lo íntimo del corazón, allegarse a Dios y ocuparse libremente en sí mismos. Nosotros nos ocupamos mucho con nuestras pasiones, y tenemos demasiado cuidado de lo que es transitorio. 

Y también porque pocas veces vencemos un vicio perfectamente; ni nos alentamos para aprovechar cada día; y por esto nos quedamos tibios y aún fríos.


Si fuésemos perfectamente muertos a nosotros mismos, y en lo interior desocupados, entonces podríamos gustar las cosas divinas, y experimentar algo de la contemplación celestial. El impedimento mayor es que somos esclavos de nuestras inclinaciones y deseos, y no trabajamos para entrar en el camino perfecto de los santos. 

Y también cuando alguna adversidad se nos ofrece, muy presto nos desalentamos, y nos volvemos a las consolaciones humanas. Si nos esforzásemos más en la batalla a pelear como fuertes varones, veríamos sin duda la ayuda del Señor que viene desde el cielo sobre nosotros… 

¡Oh! ¡Si mirases cuánta paz a ti mismo, y cuánta alegría darías a los otros rigiéndote bien, yo creo que serías más solícito en el aprovechamiento espiritual!




Acerca del autor





sábado, 18 de mayo de 2019

La Espada en el Rito Escocés Rectificado | R.E.R.

Masonería Cristiana

Espada Ritual Oficial | R.E.R
Estilo Treboleada


Una de las cosas que llama la atención al profano que desea iniciarse en el Rito Escocés Rectificado es la indumentaria que debe adquirir para entrar en la Orden. Algo imprescindible desde el comienzo es la espada. No es de extrañar que desde la Iniciación hasta los últimos grados sus miembros portemos al cinto la espada, pues el Régimen Escocés Rectificado es un sistema masónico y caballeresco de tradición cristiana. Uno de los distintivos del caballero es su espada. En esta plancha quisiera reflexionar sobre el simbolismo de la espada para nosotros masones y caballeros cristianos. Oigamos un notable testimonio que nos llega desde la Edad Media de la pluma de un gran pensador y místico hispano nacido en Mallorca y que entre sus numerosas obras nos ha legado su Libro de la Orden de Caballería, me refiero a Ramon Llull. En este libro sobre la caballería cristiana, Llull afirma:

Todo lo que viste el sacerdote para cantar la misa tiene algún significado que conviene con su oficio. Y como oficio de clérigo y oficio de caballero convienen entre sí, por eso la orden de caballería requiere que todo lo que necesita el caballero para cumplir con su oficio tenga algún significado que signifique la nobleza de la orden de caballería. Al caballero se le da espada, que está hecha a semejanza de cruz, para significar que así como Nuestro Señor Jesucristo venció en la cruz a la muerte en la que habíamos caído por el pecado de nuestro padre Adán, así el caballero debe vencer y destruir a los enemigos de la cruz con la espada. Y como la espada tiene doble filo, y la caballería está para mantener la justicia, y la justicia es dar a cada uno su derecho, por eso la espada del caballero significa que el caballero debe mantener con la espada la caballería y la justicia.”

Libro del orden de caballería


Vemos pues, siguiendo a Llull, que la espada “está hecha a semejanza de cruz” y con ella el caballero debe vencer a los enemigos de la cruz a imitación de Cristo que venció en ella la muerte en la que habíamos caído todos por la desobediencia de Adán. Y del mismo modo, la espada del caballero significa, el deber que tiene éste de defender la caballería y la justicia. 

Pero, ¿cuáles son los enemigos de la cruz que debemos vencer con la espada? Está claro que la espada que portamos actualmente es de carácter ritual y meramente simbólico, muy al contrario del uso al que era destinada en la Edad Media y en siglos posteriores hasta muy recientemente. 

Los enemigos de la cruz son todos aquellos actos del hombre que vienen a impedir que se levante de la caída y del estado de postración en el que se encuentra. Son aquellas tinieblas que no reciben y detestan la Luz, como leemos en el Prólogo de San Juan. Soy yo mismo cuando me dejo arrastrar por las pasiones y las obras que ensombrecen mi imagen y semejanza con el Creador.

La espada simboliza esa lucha interior consigo mismo que el masón rectificado debe emprender a diario, con constancia y sin descanso. Como nos recuerda la Regla Masónica:

“Desciende a menudo hasta el fondo de tu corazón, para escudriñar en él hasta los rincones más escondidos. El conocimiento de ti mismo es el gran eje de los preceptos masónicos. Tu alma es la piedra bruta que es necesario desbastar: ofrece a la Divinidad el homenaje de tus sentimientos ordenados, y de tus pasiones vencidas.”

Y más adelante nos recuerda la misma Regla:

que tu alma sea pura, recta, veraz y humilde. El orgullo es el enemigo más peligroso del hombre…

Allí en el corazón es dónde debemos dar la batalla a las pasiones desordenadas para vencerlas. Nuestra espada simboliza esto en primer lugar. Es una guerra “santa” no como la entiende el mundo profano, sino “santa” porque es espiritual y mística, y sus armas son armas de la luz otorgadas por la Ley de la Gracia, como nos recuerda el Apóstol Pablo:

“Porque no estamos luchando contra hombres de carne y hueso, sino contra las potencias invisibles que dominan en este mundo de tinieblas, contra las fuerzas espirituales del mal habitantes de un mundo supraterreno. Por eso es preciso que empuñéis las armas que Dios os proporciona, a fin de que podáis manteneros firmes en el momento crítico y superar todas las dificultades sin ceder un palmo de terreno. Estad pues, listos para el combate: ceñida con la verdad vuestra cintura, protegido vuestro pecho con la coraza de la rectitud y calzados vuestros pies con el celo por anunciar el mensaje de la paz. Tened siempre embrazado el escudo de la fe, para que en él se estrellen todas las flechas incendiarias del maligno. Como casco, usad el de la salvación, y como espada, la del Espíritu, es decir, la palabra de Dios.” 
2 Efesios 6, 12-17

Aquí está el fundamento y el sentido de la caballería cristiana en su más hondo sentido espiritual. En él la espada, nos dice el Apóstol, es la Palabra de Dios. Esto se describe en el Beato de Liébana, códice de Fernando I y doña Sancha, donde se representa un jinete, montando un caballo blanco de cuya boca sale una espada de doble filo, citando al Apocalipsis de San Juan, que dice:

“Vi luego el cielo abierto y un caballo blanco, cuyo jinete, llamado “Fiel” y“Veraz”, había comenzado ya a juzgar y a combatir en aras de la justicia. Sus ojos eran como llamas de fuego; múltiples diademas ceñían su cabeza; llevaba un nombre escrito, que sólo él era capaz de descifrar; vestía un manto empapado en sangre, y su nombre era “Palabra de Dios”. Cubierto de finísimo lino resplandeciente de blancura, los ejércitos del cielo galopaban tras sus huellas sobre blancos caballos. Una espada afilada salía de su boca…” 
3 Apocalipsis 19, 11-15


¿No nos recuerda este texto las vestiduras de ciertos caballeros que unían en sí admirablemente la caballería y el monacato cristiano?

Siguiendo el discurso sobre el simbolismo de la espada, vemos que está relacionada con la Justicia y la Palabra divinas. Son éstas las que deben “herir” el corazón hasta el fondo para purificarlo como el oro en el crisol, disipando en él toda tiniebla de error y falsedad, haciendo brillar el sol de toda virtud. En la Palabra reside nuestra fuerza. No podría ser de otra forma. A su uso como signo exterior de nuestro dominio sobre la naturaleza nos exhorta la Regla Masónica:

Sírvete del don sublime de la palabra, signo exterior de tu dominio sobre la naturaleza, para salir al paso de las necesidades del prójimo, y para encender en todos los corazones el fuego sagrado de la virtud

La Palabra se convierte entonces en una espada flamígera, ígnea, de doble filo, que penetra hasta lo más profundo inflamando nuestro ser con el Espíritu del Logos. Restaura y desvela al mismo tiempo. Nos pone frente a nuestra propia verdad y a nuestro Yo más íntimos, y por otro recrea nuestro corazón asemejándolo al del Yo divino. El texto de la Carta a los Hebreos es muy revelador:

Fuente de vida y de eficacia es la Palabra de Dios; más cortante que espada de dos filos, y penetrante hasta el punto de dividir lo que el hombre tiene de más íntimo, de llegar hasta los más secretos pensamientos e intenciones.”
5 Hebreos 4, 12

La espada es efectivamente también un símbolo axial, significando axial = central, el axis mundi, o eje del mundo, la espada, pues, viene así a simbolizar la fuerza de la Fe en la palabra de la Verdad, sin la cual, la Ley sola no sabría conducir al Masón a la verdadera Luz.

Recapitulemos lo hasta aquí expresado brevemente. En la tradición cristiana occidental la espada simboliza el poder y la fuerza, e históricamente se ha reservado como arma propia del guerrero, del caballero, como defensor de las fuerzas del Bien, representadas en el soberano legítimo y en la santa religión cristiana. Como símbolo dual, espada de doble filo, es capaz de quitar la vida pero también de proveer la energía regeneradora que destruye las tinieblas del error y la ignorancia para que a través de la Palabra que sale de la boca de Dios, establecer la paz y la justicia, de ahí su hondo sentido espiritual y de purificación del corazón. La dualidad se hace presente en la espada como símbolo de este Verbo o Palabra divina, con su doble poder creador y destructor, según la tradición cristiana y que hemos testimoniado con el texto del Apocalipsis de San Juan.

El doble filo simboliza el bien o el mal del que es capaz aquel que empuña la espada, dependerá de su corazón el usarla en uno u otro sentido, por eso la espada como arma de luz desvela lo que oculta el corazón. Como símbolo de la Justicia, significando la equidad, el equilibrio y la armonía entre los contrarios, la espada indica el justo medio entre los extremos de las pasiones desordenadas. “In medio virtus”, en la expresión latina que emula el clásico enunciado de Aristóteles: “La virtud se halla en el centro”.

Es el sentido axial de la espada que hemos dicho antes como eje del mundo. Cuando nuestro corazón está en armonía con la Palabra hemos alcanzado el centro y todo en él está ordenado a su fin y restaurado en su plan original. 

La espada para el Masón rectificado, como para el caballero cristiano, es signo del combate espiritual que debe enfrentar cada día y a lo largo de toda su vida. Un combate espiritual, una lucha interior, en la que se debe enfrentar con peligros innumerables que brotan de su propio ego y que la tradición cristiana expresa como tríada de enemigos a vencer: “Mundo, Demonio y Carne”. 

Es decir, el peligro de las vanas glorias humanas, riquezas, honores, poder, prestigio, dominio, placer, etc…, siempre tentadoras como cantos de sirena; el peligro cierto de las fuerzas del Mal y las Tinieblas, del bajo astral en otra terminología, al que muchos sucumben seducidos por extrañas doctrinas; y el peligro de nuestro propio Yo y de la soberbia de querer ocupar el lugar de Dios, invalidando su Palabra “Fiel y Veraz”.

Es la triple tentación que sufrió Cristo en el desierto y de la que salió vencedor con la sola fuerza de la Palabra de Dios. Esa y no otra, debe ser la fuerza del que empuña simbólicamente la espada en nuestra Orden.

Sin querer agotar y extenderme por otros simbolismos de la espada recogidos en otras tradiciones no cristianas y en el complejo mundo de lo esotérico, quisiera añadir el gesto, por todos conocidos, del rito de armar a los nuevos caballeros, me refiero al momento de dar el golpe con la hoja plana de la espada en los hombros del candidato, y que la literatura caballeresca y el cine han difundido ampliamente. 

La espada aquí tiene entonces, como en la Alquimia, en la Gran Obra, un sentido de purificación a través del Fuego Filosófico y del Agua de Vida. El caballero es consagrado por otro caballero que le comunica la Luz a modo de nuevo nacimiento, de bautismo simbólico, por la fuerza del Espíritu de la Palabra divina. Es símbolo del “hieros logos” pitagórico como potencia del Verbo Creador.

También decir que para que el acero de la espada tenga utilidad y no se quiebre al golpear, debe estar templado, al igual que todo iniciado en su búsqueda debe lograr este temple. Templar significa tomar conciencia de su propia esencia, de quienes somos imagen y semejanza, de dónde hemos sido arrojados y cuál es nuestro sublime destino.

Cuando logramos alcanzar esta realización interior, este pulir y trabajar la piedra brutaque somos cada uno de nosotros para que sea útil a la construcción del templo queelevamos junto a los Hermanos, es cuando alcanzamos ese equilibrio que simboliza la espada con la Justicia divina que es el mismo, y no otro, que simboliza la cruz para el cristiano, elevada como estandarte entre el cielo y la tierra, entre Oriente y Occidente, y que se ha convertido para siempre en el eje del mundo, y en el centro de todo centro. El cual pende de ella como el fruto más excelente de la Humanidad reintegrada: el Verbo Encarnado, Jesucristo.


Valles de Barcelona, España, el 27 de Febrero de 2015


Artículo, cedido gentilmente para esta publicación por

El QH Ramón Martí Blanco
Gran Canciller/Gran Secretario
Gran Priorato De Hispania | G.P.D.H.



Masonería Cristiana

Espada R.E.R


domingo, 12 de mayo de 2019

Reflexiones sobre la oración | Extractos | Abad Henri Stéphane

Masonería Cristiana
Agostino Carracci
Italiano, 1557-1602
Grabador



No es cuestión aquí de hacer un tratado completo sobre un tema tan difícil; conviene solamente dar algunas sugerencias relativas:

1- al lugar de la oración en la vida espiritual;

2- a la manera de comprender esta práctica.

Parece antes que nada indispensable recordar su origen histórico. A pesar de que se pueda atribuir la oración mental en su forma actual a San Francisco de Sales, no remonta sin embargo apenas más allá del siglo XVI: ni la regla de San Bruno, ni la de San Benito hacen mención de ella.

Estos hechos que, a ojos de algunos, podrían aparecer sin importancia, parecen tener por el contrario un alto significado y tener una importancia capital; ellos prueban que los hombres de la Edad Media tenían otra espiritualidad, hoy en día perdida, y que ellos podían pasar sin oración. La necesidad de oración, que los autores modernos recomiendan con insistencia, se debe a la desgracia de los tiempos, a la decadencia intelectual y espiritual surgidas del Renacimiento; es un «último recurso» destinado a compensar perfectamente las pérdidas de las que vamos a decir algunas palabras.

Esta decadencia puede resumirse en dos puntos principales:

1) Desaparición del esoterismo occidental, con la supresión de la Orden de los Templarios y de las Ordenes de Caballería, que se consuma con la ruptura con el mundo oriental; perdidas progresivas de las tradiciones de oficio: el artesano y el constructor de catedrales encontraban en su arte una verdadera iniciación, y «temas de meditación» en el transcurso mismo de su trabajo «litúrgico» y sagrado, lo que les dispensaba de hacer media hora de meditación todas las mañanas, meditación que rápidamente se olvida a continuación en la labor cotidiana «profana».

2) Como consecuencia de lo que precede, separación de la religión y de la vida, realizada por el Renacimiento. Habiéndose vuelto paganas la vida, los oficios y las artes, el hombre  no encuentra más en el simbolismo de las cosas el alimento natural de su vida espiritual. La ciencia profana acentúa la pérdida del simbolismo de la naturaleza y es necesario crear medios artificiales, de orden psicológico, para regenerar imperfectamente una mentalidad espiritual que, ya no siendo engendrada por la «eficacia sacramental» del mundo exterior, tiende a ser puramente «interior», imaginativa y sicológica. La perdida del sentido espiritual de las cosas desembocará en una reacción protestante contra una religión de practicas que se han vuelto puramente «formalistas», para no mantener más que el culto «en espíritu y en verdad» preferible a un «ritualismo» desespiritualizado.

Es en el seno de esta decadencia donde nace la oración concebida como la «reanudación» de los «valores espirituales» que no proporciona ya más la contemplación del mundo exterior, ni el uso de los símbolos tradicionales de los que se ha perdido el significado. La oración aparece entonces como un ejercicio autónomo y metódico, orgánicamente distinto de todos los demás, viviendo su propia vida, ejercicio por el cual, después de habernos instalado en una especie de «estado meditativo» (un estado de concentración diríamos hoy en día), introducimos en nuestra consciencia una idea santificante para considerarla con nuestra memoria, nuestro entendimiento y nuestra imaginación. Esta consideración debe tener como objetivo el conmovernos y llevarnos a resoluciones, y después a actos conformes a la idea o a la virtud meditada. Es un instrumento de educación de la voluntad.

Como lo dijimos más arriba, es una ejercicio autónomo, distinto de todos los demás, viviendo su vida propia. Ahora bien, esto es muy grave, y marca claramente la separación no solamente de la religión y de la vida, sino además de la oración así concebida y de la vida litúrgica, como si la vida religiosa consistiese en actos de voluntad independientes de los ritos simbólicos que confieren la gracia.

El primer escollo a evitar será por lo tanto el separar la oración mental de la oración litúrgica. Son dos modos complementarios de toda vida espiritual

El alma se alimenta entonces de este doble Manantial divino participando en la liturgia, el rito, pero además es necesaria que ella asimile, que ella digiera este alimento: este será el papel de la oración mental. En esta perspectiva, sin embargo, en lugar de ser visto como un ejercicio autónomo viviendo su propia vida, o como un comercio íntimo y un coloquio del alma con Dios, la oración mental es reubicada en su relación normal vis-a-vis con la oración ritual; esto impide que esta última degenere en ritualismo, en gestos incomprendidos, infructuosos, vacíos de todo contenido espiritual, en rutina o en psitacismo

Pero, a su vez, la oración ritual evita que la oración mental degenere en un puro ejercicio psicológico que puede desembocar en un rumiar puramente interior en el cual la acción individual de las facultades mentales del sujeto corre el riesgo de impedir la acción del Espíritu Santo, que se ejerce normalmente por la vía sacramental . 

En otras palabras, la oración mental «aislada» está más o menos separada de la fuente de la que ella toma su alimento; corre el riesgo entonces de «desvariar» sobre ideas «desencarnadas» al estar privadas del soporte material que constituye el simbolismo sacramental, y puede desembocar también en una mística desenfrenada

Si se objeta que la oración y los ritos no son más que medios para llegar al objetivo de la vida espiritual, es decir a la unión con Dios, y que la oración mental parece más directamente orientada hacia esa unión, hay que responder que el «medio próximo» de unión con Dios es la gracia santificante, y que, si la oración mental consiste en el ejercicio de las facultades espirituales bajo la acción de la gracia, de las virtudes teologales y de los dones del Espíritu Santo, es importante permanecer en relación con la Fuente de la gracia, y no hacer de la oración mental un ejercicio separado de la Fuente en la que se alimenta. La oración mental no es en si misma más que un medio, que pone en juego las facultades humanas, y que, además, no puede pretender igualar la acción de un rito: ella debe de estar por lo tanto subordinada a este último (1).

En resumen, plantearemos en principio, que la oración mental debe quedar subordinada a la oración litúrgica, en relación estrecha con ella, puesto que ella consiste en la «digestión» y en la asimilación interior del alimento espiritual proporcionado por la oración litúrgica.

Una vez planteado esto, podemos ahora precisar en que consiste la oración; su naturaleza depende, en efecto, del lugar que ocupa en la vida espiritual, y, en particular, de la dependencia que hemos reconocido en ella vis-a-vis de la oración litúrgica. Pero antes, es importante retomar la cuestión por la base y hacer algunas distinciones indispensables.

Se confunde a menudo «meditación» y «oración»; ahora bien, «meditar» sobre una virtud, hacer nacer «afecciones», tomar «resoluciones», o incluso meditar un misterio, una parábola, un versículo del evangelio, no es hablando con propiedad «hacer oración», a pesar de que estos dos ejercicios puedan compenetrarse en la práctica. La primera está más bien orientada hacia la acción y la educación de la voluntad, la segunda hacia la contemplación, a pesar de que aquella deriva de «la plenitud de esta». 

La oración es por lo tanto superior a la meditación, que puede reducirse a una simple lectura «reflexionada»; de esta manera encontramos en ciertas obras la gradación siguiente: 

lectio, para dar ideas y una materia a meditar; meditatio, para que estas ideas penetren en el alma; oratio y contemplatio. Ahora bien, «rezar», no es hablando con propiedad «meditar», es «orar»; la oración es una plegaria mental, más interior que la plegaria vocal a menudo amenazada por el psitacismo. La oración nace con motivo de la meditación, pero, en el fondo, sucede a esta ya que, en el transcurso mismo de la práctica, se pasa de una a la otra, sin que en realidad se mezclen
Por ejemplo, meditar sobre el Prologo de San Juan puede situarnos en «estado de oración»; en esto la meditación favorece la oración que a su vez tiene como término la contemplación. Pero, repitámoslo, la oración es, como la palabra indica, una plegaria: orare. Esto nos invita a retomar rápidamente la cuestión de la plegaria.

En un primer grado, la plegaria aparece como un «coloquio» del alma con Dios, concebido como «exterior» al alma y distinto del hombre. Son dos seres distintos puestos de alguna manera uno frente al otro, y el hombre habla a Dios que le escucha: él le dirige todo tipo de peticiones que Dios es «rogado» de conceder. Subrayemos sin embargo, como dice santa Teresa, que la simple recitación del Pater puede invitar a Dios a ponernos en la contemplación perfecta.

La oración mental es concebida como algo más interior; constituye un grado de más en la vía de la interioridad, pero no difiere esencialmente de la plegaria. Es todavía un coloquio, pero más íntimo, entre el alma y Dios visto siempre como distinto del alma, pero «menos exterior». Se toma más conciencia de la presencia de inmensidad de Dios en el alma, de la presencia de la gracia y de la inhabilitación trinitaria; sin embargo este modo de representación reposa en una visión antropomórfica del mismo género que para la plegaria ordinaria: es un coloquio más profundo del alma y Dios.

Ciertamente no se puede recurrir más que a metáforas y antropomorfismos, pero existen modos de expresión menos antropomórficos, que «delimitan» a la verdad desde un poco más cerca. De esa manera parece preferible ver la oración, mental o no, no como un coloquio en el que el alma y Dios parecen ser puestos en el mismo plano, sino más bien como una apertura del alma a la gracia; es eso lo que expresa la palabra orare («abrir la boca»), y el versículo del Salmo: 

Os meum aperui et attraxi Spiritum (2); es eso también lo que expresa la palabra «adoración»: abrir la boca hacia.. Dios. Esta manera de ver las cosas conlleva entonces una actitud general del alma «orante», más pasiva sin duda, pero que tiene menos riesgo de entorpecer la acción del Espíritu con un parloteo insípido y pueril. Esto parece muy de acuerdo a la expresión de San Pablo: 

«Nosotros no sabemos lo que debemos pedir, según nuestras necesidades, en nuestras oraciones; pero el Espíritu él mismo ora por nosotros con gemidos inefables» (Rom. VIII, 26). 

La oración aparece entonces como apertura del alma a la acción del Espíritu que quiere orar en ella y realizar allí el misterio de la Vida trinitaria, lo que San Pablo llama un poco más lejos «los deseos del Espíritu»; aparece la oración como una actitud del alma que se pone en estado de disponibilidad, de receptividad, de docilidad vis-a-vis la gracia y la acción santificante de la Voluntad del Cielo, o aún más como una «dilatación» del alma bajo la acción del Soplo divino, pudiendo ir hasta el excessus mentis, al éxtasis de la Contemplación perfecta, para beber ahí la «bebida de inmortalidad».

Así vista, la oración aparece menos como un coloquio en el que el alma y Dios se ponen en el mismo plano, en el que el alma, ejerciendo sus facultades mentales, parece jugar el papel principal y corre el riesgo de entorpecer la acción del Espíritu, que como una actitud, caracterizada por las palabras «apertura», «receptividad», «disponibilidad», etc., en la que Dios juega el papel principal y en el que el alma se borra para dejar a Dios realizar en ella el Misterio de la Vida Trinitaria, Misterio de Pobreza y de Caridad, el Misterio del Amor, del Don total, del Perfecto Extasis de las Tres Personas en la Unidad de un mismo Espíritu. 

El papel de la voluntad es entonces menos el de producir actos de virtud específicos por su objeto, que el de apartar los obstáculos a la acción divina y realizar la transparencia del alma a la Luz Increada, por el desapego de todas las cosas, el despojamiento de si, la «dimisión del yo», y el «revestimiento de Cristo», que es el único capaz de ofrecer al Padre un sacrificio de alabanza, es decir «el fruto de los labios que celebran su nombre» (Heb. XIII, 15).

Al comienzo de esta ascensión «mística», el alma se «dilata» al ritmo de la plegaria vocal: rosario, letanías, recitación de los Salmos, etc. En el segundo grado, el alma medita uno solo versículo, por ejemplo: In manus tuas, Domine, commendo spiritum meum (3), entrecortando este «rumiar interior» de «silencios» más o menos prolongados, y armonizando, si se quiere, este ejercicio al ritmo de la respiración corporal, símbolo de la «respiración mística» que es la oración. En el límite de esta ascensión, el alma se establece en el Silencio de la Contemplación perfecta: ha llegado a ser la «lira» perfectamente dócil al Soplo Divino, ejecutando la Perfecta Sinfonía del Silencio Eterno en la Pura Luz de la Contemplación y en la consumación del Amor.

Reflexiones sobre la oración (II)

Que el lector no espere encontrar aquí un tratado completo de la oración, sino solamente algunas sugerencias destinadas a hacerle reflexionar sobre una cuestión mucho más complicada que lo que se cree habitualmente.

No se retiene ordinariamente de la oración más que uno de los aspectos bajo el cual se puede verla, la oración de petición, y se olvidan las otras. Se basa esto —y con razón— en varios pasajes de las escrituras como estos: "Pedir y se os dará; buscar y encontrareis; llamar y se os abrirá;( Mat. VII, 7); "Todo lo que pidáis al Padre en mi nombre, yo lo haré; (Juan, XIV, 13).

Uno se cree entonces autorizado a pedir no importa que cosa, favores temporales u otros, y uno se extraña de no ser complacido; en particular, se interpreta mal el pasaje precedente de San Juan: "Todo lo que pidáis;. Se olvida "en mi nombre;, lo cual significa que se trata de una plegaria hecha en nombre de Jesús, dicho de otra manera; aquel que ora lo hace "en tanto que discípulo de Jesús; y continuador de su obra, de su misión ya que, el "nombre; en lenguaje bíblico significa la "misión.

Hecha esta reserva en lo que concierne a la indicación de orar "en nombre de Jesús; que se encuentra en otros lugares de San Juan, se puede admitir que la plegaria recomendada en los Sinópticos (Mat. VII, 7; XVII,19; XXI, 22; Marc. XI, 24) tiene un objeto y una eficacia menos limitadas. Todo el mundo se pone de acuerdo sin embargo en reconocer que Dios no satisface más que las plegarias que El juzga salvíficas.

Sin entrar en detalles podemos decir que esta segunda reserva (sumisión a la voluntad de Dios) es suficiente para asegurar a la oración de petición el carácter de humildad y de confianza requerido para evitar el atribuirle un efecto mágico o supersticioso.

Pero existe otro aspecto de la oración, muy a menudo mal apreciado, es la oración de adoración, por la cual el alma reconoce su dependencia frente a Dios, su pequeñez, su miseria, su "impotencia para todo bien; (Santa Teresa de Lisieux); es la oración del publicano. Todos están de acuerdo en reconocer que la adoración es la forma más alta de la oración pero además es ella la que da a la oración de petición el máximo de eficacia con las reservas hechas más arriba.

La adoración es esencialmente una actitud del alma, que se pone en estado de disponibilidad o de receptividad frente a la gracia. No busca el alma acosar a Dios con sus peticiones, abrumarlo bajo una montaña de formulas apremiantes. Su expresión más alta es el fiat voluntas tua o, si se quiere, todo el Pater, con ocasión del cual Cristo recomienda "no multiplicar las palabras, como lo hacen los paganos, que se imaginan ser complacidos a base de palabras; (Mat. VI, 7); la adoración es una orientación del alma que se pone en la "línea de la Gracia; es una apertura del alma a la Luz de Lo Alto, es una docilidad del alma a la acción soberana del Espíritu.

Disponibilidad, receptividad, orientación, apertura, docilidad, son palabras que hay que meditar para coger su contenido. Tales serán los trazos característicos del alma "orante; orare, abrir la boca, con el fin de "aspirar; el Espíritu: "os meum aperui, et attraxi spiritum; ( Salmo 119, v.131: "He abierto la boca y he atraído el Espíritu en la Vulgata; en hebreo simplemente: "Abro la boca y aspiro;)

A fin de cuentas, es necesario siempre remontar al Principio ya que es Dios quien actúa, es Dios quien quiere "rendir gloria; a si mismo a través nuestra, con tal de que nosotros estemos disponibles, receptivos, dóciles, etc. es el Espíritu él mismo quien ora en nosotros y por nosotros, quien ruega al Padre que acabe en nosotros y por nosotros la obra de santificación y de santidad, que realice en nosotros y por nosotros el misterio de pobreza de amor, el misterio del aniquilamiento del Verbo Encarnado, de su Pasión y de su Muerte, el misterio de su Glorificación, de su Resurrección, de su "Exaltación;, el misterio de la "renovación de todas las cosas;, del "renacimiento espiritual;, de la "vida nueva;, de la "vida sobrenatural;, de la "vida eterna; y del éxtasis de Amor de las Tres Personas.

La voluntad del Padre es por tanto la de realizar en nosotros su obra de amor. Así hay que comprender la palabra de San Pablo: "El Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, ya que nosotros no sabemos lo que debemos, según nuestras necesidades, pedir en nuestras plegarias. Pero el Espíritu mismo ora por nosotros con gemidos inefables; y aquel que sondea los corazones conoce cuales son los deseos del Espíritu, él sabe que ora según Dios para los santos; (Rom. VIII, 26-27)

El deseo del Espíritu, es el de encontrar un alma suficientemente disponible, desapegada, pobre en espíritu, suficientemente receptiva, pura, transparente a la Luz, orientada hacia el Padre y hacia el Reino, abierta a la "fuente de agua viva brotando hasta la vida eterna; (Juan IV, 14), dócil a su acción purificante y beatificante, suficientemente despojada, desposeída, despejada de si para no entorpecer la Acción del Espíritu; es el deseo de encontrar "en el Padre, los verdaderos adoradores en espíritu y en verdad, aquellos que el Padre busca; (Juan, IV, 23), !y no "pedigüeños; de "gracias temporales;! de manera que no es ya más esta alma la que ora, la que "farfulla;, la que "gorjea;, la que corre el riesgo de obstaculizar la acción del Espíritu por su "desatino, sus formulas hechas, despachadas con toda prisa; es el Espíritu el que hace al Padre la verdadera alabanza de gloria del Verbo Encarnado, con tal de que el alma despojada de si y revestida del Cristo no sea más que una pura disponibilidad entre las manos de Dios, una pura transparencia a la Luz increada: "No soy yo quién vive (o quien ora), es el Cristo quien vive en mí; (Gal. II, 20). "He aquí que estoy ante la puerta y llamo: si alguien escucha mi voz y abre la puerta, yo entraré con él, cenaré con él y él conmigo; (Apoc. III, 20).

Alquimia de la oración

«No sabemos lo que debemos pedir en nuestras plegarias. Pero el Espíritu mismo ora por nosotros con gemidos inefables; y aquel que sondea los corazones conoce los deseos del Espíritu; él sabe que ora según Dios por los santos» (Epístola a los Romanos VIII, 26).

Los «deseos del Espíritu», son la «aspiración del Aliento»: «El Espíritu Santo, el cual, a manera de aspirar, con aquella su aspiración divina, muy subidamente levanta al alma y la informa, para que ella aspira en Dios la misma aspiración de amor que el Padre aspira en el Hijo y el Hijo en el Padre, que es el mismo Espíritu Santo, que a ella la aspiran en la dicha transformación.» (San Juan de la Cruz, Cántico espiritual A, 38).

El Padre profiere el Verbo, y de ahí procede el Espíritu. Al alma «anima» es el Aliento de Dios en el hombre y en el Cosmos. Dividido por la «caída», este «Aliento» debe retornar a la Unidad del Espíritu: in unitate Spiritus Sancti.

El Verbo se encarna en la Virgen –anima mundi, Substancia universal, Inmaculada Concepción– bajo la acción del espíritu. «El Alma del mundo» es así reintegrada en la Unidad; ella es «asumida» por el Espíritu; es la Asunción de la Virgen. Así debe suceder en el alma, que ha llegado a ser «virgen», del hombre.

La Virgen, fecundada por el Espíritu, engendra el Cristo-Jesús. El alma del hombre, llegada a ser «virgen» bajo la acción del Espíritu, profiere el Nombre divino de Jesús: es la «oración de Jesús» practicada en el hesicasmo. En realidad, es el Padre quien engendra al Hijo Único por el Espíritu Santo en el alma que se ha vuelto «virgen» y que la «transforma» –alquimia– en «la aspiración divina» (anima transformada en Spiritus).


La «oración pura» es pues una «alquimia» del alma.




Notas:

1.- Habría, de profesar la opinión contraria, una tendencia al «pelagianismo».
2.- Salmo 119,131: «He abierto mi boca y he atraído al espíritu», según el latín de la Vulgata; el hebreo dice simplemente: «Abro la boca y suspiro».
3.- «En tus manos, Señor, pongo mi espíritu» (Oficio de Completas).


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miércoles, 8 de mayo de 2019

El Hombre Interior y sus Metamorfosis | Extractos | Marie Madeleine Davy

Masonería Cristiana
Daniel Cramer
1568 - 1637



PRIMERA PARTE
(selección)


EL HOMBRE INTERIOR Y SU EVOLUCIÓN


       El hombre es un misterio porque es "una síntesis de finito e infinito". ¿Qué es el hombre?, o también: ¿qué es lo existente? A esta pregunta responde Kierkegaard: "el hombre es una síntesis de infinito y de finito, de temporal e intemporal, de libertad y necesidad, en una palabra, una síntesis." (1) En realidad, la perfección de la síntesis es algo por realizar, es obra del hombre en la medida en que constituye una respuesta.

Lo finito y el infinito

       Comprometerse en lo finito, dejarse enviscar por ello, estar sediento de éxito y de poder, amenaza con tentar al hombre y satisfacerlo. Por engaño o por ignorancia rechaza el infinito, se aparta y se distancia de él.

       Ser atrapado por el infinito, como la mariposa por una llama, puede llegar a ser una opción, pero a menudo experimenta el sujeto la impresión de estar forzado; le es imposible actuar de otro modo:

"Tú me has seducido, Yahwé, y yo me he dejado seducir" (Jeremías XX, 7). El hombre permanece libre pero su consentimiento le es como arrancado. La seducción, cuando es violenta, corre el peligro de "embarcar" al ser de tal manera que olvide lo finito (2). La discordancia entre lo finito y el infinito se experimenta duramente en la conciencia. El hombre, así, es desgarrado, descuartizado. Si opta por el infinito dándole su amorosa adhesión, no busca ninguna protección con respecto a un mundo que en ciertos instantes puede parecerle hostil; la interioridad no es un rechazo de lo exterior, sino un lugar de elección que colma una nostalgia.

       En realidad, nada en el hombre es inmutable, se dirige desde lo finito hacia el infinito y viceversa. Fascinado por el infinito, lleva en lo finito la amplitud de su amor secreto. Hay siempre predominio de una tensión que provoca un movimiento, especie de gravedad que atrae hacia uno de los dos extremos. "El progreso por el cual el existente accede a su autenticidad se define cómo una interiorización", escribe J. Starobinski (3). En efecto, descubrir la propia dimensión de profundidad permite tomar contacto con el infinito que hay en uno; ese carácter de eternidad humaniza y hace posible la verdadera comunicación con los demás. No es la exterioridad lo que diversifica los sujetos sino la interioridad. Convertirse en uno mismo, realizarse, exige un conocimiento de sí mismo que conduce a la unidad del infinito y del finito. La existencia se vive como una realidad y no como un sueño, y el hombre no busca ni consuelo ni refugio: vive.

       El descubrimiento del yo y de su carácter limitado provoca al final una relación con lo Absoluto que lo sustenta. Así podrá establecerse la síntesis de lo finito y el infinito. Kierkegaard mostró que el hombre que ha descubierto lo Absoluto pierde enseguida su seguridad, renuncia a lo falaz estableciendo su vida en una relación existencial con lo absoluto, por él alcanza la transparencia del Amor. (4)

La llamada

       La búsqueda de la interioridad se presenta como una respuesta hecha a una llamada. En todas las tradiciones la llamada es constante. Es significativo a este respecto un texto de los Proverbios

"Humanos, a vosotros es a quien llamo. Grito hacia los hijos de los hombres" (VIII, 4). Otra frase aporta una conclusión: "... quien me escucha permanece en paz" (I, 33).

       La llamada no resuena en el exterior. Muy al contrario, el ruido lo recubre y tiende a convertirse así en algo más o menos indistinto. Para percibirlo hay que prestar oídos, no el oído que adorna el rostro, sino el oído del corazón, que ha de ser descubierto y educado luego incesantemente a fin de reforzar la finura de su calidad auditiva.

       Poco importa el nombre dado a la voz que formula la llamada. Se le puede llamar Dios, Divinidad, Vida, Luz. Es posible concebirla como el grito incansable del grano de mostaza o de arroz del que hablan las tradiciones y que exige ser alimentado. El Dios llama, el Si llama... ese grito persigue al hombre independientemente de sus caminos, del error de sus caminos. 

A veces el grito parece ahogado por las pasiones: las preocupaciones lo cubren y se vuelve discreto. Cuando el hombre sufre y por ese atajo entra en sí mismo, lo percibe como un clamor. La llamada, privada del menor reposo, engendra una abertura; quiere ser percibida y con una infinita paciencia espera, sin cansarse, ser oída. "El Eterno me ha llamado desde mi nacimiento" (Isaías XLIX, 1); "Te he llamado antes de que me conocieses" (Isaías XLV, 4); "Yahvé me ha llamado desde el seno de mi madre: Pronunció mi nombre" (Jeremías 1, 5).

       "Mi nombre y mi vocación no son sino un solo y mismo problema" escribe Jean Starobinski, en la perspectiva religiosa, el hombre es denominado por Dios. Para que tenga vocación, "es preciso que el individuo tenga un nombre por el cual ser llamado." (5) Ese es el nombre nuevo de la entidad personal inscrito en la piedra blanca (Cf. Apocalipsis II, 17). El nombre patronímico carece de importancia; el nombre secreto se descubre en el transcurso del avance interior, lleva el contenido de una llamada. Así el anonimato le conviene al hombre interior, que entrado en otra dimensión saborea en el misterio el sentido de su llamada: "Alcanzar nuestro verdadero nombre no es un trabajo menos difícil que alcanzar la Eternidad: es el mismo trabajo" . La ignorancia del nombre se experimenta como un exilio. Cuando el hombre oye su nombre, se sabe "llamado al Reino" (Cf. I Thess. II, 12); "llamado para ser santo" (Cf. Rom. 1, 7).

       Escuchar la llamada, ese es el fundamento mismo que asegura el avance. Éste comienza con la audición. Hay que percibir la llamada a fin de responder a ella. De ahí la necesidad del desprendimiento del oído del corazón. El órgano de la audición es más precioso que la vista, dirá San Bernardo; durante la condición terrena el oído prevalece sobre la visión  (6). Así, el texto bíblico pide que escuchemos constantemente: "Escucha, Israel..." (Deut; IV, 1); el tono se hace más insistente y tierno con: "Escucha, hija mía"... (A udi filia mea) (Ps. XLIV, 11). ¿Qué conviene oír, sino un mensaje de amor? "El Rey está prendado de tu belleza" (Ps. XLV, 12). La llamada se convierte así en una llamada al encuentro, a la unión secreta, pues, "la belleza está en el interior" (Ps. XLV, 14). Así pues, la llamada siempre se formula hacia el interior y se dirige a aquel que la oye. El término "escuchar" si bien la Biblia lo emplea frecuentemente se encuentra también en las diferentes escrituras sagradas. "Hijo de Prithá, has escuchado", dirá la Bhagavad Gîtá (II, 72).

       La llamada es comparable a un signo. Viene de lejos y sin embargo está cerca, más cerca del hombre que el vestido que lleva, que el collar que adorna el cuello de la mujer o el anillo su dedo. Esa es la paradoja. En esa llamada, el hombre puede creer recibir un signo lejano, y esa lejanía yace en sí mismo, en lo más profundo de su vida interior, "eso que buscas, eso, está cerca y viene ya a tu encuentro" escribirá Holderlin. El consentimiento dado a esa llamada inaugura una vía de regreso hacia el origen. La ruta que desciende y que sube es siempre la misma, decía Heráclito. Así, la llamada no conduce a una vía periférica, conviene simplemente "remontar el camino que se ha descendido."

       Comenzar el avance exige arrancarse de la somnolencia siempre latente en el hombre; hay que levantarse y partir:

"Empieza a hablar mi amado, 
y me dice:
Levántate, amada mía,
hermosa mía, y vente.

Porque, mira, ha pasado ya el invierno,
han cesado las lluvias y se han ido.

Aparecen flores en la tierra, 
el tiempo de las canciones es llegado.

(Cant. de los Cant. II, 1 ss)

       "El tiempo de las canciones" llega cuando el hombre se levanta y se pone en marcha para remontar el camino que lo conduce a su origen. 

La nostalgia

       Cuando el hombre se dispersa en el exterior, cesando de unirse a su fondo último, ya no oye la llamada y por ello la olvida. Sin embargo ésta persiste, pues en sí misma no está sometida a ninguna mutación. Basta con una palabra oída, con una visión de belleza que emana de la naturaleza o de un rostro iluminado por la gracia, para que la llamada se perciba de nuevo, semejante a un vibración latente que de pronto se acentúa. A veces el oído del corazón escucha y percibe el sonido. En otros casos, distraído, el hombre se ve repentinamente empujado a su centro sin, no obstante, desearlo. En su último sermón para la fiesta de la Asunción, Bossuet dirá a propósito de la Madre Divina: "Dios no desliga, arranca; no pliega, sino que rompe... rompe y causa estragos."

       La nostalgia se hace a veces lancinante e incluso violenta como lo atestigua el relato de Rabbi Nahman de Bratislava: un hijo que vivía lejos de su padre fue repentinamente presa del deseo vehemente de volverlo a ver. Se puso en camino hacia él mientras su padre venía a su encuentro. Cuando estuvieron a poca distancia el uno del otro, el padre experimentó tal nostalgia de ver a su hijo que temió no tener fuerzas para recorrer las últimas leguas que los separaban. Por su parte, el hijo experimentaba tan viva nostalgia que no sabía cómo dominarla, tenía la impresión de poder morir antes del encuentro. El padre y el hijo tuvieron que hacer un esfuerzo para calmar en su corazón la nostalgia que los destrozaba. Acertó a pasar un caballero, tomó al hijo, y lo colocó en la grupa de su montura y en alocada carrera alcanzó al padre que proseguía su marcha. Del mismo modo, diría Rabbi Nahman, el Tzaddiq está separado del cielo por un velo; sin embargo se cree exiliado y sufre cruelmente su separación. Es indescriptible la nostalgia del hombre justo. El Bendito languidece por el deseo de volver a encontrar al hombre y parte hacia él. Llega un instante en que, estando cerca del lugar del encuentro, el Tzaddiq experimenta tal nostalgia que se vuelve incapaz de soportarla, en ese momento corre el riesgo de tropezar si no acierta a pasar alguien que lo reconforte con palabras o le ofrezca algún alimento; "el don, incluso material, es como si le hiciese pasar con alas de águila por encima de todos los obstáculos." (7)

       Según Casiano, Dios previene la voluntad del hombre, "la misericordia de Dios me precederá", dice el salmista (Cf. LVIII, 11). Pero Dios tarda, suspende su avance a fin de poner a prueba el libre albedrío de aquel que se dirige hacia Él. Así, el hombre no sufre sólo a causa de su debilidad, la experiencia de Dios es sin duda una de sus más crueles pruebas.

       La nostalgia se experimenta más fuertemente cuando el hombre trata de despojarse y penetra interiormente en el misterio de la pobreza que hace acallar los ruidos de los vanos discursos y de los parloteos interiores; todos los saberes de pacotilla se eclipsan. El hombre interior puede experimentar entonces cierta tristeza, la de haber consagrado mucho tiempo y energía a cosas inútiles. Pero sin duda es necesario errar largo tiempo antes de haber encontrado el atajo que permite descubrir el centro sin rodeos, percibir la llamada y experimentar la nostalgia de una dimensión todavía por conquistar. Un texto de origen egipcio, que permanece anónimo, de un aire un tanto pesimista, evoca la lentitud del avance humano:

  "Antes que la vida llegue a su perfección
Los dos tercios se han perdido.

El hombre pasa diez años como niño chico
Sin distinguir la muerte de la vida.

Pasa otros diez años instruyéndose 
Para conocer la vida...

Pasa otros diez años para llegar al término,
Antes de que su razón haya alcanzado la experiencia" (8)

       Es posible que el hombre experimente en los diferentes períodos de su vida la nostalgia de la divinidad o al menos del misterio de la interioridad. En algunos seres, como Kierkegaard o Berdiaev, esa nostalgia es sobrecogedora. En todo caso permite distinguir al hombre exterior del hombre interior y, de salida, sus antinomias y oposiciones.  

La conversión

       La llamada oída provoca una respuesta: "Tú me llamas, heme aquí; acudo." También podría decirse: "Yo me llamo a mí mismo" y responder será abandonar la periferia para penetrar en el interior.

       Antes de ponerse en camino, el hombre se mira, trata de conocerse y de saber quién es. Acercándose a sí mismo, se pone en presencia de la multiplicidad de sus "yo". Sufriendo cruelmente al verse como una hidra monstruosa, desea perdidamente conquistar su unidad. El desamparo sentido ante su propia visión lo propulsa hacia esta búsqueda. En ese instante último es cuando abandona todo para comenzar su búsqueda:

       "Todo lo abandonaron y le siguieron." Este texto evangélico (Cf. Mateo IV, 20) no significa forzosamente un cambio de lugar, de profesión, sino una opción por "lo único necesario", que reúne todas las energías latentes y las mueve de modo constante, incluso por la noche, durante el sueño. "Abandonarlo todo" significa despertar a sí mismo. Un contacto, incluso parcial, con ese despertar es arrancarse a la somnolencia y al olvido, es decir, un paso hacia adelante en el camino que conduce a la interioridad.

       El término que ha de emplearse aquí es el de conversión. El hombre se vuelve en sí mismo hacia si mismo. Se acerca a su fondo y comienza a unificarse. Todo se monopoliza en ese fondo y se fija en él. El propio intelecto comienza a descender al corazón, es el principio de una lenta y continua peregrinación hacia el centro.

       Esta conversión es un regreso en el sentido de que el viajero que descendía el camino va a volverse para ascenderlo: "Se trata, pues, de un regreso total que afecta tanto a la mente como al cuerpo y al corazón. " "Convertios y volved" (Isaías XXI, 12). "Convertios y vivid" dirá el profeta Ezequiel (XVIII, 32); en el Antiguo Testamento es frecuente la expresión "volver al Eterno", un sentido idéntico está contenido en el empleo de "regresar al Eterno". Estos textos son significativos, convertirse es "volver". Convertirse es hacerse vivo.

       Se trata de operar esa inversión a la que Platón alude en el Timeo (90 a). Ésta concierne al hombre en cuanto planta celestial cuyas raíces están en el cielo. Después de haber enumerado las tres especies de almas que poseen sus moradas particulares en el cuerpo. Platón sitúa el alma superior en la cima del cuerpo. 

"Nos eleva de la Tierra a causa del parentesco que tiene en el Cielo, en cuanto somos, no una planta terrestre, sino celestial... porque es allí arriba, de donde ha venido nuestra alma en su primer nacimiento, donde este principio divino aferra nuestra cabeza, que es como nuestra raíz, para levantar todo nuestro cuerpo". 

Como advierte Pierre Henri Hadot, esta imagen en la "planta celestial" ha de considerarse en dos aspectos. Uno subraya la oposición entre el hombre y la planta, la planta tiene sus raíces en la tierra, el hombre es un planta invertida en el cielo; el otro aspecto subraya el parentesco entre el hombre y la planta por el hecho de su verticalidad (9). La raíz es comparable a una boca que absorbe su alimento. En la tradición griega, la verticalidad implica la vocación contemplativa del hombre, su mirada tiende naturalmente hacia el cielo (10).

       Esta inversión de las raíces provoca una nueva alimentación interior y exterior y una nueva visión de la existencia; modifica las relaciones con los demás. El "converso" va a captar poco a poco lo que le conviene a su ser nuevo. Su boca retirada de lo terroso atrapa de un bocado un alimento sutil. Todo se ha invertido, lo alto aparece a partir de ahora como lo bajo y la izquierda como la derecha. 

A este respecto un texto apócrifo evoca la conversación mantenida por el apóstol Pedro durante su crucifixión cabeza abajo: dice a sus verdugos: "crucificadme... cabeza abajo, y no de otro modo; porque, voy a decirlo a aquellos que me escuchan" (11). Habiendo sido crucificado cabeza abajo, Pedro se dirige a los que lo escuchan y dice: "conoced el misterio de toda la naturaleza, igual ha sido el comienzo de todo. Así pues, el primer hombre de la raza de quien yo llevo la imagen, precipitado cabeza abajo, mostró una naturaleza diferente de la que era antaño... organizó todo el orden del mundo a imagen de su vocación... mostró derecho lo que es izquierdo, e izquierdo lo que es derecho; cambió todos los signos de su naturaleza, hasta el punto de considerar hermoso lo que no lo era y bueno lo que en realidad es malo... la manera en que me veis suspendido es imagen del hombre que nació primero." (12)

       Pedro desea enseñar a sus oyentes lo que es el hombre en el momento de su creación, ésta aparece como una caída. Descrearse será reencontrar una verticalidad inicial. Así, la conversión consiste en volver a poner de pie. Mas para quienes ignoran tal misterio, los hombres convertidos parecen locos, personajes de circo, como dirá también Bernardo de Claraval.

       Antes de su conversión, el hombre permanece en el estado primitivo e infantil de su conciencia. En el movimiento incesante de los acontecimientos exteriores e interiores recibe cierta luz (13), pero su estado de dualidad le impide retenerla; advierte su paso, luego se desprende de ella y la olvida. Todo cambia en cuanto descubre la riqueza de su interioridad. Llegado a un estado superior de la conciencia, se descubre a sí mismo en toda su amplitud. Ésta se le aparece comparable a la emergencia de continentes desconocidos que habrá que explorar. La sacralización de su ser le confiere amplitud. Experimenta en su interior su inmensidad y percibe centelleos de luz, especies de chispas que los gnósticos llamaban sustancias luminosas, a las cuales aludieron los alquimistas, y Jung las comenta inspirándose en la Aurora Consurgens. Estas formas centelleantes corresponden, según Jung, a las ideas platónicas, a los arquetipos. Las imágenes eternas a las que se refiere Platón se inscriben en lo supraceleste y dan fe del Espíritu que llena el Universo, La Ruach Eiohim anima el alma del mundo. El espíritu humano que da fe del Espíritu es a su vez una chispa luminosa (14). Paracelso insiste en la presencia en el hombre del numen divino y del lumen naturale. El hombre no puede prescindir de él, pero la existencia de ese algo numinoso y la de esa luz existen independientemente del hombre mismo. Sin embargo hace falta que los descubra.

       Hay tres textos bíblicos que hay que retener aquí: 

"Et in lumine tuo videvimus lumen" (Salmo XXXV, 11). "Deus qui inhabitat lucem inaccessibilem" (II Epístola a Timoteo, VI, 16); "In ipso vita erat, et vita erat lux hominem. Et lux in tenebris lucet, et tenebrae eam non comprehenderunt." (Juan I, 4-5). 

La divinidad habita una luz inaccesible, pero en su luz vemos la luz, pues la luz es vida y la vida es la luz de los hombres. Esa luz brilla en las tinieblas, incapaces de recibirla. Así, cuando el hombre sale de su noche, el lumen naturale ilumina la conciencia y las scintillae son chispas, "luminosidades germinales" que lucen en la oscuridad de lo inconsciente (15).

       El hombre se descubre como una nueva tierra con corazón celeste y como un nuevo cielo. El cielo del hombre no es solamente portador de estrellas, posee su sol. Según Paracelso, existe en el hombre "un sol invisible, desconocido para la mayoría" (invisibilem solem plurimis incognitum) (16). En la tierra, el sol visible propaga su claridad. En el hombre, su sol irradia también su luz, pero es invisible para los ojos exteriores y por consiguiente es desconocida para la mayoría de los que no han llevado a cabo la experiencia suprema de la conversión. "Ojalá no olvide en las tinieblas lo que he visto en la luz" decía Coventry Patmore. Esa es la oración del nuevo convertido.

       Aquel que, después de su conversión, emprende el cegador viaje que lo conduce al interior, no busca ningún camino de regreso cuando ha encontrado ya su centro. Allí alza su tienda: "no regresa, el que regresa, más que si está a mitad de camino" (17). Lo trágico seria creerse llegado al espacio interior cuando se está todavía en camino. ¿Cómo darse cuenta de ello? Sin duda por la libertad experimentada interiormente. Libertad no sólo con respecto a los choques vinculados a los acontecimientos exteriores, a la huella de las pasiones, sino también a las emociones, a menudo más sutiles que toscas, que oscurecen la visión y aminoran el paso. Penetrar en el interior obliga, para mantenerse en él, a caminar por el filo de una navaja, es decir, un estado de vigilancia y atención continua. 

El secreto

       El hombre se ha convertido y está de regreso, toma conciencia, al diferenciarse, de su singularidad. Por ello mismo se evade de los datos colectivos. Esta diferenciación culmina en una especie de puesta a parte que no puede engrandecer su orgullo; muy al contrario, se inserta en una profunda humildad. El sujeto llevará a partir de ahora, en el sufrimiento y en la alegría, el secreto de una búsqueda y un encuentro.

       Igual que, para Kierkegaard, el hombre ha de convertirse en contemporáneo de Cristo en el instante, y sólo es verdaderamente cristiano al convertirse en ello, el hombre, al descubrir lo Absoluto, se hace presente en esa Presencia y su interiorización es un perpetuo devenir. A partir de ese momento se adquiere una libertad nueva, que se expresa en la tragedia de la soledad. También acerca de esto es Kierkegaard singularmente esclarecedor. El hombre se percibe en la angustia del aislamiento y del desamparo que lo acompaña. Cuando Abraham parte de su casa para sacrificar a Isaac, no dice nada a nadie, no da parte del sacrificio que va a llevar a cabo ni a Sara ni a Eleazar. Nada le dice al joven Isaac. "La relación con lo Absoluto es el ámbito de la gran soledad en el que las voces humanas se han acallado. El existente no se refleja en sí mismo, ni en los demás, sino en Dios y sólo en Él, Él entra con El en una nueva relación privada; Él le habla en segunda persona" (18).

       Estas palabras de Michel Cornu precisan el texto de Kierkegaard acerca de Abraham, que desea cumplir la voluntad de Dios sin preguntarse por ello si esa voluntad que él va a seguir hará de él un asesino. La decisión tomada por Abraham no puede introducirse en lo general, que él supera por su obediencia. Apartándose de lo general, se ve introducido simultáneamente en lo particular, que lo aísla y por ello mismo lo inquieta, pues sólo lo general es tranquilizador. Lo mismo ocurre en el contacto con la interioridad en el que se capta la dimensión de la profundidad; hay necesariamente una salida de las categorías de lo general, es decir de las finitudes temporales. El sujeto toma conciencia de su propia vocación, que lo introduce en una vía que es propiamente la suya y no la del otro. Precisamente por ello penetra en el silencio. Toma conciencia de su irreductible diferencia. Ésta no perjudicará su relación con los demás; le conferirá, por el contrario, una dimensión original y plenaria; el carácter "único" de un ser interiorizado manifiesta lo esencial. 

En cambio, revelando su secreto, se suscitaría inmediatamente un peligro: el contacto interior aparecería roto. Así, conviene aceptar duraderamente ese incógnito. Kierkegaard concede tal importancia al secreto de la relación permanente con el infinito, que se abandonará a cierta crítica de la vida monástica; retirándose del mundo, los monjes le parecen manifestar en el exterior lo que deberían mantener secreto: "El verdadero sentimiento religioso consiste en la interioridad oculta" (19). Kierkegaard olvida que las comunidades monásticas reúnen hombres que llevan cada uno su propio secreto en el sentido del profeta Isaías, diciendo: "Mi secreto es mío" (XXIV, 16). Es bueno que en el exterior se sepa que hay testigos de la sabiduría oculta. Por lo demás, los monjes no poseen el monopolio del secreto. 

En todas partes hay "hombres de bruma", para emplear el lenguaje de Heráclito, que es difícil reconocer. En pueblos, villas y ciudades, en montañas, valles, desiertos y bosques, a lo largo de las orillas de los ríos, viven seres en el secreto de una búsqueda y de un encuentro. Se mezclan a veces con los demás hombres y no se distinguen de ellos sino por ese misterio secreto que guardan discretamente en su corazón. Permanecen callados: el que está bebiendo no puede hablar cuando bebe. Cuando tienden a otro una copa llena, sonríen con la dulzura de alguien que transmite un don recibido.

       El secreto es comparable al huevo incubado en un nido por la gallina. La gallina se va de allí para comer y para mezclarse con sus congéneres, pero nunca se distrae de él, su corazón no deja de escuchar. En el libro chino La Pildora de Oro, se dice: "La razón por la que la gallina puede incubar es la energía del calor. Sin embargo, la energía del calor, puede tan sólo calentar las cáscaras pero no penetrar en el interior". Ella (la gallina) lo hace por medio del oído. Concentra así su corazón entero. "Cuando el corazón penetra, penetra la energía y el polluelo adquiere la energía del calor y toma vida... La concentración de su espíritu no conoce interrupción" (20). 

La gallina no tiene por qué decirles a sus congéneres que está incubando; sus congéneres, por lo demás, no se preocupan demasiado de ello, están ocupados en sus propios asuntos. En eso los hombres se asemejan a las gallinas. ¿Quién se preocupa de aquel que está habitado por un secreto? Por el contrario, se alejan de él, pues es difícil aceptar diferencias que nunca son tranquilizadoras. Además, el hombre no convertido interiormente no se interesa más que en sí mismo.



 MARIE-MADELEINE DAVY 
1903-1998

  

Masonería Cristiana



Notas

(1) Traite du Désespoir, Trad. Knuk Ferlov y J. Gateau, París, 1939, p. 62.  

(2) Véanse, sobre este tema, las sugestivas páginas de Michel Cornu, Kierkegaard et la comunication de 1'existence, Lausanne, 1972, pp. 22-23.

(3) Cf. J. Starobinski, Kierkegaard et les masques, en Nouvelle Revue française, 13, nos. 148-149, París, 1965, p. 609.

(4) Véase la interpretación de Michel Cornu, Ibíd., pp. 81-82. 14

(5) Cf. Starobinski, Les masques du pécheur et les pseudonymes du chrétien, en Revue de théologie et de philosophie, 1936, IV, p. 335.

(6) San Bernardo, Sermones sobre el Cantar de los Cantares, XLI, 2, P. L. CLXXXIII, 985 D.

(7) Cf. Maítres et disciples dans le Hassidisme, en Le Maítre spirituel dans les grandes traditions d'0rient et d'0ccident, textes reunís et traduits par Georges Levitte, Hermés, Le Maítre spirituel, 4, París, 1966-1967, pp. 62-63.

(8) Texto citado por François Daumas, Maítres spirituels de 1'Egypte ancienne, Hermés, Le Maítre spirituel, ibid., p. 21.

(9) Pierre Henri Hadot, L'home, "plante celeste", en Les Eludes philosophiques, 1961, 3. (Actes du XIe Congrés des sociétés de philosophes de langue francaise: La nature húmaine).

(10) Véanse, a este respecto, las comparaciones entre la planta y el hombre presentadas por el botánico alemán F. Michelis.

(11) Les Actes de Pierre, Intr. texte, trad... León Vouaux, París, 1922, p. 441.

(12) Ibid., p. 443 ss.

(13) C. G. Jung. Les racines de la conscience, trad. Y. Le Lay, París. 1971, PP. 506-507.

(14) Acerca de esto Cf. C. G. Jung, Ibíd., p. 509. Véanse, en particular, las notas 66-67-68.

(15) Véase C. G. Jung. Ibíd.

(16) Acerca de este texto, véase el comentario de Jung, Ibíd.

(17) Palabras de Louis Massignon.

(18) Cf. Michel Cornu, Ibíd., p. 84.

(19) Kierkegaard, Post-Scriptum, trad. Paúl Petit, París, 1941, p. 343.

(20) Lou Tsou, Le secret de la fleur d'0r, trad. de Liou Tse Houa, París, 1969, p.80

Decreto de Creación del Triángulo Masónico Rectificado "Jerusalén Celeste N°13"

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