lunes, 25 de mayo de 2020

CRISTIANO Y CRÍSTICO /Ramon Marti Blanco



Una pintura de Jesús apareciéndose a sus apóstoles después de su resurrección.
Duccio di Buoninsegna (c. 1255/1260, Siena - c. 1318/1319, Siena)



A la Gloria del Gran Arquitecto del Universo
CRISTIANO Y CRÍSTICO

Una puntualización. No solamente muchos masones andersonianos hacen esta diferenciación, entre cristiano y “crístico” sino también masones pertenecientes a Obediencias que se dicen “rectificadas”. Desgraciadamente he tenido que oír en más de una ocasión esa expresión en boca de masones que se dicen Rectificados, cuando anteponen la condición de iniciado por encima de la de cristiano.


Etimológicamente la palabra Cristo viene del griego Khristos (ungido) y ésta a su vez del hebreo “mashiach” que quiere decir: ungido de Dios. Cuando decimos “cristiano” o “crístico” estamos diciendo la misma cosa, o sea, que se relaciona con la persona de Cristo. La primera vez que aparece la palabra cristiano, nos viene indicada en la misma Biblia, en Hechos de los Apóstoles (11, 26) cuando dice: “Y sucedió que estuvieron ellos unidos en la Iglesia durante un año entero y adoctrinaron a una multitud considerable, y por primera vez allí en Antioquía los discípulos fueron llamados cristianos”.


Lo que sucede es que en la actualidad se utiliza la palabra “cristico” para definir un cristianismo de perfil bajo, como para definir una suerte de “sub-cristianismo” o “cristianismo minimalista”, definición que trata de eludir el compromiso que supone el hecho de decirse y sentirse cristiano, o seguidor e imitador de Cristo que viene a ser lo mismo.


Esta expresión de “crístico”, por desgracia la he oído emplear tanto en masones andersonianos, como en masones Rectificados desviados, que la utilizan para marcar distancias con aquellos como nosotros, que ponemos por delante nuestra condición de cristianos por encima de cualquier otra consideración. O ¿es que acaso cuando somos iniciados en el Rito Escocés Rectificado –en el juramento que formulamos en el grado de Aprendiz- no afirmamos nuestra condición anterior de cristianos?


Así pues, Queridos Hermanos, refiriéndonos al Rito Escocés Rectificado, estamos hablando, con toda simpleza, pero con toda rotundidad, de un rito masónico cristiano.


Barcelona, 13 de Mayo de 2020, año de la Verdadera Luz, 6020 en modo masónico

Ramon  Martí Blanco


Masonería Cristiana
Ramón Martí Blanco

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domingo, 17 de mayo de 2020

La noción de "orden" en la francmasonería / Eduardo callaey







Los propios masones llamamos a la masonería “La Orden”. ¿Qué queremos significar con este término? Hace tiempo incluí un artículo referente a este tema en "Las Claves Históricas del Símbolo Perdido" (Nowtilus, Madrid, 2010). Me pareció interesante recrear el artículo agregándole algunos conceptos de Jean-François Var. Veamos


 “La Orden”… Esta es la forma abstracta con la que los masones denominamos a la institución francmasónica. Cuando nos referimos a la masonería, o cuando queremos mencionar a la institución de la que formamos parte, decimos simplemente “La Orden”. Pero, ¿Qué hay detrás de esta palabra? ¿Qué es una Orden? ¿Por qué los francmasones utilizamos este término? ¿Qué significa y que implica ser iniciado francmasón?


Podríamos comenzar definiendo el término: Orden, “del latín, ordo, clase, categoría, regla establecida por la naturaleza, también uno de los siete sacramentos de la Iglesia, disposición de las cosas de acuerdo a un método”.


En la historia de Occidente podemos hallar este concepto de ordo utilizado en diferentes campos, desde lo religioso y lo político hasta el arte y la arquitectura. Podríamos analizar cualquiera de estas acepciones y en todas encontraríamos relación con la francmasonería, pero a los fines de nuestro trabajo merece nuestra atención aquella que estableció Johnson al decir que: “…Una Orden puede definirse como una hermandad, sociedad o asociación de ciertas personas, unidas por Ley y Estatutos peculiares a la sociedad, que persigue un objeto o designio común, y se distingue por sus costumbres particulares, insignias, divisas o símbolos…”[a] 


Albert Gallatin Mackey nos aporta una segunda definición al decir que “… una Orden es un gobierno regular o una sociedad de personas dignificadas por marcas de honor y una fraternidad religiosa…” En cualquier caso Orden implica una regla y esta, a su vez, impone un pacto de adhesión. En la francmasonería este pacto está sellado por un acto solemne denominado “iniciación”. De tal modo que podríamos afirmar que la francmasonería no es una organización basada simplemente en ese pacto societario de adhesión sino que constituye –en palabras de Javier Otaola- “…una forma de asociacionismo muy particular…” puesto que la masonería “…se vincula necesariamente, por definición, con una tradición profesional anterior a los socios que la componen y a una especie de mandato constituyente tácito del que no puede apartarse sin perder su propio sentido y carácter iniciático…”[b]


Ese componente constitutivo está contenido en aquello que los masones denominados “Antiguos Límites”, junto con los rituales, los usos y costumbres y el lenguaje simbólico que otorga a la francmasonería su particular distintivo metodológico. Este conjunto de reglas y prácticas es el que distingue a la Orden Masónica de otras asociaciones profesionales que devinieron en gremios por carecer justamente de este componente particular.


Si bien no existe un desarrollo histórico preciso de la Orden, ni un criterio unificado acerca de sus orígenes, parece muy probable – a la luz de la investigación presentadas en mi libros anteriores- que haya recibido, a lo largo de su historia, la influencia de otras órdenes religiosas cristianas de las que tomó ciertas características.


Las órdenes monásticas surgidas en la alta edad media se extendieron a lo largo de Europa y no sólo marcaron el rumbo del primer milenio de la cristiandad sino que monopolizaron en sus claustros la educación de la elite intelectual y moral de la civilización europea. Los hombres que ingresaban en estas estructuras eran individuos capaces de sostener un compromiso mayúsculo en contraposición a aquellos que permanecían en el “mundo profno” o en el clero secular.


Del mismo modo que estas órdenes religiosas tenían un objeto y una razón de ser que les era propia, la francmasonería no puede entenderse apartada del método iniciático ni del sistema simbólico-alegórico en el que basa su doctrina. Pero tampoco puede comprenderse si la apartamos de su potencial transformador de la sociedad a través de la influencia decisiva de sus hombres.


Si reflexionamos acerca de cuántos postulados y objetivos sustentados en el pasado por la francmasonería son hoy patrimonio de la humanidad y si pudiésemos imaginar el inmenso número de voluntades que han debido concentrar un esfuerzo sostenido para llevarlos a cabo, entonces no resulta difícil concebir un concepto de Orden ideal más allá de las múltiples expresiones del campo masónico.


Constructores por definición, los francmasones han creído y creen en un orden social más justo y en un mundo fraterno. La búsqueda de ese orden es inherente a la práctica masónica. Pero, como lo señalara Jean Mourgues, “...sólo escogemos a los constructores que saben estar por encima de las disputas de escuelas, La perfección de la Orden colectiva se basa en la calidad de los hombres que han de construirla...”[c]


Nos hemos acercado al significado que adquiere la palabra “Orden” entre los masones. Llegado este punto, conviene ahora dar la palabra a una de las autoridades más destacadas en el ámbito de la masonería cristiana. Nos referimos a Jean-François Var eeferente ineludible del Régimen Escocés Rectificado. Dice Var:



LA NOCIÓN DE ORDEN EN EL RÉGIMEN ESCOCÉS RECTIFICADO
(Traducción de Ramón Martí Blanco)


Este tema de estudio podría también, dadas las características propias del Régimen, y en especial su constitución orgánica, ser formulado de la manera siguiente:



Relaciones de la Caballería y la Masonería
en el Régimen Escocés Rectificado.


Tal formulación, que cuadra perfectamente con los textos doctrinales del Régimen y se inspira en ellos, pone límites al campo de reflexión:


-   este campo está circunscrito al Régimen Escocés Rectificado, por tal de no dispersarse en consideraciones tan extensivas y por tanto (y forzosamente) imprecisas sobre todos los aspectos multiformes que podrían ser englobados en un estudio demasiado generalizado;

-         esta reflexión llevará a los orígenes principales del Régimen, con el fin de dar luz sobre las realidades presentes y conferirles su sentido pleno.


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En los textos doctrinales del Régimen, se afirma la existencia de una «Orden sublime, secreta, primitiva y fundamental», poseyendo cada uno de estos calificativos un significado preciso, no circunstancial y relativo a la esencia de lo que se trata[1]. Los mismos textos la denominan también «Alta y Santa Orden», denominación importante a tener en cuenta a lo largo de la exposición.


 De la Orden así calificada se derivan, si tomamos como punto de partida las realidades presentes por movimiento retrógrado, como así procede:


1 La «Orden Bienhechora de los Caballeros Masones de la Ciudad Santa», dicha también «Orden de los Caballeros Bienhechores de la Ciudad Santa» del Régimen Escocés Rectificado;

2 La Masonería que, en la «genealogía de la iniciación»[2], le es a la vez anterior y posterior.



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Esta Orden sublime, secreta, primitiva y fundamental tiene su carta de naturaleza en cuanto a realidad primera en un orden –y en una Orden- en sí misma, de la que es preciso elucidar la noción.


«Orden» viene del latín Ordo, que se encuentra por su parte en relación con el griego orthos, que quiere decir «derecho», o también «justo», y esto de dos maneras:


a)      en el sentido «vertical», «de pie», que evoca directamente la divisa Adhuc Stat; en las Santas Escrituras, es decir «justo» el hombre que se tiene de pie y derecho ante la Faz de Dios;

b)      en el sentido de «equitativo» e «imparcial», que evoca directamente la virtud de Justicia[3]; y también en el sentido de «exacto», que nos lleva a la calidad de precisión[4].

Ordo tiene por otra parte el mismo origen etimológico que el verbo orior (oriri) que significa «elevarse», «dirigirse». Ningún cristiano ignora que Oriens («Oriente») –palabra por palabra «aquel que se eleva»[5] («Naciente»)- término que designa geográficamente un punto cardinal o también una «orientación» cartográfica, lleva analógicamente y simbólicamente, a Cristo, del que éste término es un nombre, nombre celebrado en la liturgia cristiana por la quinta Gran Antífona antes de Navidad[6].


Resulta pues de lo que precede que la noción de orden se organiza según dos ejes –podríamos decir dos «ordenamientos»- uno horizontal y otro vertical.


Esta noción implica a continuación la idea de un funcionamiento «regular», es decir que obedece a leyes y reglas. Este funcionamiento regular es por definición un funcionamiento «justo», o sea coherente, equilibrado, e igualmente armonioso, y como consecuencia apacible. Así, la idea de «armonía» y la de «paz» están incluidas en la de orden.


Añadiremos que si el orden es auténtico, y no ficticio o incluso impuesto –es decir, en los dos casos, mentiroso- es por naturaleza «bello y bueno». Detengámonos en este asunto unos instantes.


Cuando caracteriza a la naturaleza creada, es decir, al mundo, los Griegos designan a este «bello y buen orden» por el término Cosmos. (Mundus tiene por otra parte el mismo sentido en latín). Es importante precisar al respecto que el «orden cósmico» del que aquí se trata no es en absoluto el orden cosmológico, al que casi siempre el pensamiento contemporáneo se refiere, sea deliberadamente o por irreflexión: por lo que a mí respecta entiendo por esto un orden que sería producido por la naturaleza misma como si ésta poseyera capacidad ordenadora. Conforme a la Tradición, el orden cósmico, es al contrario la naturaleza arreglada y dispuesta en bello y buen orden por un Agente que le és exterior y superior, es decir: Dios Creador.


Ahora bien, «bello y bueno» se dice en hebreo Tov. Tal es precisamente la constatación impregnada de satisfacción, podríamos decir incluso de admiración, que Dios emite ante su obra. Como lo relata el Libro del Génesis en su primer capítulo, en siete ocasiones el Creador constata la «belleza-bondad» de su creación. Las seis primeras veces, exclama Ki-Tov, literalmente: «¡Qué bello-bueno! (es esto)». Luego, en la séptima, considerando su obra terminada, señala: Tov-Meod, lo que las Biblias francesas traducen por «muy bueno», pero que significa en realidad «bello y bueno supremamente», o quizá mejor «superabundantemente»[7].


No deja de ser interesante observar de pasada que el valor gemátrico de Tov, que es 17, es también el valor de Ieshua, Jesús[8]. Ahora bien, sabemos que la identidad de valor gemátrico de uno o varios términos manifiesta una similitud en profundidad de las realidades que estos términos designan. Así pues, esta Belleza-Bondad que transparenta (en el sentido de «aparecer por transparencia») en el mundo, es el Cristo-Logos subyacente al mundo, simultáneamente en tanto que ordenador del cosmos y en tanto que orden del mismo cosmos. (Pues el Logos –luego volveremos sobre ello- es la Ley de leyes del mundo).


No deja tampoco de ser interesante observar, que encontramos un reflejo de esto en el pensamiento antiguo. En la concepción griega, el ideal de hombre al que cada uno se debe esforzar por aproximarse es calificado de kaloskagathos, «bello y bueno», noción idéntica a la que acaba de ser descrita. Resulta de ello que la perfección original del hombre primero es verdaderamente una realidad única, accesible al conocimiento, sea por la revelación (las Escrituras), o por la reflexión (que es también una forma de revelación).


Para volver a la noción de orden, destaquemos todavía que incluye la idea de un mandamiento (de una «orden») dada por un superior, el cual es de algún modo la encarnación de la ley o la regla.


Finalmente, y éste no es el menor de sus aspectos, esta noción lleva de una manera general a lo sagrado, aspecto que, en modo eclesial, encuentra su declinación en el «sacramento del orden», el cual es indispensable mencionar, sin hacer tampoco mayores desarrollos que no son objeto del presente estudio. Sin embargo podemos recordar la denominación Alta y Santa Orden, mencionada al principio.


Todo esto pone en evidencia que la noción de orden, y así pues de la Orden, se relaciona con la acción del Creador en el Universo, Aquel que los Masones denominan el Gran Arquitecto del Universo por la precisa razón, que en el ámbito que les és propio, contemplan al Dios Creador y no, por ejemplo, al Dios Redentor, relacionando solamente su actividad particular a su acción creadora. Es de ésta última que resulta la orden de creación, este «bello y buen orden» siendo producida por Aquel del cual provienen toda belleza y toda bondad.


Ahora bien, el Creador, es el Verbo divino, el Logos, fundamento y principio de todos los principios, de todas las leyes y de todas las relaciones entre las cosas y los seres. El Orden –y todo lo que les es relacionado- es la marca y el sello del Verbo Creador.


Aquí, se impone una precisión. La acción del Verbo es inseparable a la del Padre y a la del Espíritu Santo. Pero siendo inseparable, ella es distinta. El Padre es Fuente de todo, y actúa por el Verbo y por el Espíritu; el Verbo construye; el Espíritu vivifica y Él santifica. Como ya he señalado en multitud de ocasiones, la Masonería es del ámbito de la acción del Verbo, no es ámbito de la acción del Espíritu, siendo éste ámbito, en primer lugar, la Iglesia.


Es la razón por la que los juramentos masónicos son tomados, y no pueden ser tomados de otra manera, conforme a la tradición, que sobre el Prólogo del Evangelio según san Juan, en el que se proclama teológicamente el Verbo Pre-Eterno, a la vez Verbo Creador y Verbo Encarnado[9].


Desarrollemos este punto. Toda acción en el mundo debe ser conforme al orden divino, ella debe ser ordenada o «en orden» (idea que volvemos a reencontrar en la fórmula «a la orden»). Tal es el estado primero de la regularidad.


Con la «función», franqueamos un grado más en la coherencia y la cohesión: pasamos del ordenamiento a la regulación. En efecto, la función sólo puede ejercerse en el seno de una «organización» o mejor aún, de un «organismo», ser estructurado y vivo, dotado de identidad propia, movido por principios directores y obedeciendo reglas específicas que condicionan su permanencia: sin estos principios y reglas, deja de existir. Principios, reglas, funciones, identidad propia no reducible a otra: tales son las características de una Orden.


Añadamos que hay varias categorías de Ordenes, que van de lo profano a lo sagrado. «Profano», en especie, no es un calificativo peyorativo, es únicamente designativo, y sinónimo de secular. Las Ordenes de la antigua Francia, en tanto que eran constitutivas de la sociedad, eran «seculares» o «profanas». Sin embargo, podemos ver a continuación, que si ciertas Ordenes son puramente profanas, otras son a la vez profanas y sagradas. La Iglesia por ejemplo, es las dos cosas a la vez: es sagrada por su origen y función, ella no es del «mundo», pero es profana y secular por que opera «en el mundo».


La Orden masónica y la Orden Caballeresca, en cuanto a ellas, se inscriben ambas en lo sagrado, más exactamente en lo sagrado religioso, puesto que ambas son cristianas, por origen y por destino. Todas dos tiene la misma Cabeza: Cristo. Las dos tienen pues una naturaleza religiosa. Pero sus funciones, las de una y otra, no son religiosas. Esta distinción entra naturaleza y función es capital. Su olvido es el origen de cantidad de concepciones confusas en las que todo se mezcla en un barullo inextricable que hace el mayor de los males a la verdad confundiendo el espíritu de demasiados Masones –y de no Masones- mal aleccionados.


Insistimos en ello: la naturaleza es una cosa, la función es otra. La naturaleza de la Orden masónica es religiosa, la naturaleza de la Orden caballeresca es religiosa, puesto que ni una, ni otra pueden concebidas ni pueden funcionar independientemente de Cristo y fuera de él. Por tanto, solamente la Iglesia de Cristo tiene una función religiosa; la Orden masónica y la Orden caballeresca, no. Por decir las cosas crudamente, ni una ni otra celebran ni administran los sacramentos.


¿Cuáles son pues las funciones de una y otra? La función de cada una –irreducible a la de la otra- es una declinación particular de la acción de Cristo: es un modus operandi específico a cada una de estas dos Ordenes, caracterizado por un doble hecho –esto es de importancia capital: El que actúa es Cristo, y nosotros actuamos con Él. Nosotros somos, como dice el apóstol Pablo, sus cooperadores.



LA ORDEN MASÓNICA


La Orden masónica se sitúa en la línea recta de la acción creadora, organizadora y constructora del Verbo-Logos. Su función es la edificación, o reedificación del Templo: del templo del mundo o «templo universal», y sobre todo del «templo del hombre» o templo personal, o mejor aún templo interior.


Edificar (o reedificar) el templo, es -cada uno lo sabe- hacer de este lugar que es el mundo y de este lugar que es el hombre, la Morada de la Presencia divina. He desarrollado esto en otra parte, y no voy a volver a ello[10].


La obra propia del Masón, a la cual está dedicado (en sentido propio: «dedicado por sus votos»), es la de edificar (la de reedificar) su templo interior. Ahora bien lo que es interior es superior o elevado, de igual modo que lo que es exterior es inferior. «Elevado» se dice en latín excelsus, y podemos considerar que el templo existe desde que los ángeles, los hombres y toda la creación, pueden cantar: ¡Gloria in excelsis Deo!


El templo es forzosamente «elevado» en los dos sentidos del término; a saber erigido, construido, y también situado en «un lugar muy alto». Es el caso del templo de Jerusalén, de tal manera, que para ritmar las procesiones que suben los escalones, cantan los «cánticos de los escalones» o «de la subida».


Pero esta altitud topográfica era la «figura» de una altitud de naturaleza absolutamente distinta, en virtud de la cual el templo es «el cielo sobre la tierra». He aquí uno de los significados de la divisa Meliora Praesumo cuya traducción francesa deliberadamente desplazada: «Entreveo más grandes cosas», nos lleva, por razón de la aparente inexactitud terminológica, a una pertinencia espiritual singularmente movilizadora.


No olvidemos tampoco, que si esta edificación (o reedificación) del Templo es obra colectiva y de equipo, sin embargo conduce a un resultado personal: el templo del hombre. Pero este resultado personal es también absolutamente universal: pues el templo del hombre,  es el Cristo morando en el hombre, y el hombre en Cristo[11].


He aquí por que el hombre-Hiram, imagen del Cristo-Hiram[12] es «levantado», a fin de ser «elevado». A continuación podremos cantar: ¡Gloria in excelso Deo! Gloria a Dios en «aquel que es elevado».


Así pues, la Orden masónica funciona según la Justicia en sus dos dimensiones descritas al principio de esta exposición, la horizontal y la vertical, que según la manera en que sean juntadas, forman una escuadra o bien una cruz.


Y repitámoslo: su objeto es la elevación.


LA ORDEN CABALLERESCA


La Orden caballeresca funciona totalmente diferente: por identificación con el Verbo Encarnado en tanto que Cordero que da su Vida por la vida de otro. Cordero, en primer lugar sacrificado, luego triunfante. Como Él, el caballero desciende en el mundo, no al mundo de los orígenes sino al de la caída, mundo que ya no es cosmos sino caos y desorden. El caballero combate este mundo, lo que es de orden de la justicia, para socorrer a los pequeños, a los débiles y los humildes, lo que es de orden de la compasión y la misericordia.


El caballero defiende los «santos lugares», los cuales son, en realidad, los hombres creados a imagen de Dios que estos lugares santos designan figurativamente. Se esfuerza en protegerlos, por su cuenta y riesgo, del contagio del «misterio de la iniquidad», de los asaltos de «la abominación de la desolación» que trata de establecer su residencia en este lugar santo que es el hombre.


Tal es, bajo todos estos aspectos, la «guerra santa» que el caballero lleva.


La caballería se modela pues en el comportamiento divino, ella es Imitatio Christi. ¿No es acaso el Cristo presentado por los textos medievales como el más perfecto de los caballeros, el caballero por excelencia?


Es por lo que el estado de caballero es una cualidad personal, en que es una cualidad que cumple y perfecciona la persona –lo que ésta no puede realizar si no es modelándose en Cristo. El caballero actúa en persona y en unión con la Persona de Cristo. Lo hace por la justicia en la misericordia, o mejor dicho, para y por una justicia misericordiosa.


No obstante, en la perspectiva histórica cristiana, constatamos que estas «personas» que son los caballeros se unen en Ordenes, que responden a todas las características anteriormente definidas como específicas a las Ordenes. Estas Ordenes son Ordenes religioso militares, «religioso» relacionándolas con su naturaleza y «militares» a su modo de acción, que es a la vez la guerra santa tal como la hemos analizado y al combate por la «defensa de la religión cristiana».


La Orden de los Caballeros Bienhechores de la Ciudad Santa, a ejemplo de estas Ordenes religioso militares, y singularmente a la del Temple, «con la que tiene la mayor de las afinidades», «deriva de la antigua Orden general de la caballería». Esto es lo que nos enseñan los textos. La cuestión es entonces saber lo que conserva de común con estas Ordenes «históricas» y en lo que se diferencia.


Su naturaleza es y lo continúa siendo religiosa; no puede ser de otra manera. En contrapartida, no tiene existencia social; en tanto que Orden, no forma parte integrante de la sociedad. El plano en el que se sitúa y actúa, es el de la ciudad de Dios, el de la Ciudad Santa.


Por añadidura, su «estado militar [...] ha cesado». Se continúa dedicando al combate, pero este combate es puramente espiritual, es el de la fe. Despojada enteramente, en sus razones de existencia, de toda contingencia histórica y social, nuestra Orden constituye una «milicia Espiritual», la de los milites Christi, los soldados de Cristo.


«Espiritual» no quiere decir, no lo ha querido decir nunca «desencarnada». Si la Orden no tiene existencia social ni ejerce acción social, por el contrario tiene el deber de actuar en la sociedad. «La fe que no actúa, ¿es una fe sincera?»[13] El combate de la fe es inseparable del de la caridad.


La Orden debe pues, por fidelidad hacia sí misma y hacia Aquel que es su jefe, practicar esta beneficencia que figura en su titularidad. Es para sí misma, en tanto que Orden cristiana, como para cada uno de aquellos que se han comprometido en sus filas, un deber de estado. La beneficencia, en este caso, no es solamente una obligación moral, es una exigencia espiritual que se desprende de la naturaleza misma de la Orden. Ella es en efecto la declinación práctica de la caridad, que conforme a las enseñanzas del apóstol Pablo, es la más alta de las virtudes teologales, aquella que «no pasará jamás»[14]; de la caridad deificante, que da conforme a Dios, pues «Dios es Amor»[15].


Tales son las características de la Orden masónica, y de la Orden caballeresca. Las bases de estas dos Ordenes son las mismas, o quizá mejor tienen la misma y única base, que es el Cristo, Hijo y Verbo de Dios: Verbo Creador y Verbo Encarnado. De donde la relación de analogía, incluso de equivalencia, entre, primeramente, las siete virtudes cristianas: las cuatro virtudes cardinales, explícitamente denominadas «masónicas» por nuestros rituales, y las tres virtudes teologales, indicadas por sus iniciales en el cuarto tablero del grado de Maestro Escocés; en segundo lugar, las siete armas del caballero; y en tercer lugar, los siete dones del Espíritu Santo[16].


La realidad energética profunda, el motor de su acción es idéntico: es lo que el Régimen llama la Iniciación, socorro otorgado por la Providencia para reparar los efectos de la caída y puesto en práctica por el Cristo, que contemplado bajo este aspecto, nuestros textos doctrinales denominan el Gran Reparador[17]. De donde una identificación en profundidad, más allá de las distinciones de forma y acción: «La verdadera Caballería era la verdadera Iniciación o verdadera Masonería, palabra que se ha convertido en sinónimo».


Hay igualmente unión –sin confusión- de las dos cualidades, la de masón y la de caballero. La aspiración del masón –y no se es masón en plenitud si no se es cristiano, es decir rectificado[18]- aspiración anunciada, pero todavía confusa y casi inconscientemente en ese estadio, por la divisa Meliora Praesumo, es la de hacerse «reconocer como un verdadero Caballero Masón de la Ciudad Santa».


Hacerse reconocer como tal, se dice, formulado de otra manera: «construir constantemente en el Templo del Señor». Tal es la operación que revela –y que cumple- la cualidad de Caballero Masón de la Ciudad Santa en todas las implicaciones de esta denominación.


Esta operación consiste en tres obras:
-         el culto al verdadero Dios;
-         el amor al prójimo;
-         el combate contra el reino de las tinieblas[19].

Esto es, «remontarse al objeto primitivo de la iniciación masónica».

Esta remontada no puede en ningún caso ser egoísta y no puede continuar siendo abstracta; debe dar fruto y por consecuencia ser concretamente altruista, y ordenada a la caridad:


«Nos encontramos situados entre la Iniciación simbólica y la Iniciación perfecta, para ayudar a remontarse hasta la Orden primitiva a aquellos que la divina misericordia llama».
Podemos dar a esto la formulación siguiente:



restablecer la unidad armoniosa y visible de la Creación,

sea esta el universo o la sociedad humana, que se reflejen una a otra, y sean su espejo.

O incluso:


rehacer de la Creación una Orden,
o el Hombre sea a la vez:

-         constructor del templo real y no figurativo, «Masón de la Ciudad Santa»;
-         soldado, defensor y guardián del orden cósmico restaurado;
-         y sacerdote, celebrando la liturgia cósmica por la que Caeli et Terra enarrant Gloriam Dei[20].

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[1] La profundización y desarrollo de estas significaciones podría ser objeto de útiles estudios particulares.
[2] Consultar mi estudio La iniciación y Cristo (publicado en el compendio de Ponencias de Manresa-2008).
[3] Cf. en anexo las Apreciaciones sobre la justicia.
[4] Todos los significados relativos a la justicia y precisión se encuentran reunidos en la noción de ortodoxia, que designa a la vez la “justa opinión”, así pues, en lenguaje cristiano, la “justa confesión de fe”, y la “justa glorificación” de Dios.
[5] O también “el Germen”, “aquel que germina”, que profetiza Isaías.
[6] Cf. mi estudio L’Orient spirituel du Maçon rectifié.
Recordemos cuáles son estas antífonas, dichas también “de los grandes ¡Oh!” o también de los “Nombres divinos”:
Primer Nombre divino:        ¡Oh! Sabiduría (17 de diciembre)
Segundo Nombre divino:   ¡Oh! Adonaï (18 de diciembre)
Tercer Nombre divino:       ¡Oh! Vástago de Jessé (19 de diciembre)
Cuarto Nombre divino:       ¡Oh! Llave de David (20 de diciembre)
Quinto Nombre divino:      ¡Oh! Oriente (21 de diciembre)
Sexto Nombre divino:         ¡Oh! Rey de las Naciones (22 de diciembre)
Séptimo Nombre divino:    ¡Oh! Emmanuel (23 de diciembre)
Octavo Nombre divino:      ¡Oh! Jesús (24 de diciembre)
Resulta adecuado observar de pasada que los siete primeros Nombres del Salvador son nombres substitutivos”, y que el octavo es su Nombre propio.
[7] En efecto, aquello que Dios da, lo da en superabundancia, con prodigalidad, sin retención. Dios no es nunca tacaño, como a menudo lo es el hombre. Podemos meditar con provecho la sucesión, a lo largo de la cronología de la creación según el Génesis, de estas constataciones hechas por Dios:
I.                     en el primer día, creación de la Luz (principal): primera constatación;
II.                   en el segundo día, separación de las aguas de por encima de las aguas, de encima del firmamento: sin constatación;
III.                 al tercer día, aparición de la tierra (lo «seco») desgajada de mitad de los mares, luego producción de los vegetales: segunda y tercera constatación;
IV.                 al cuarto día, producción de las luminarias en el firmamento de los cielos: cuarta constatación;
V.                   al quinto día, producción de los peces y las aves: quinta constatación;
VI.                 al sexto día, producción de los seres animados terrestres: sexta constatación; luego, creación del hombre «a imagen y semejanza» de Dios: aquí no hay constatación, sino bendición;
VII.               finalmente, Dios contempla su creación acabada: séptima y última constatación.
¿Por qué Dios, después de haber creado al hombre, no lo declara «bello y bueno»? Precisamente por que, habiéndolo creado a su imagen y semejanza, esto le llevaría a admirarse a sí mismo.
Precisemos, en efecto. Cuando Dios, expresándose en plural, dice: «Hagamos al hombre a nuestra imagen y según nuestra semejanza», los Padres de la Iglesia, afirman unánimemente, que es la Divina Trinidad el sujeto que habla, que se «constituye en su consejo», añaden algunos otros.
Ahora bien, ¿qué quiere decir substancialmente «creado a imagen de Dios»? La «imagen de Dios» es una realidad concreta: es el Hijo Pre-Eterno. Efectivamente, «el Hijo es la imagen de Dios invisible, el primogénito de la creación» (epístola a los Filipenses 1/15). El hombre es por consecuencia portador de la imagen del Hijo, a su vez imagen del Padre.
Para Dios, declarar al hombre «bello y bueno» equivaldría a declararse a sí mismo Bello y Bueno. Parecida actitud egocéntrica y narcisista de auto-admiración estaría absolutamente excluida por la misma naturaleza de Dios (o mejor dicho, su comportamiento natural): Dios es «todo amor», así pues totalmente altruista.
Dios admira, precisamente, el resto de su creación por que es diferente a Él. En efecto, aunque ella lleva su marca, no está creada a su imagen y semejanza, lo que queda reservado al hombre.
En contrapartida, si Dios no admira al hombre, sin embargo lo bendice. ¿Qué quiere decir esto? La bendición es una comunicación de energías divinas. Estas energías divinas están destinadas a poner en marcha el proceso por el cual la similitud exterior que une el hombre a Dios se convertirá en una identificación interior, es decir el proceso de «deificación».
Este proceso ha sido interrumpido por la caída, pero nunca abandonado por Dios. Ha sido precisa la Encarnación del Verbo, Hijo e Imagen del Padre, para volverla a poner en movimiento.
[8] Señalado por Michel Dorin, a quien lo agradezco.
[9] Cf. mi estudio De la Masonería cristiana a la Masonería rectificada.
[10] Cf. mi estudio El trabajo del Masón rectificado.
[11] Cf. mi estudio El Templo en la Tradición cristiana.
[12] Cf. mi estudio Qui est Hiram?.
[13] Racine Athalie, I, 1.
[14] 1 Corintios 13, 8.
[15] 1 Juan 4, 9.
[16] Recordemos estas relaciones según una tipología tradicional:
Dones                    Virtudes                                Armas
Temor de Dios     Templanza            Espuela
Piedad                   Prudencia              Coraza
Justicia                  Ciencia                  Guanteletes
Fuerza                    Fuerza                    Espada
Consejo                 Fe                           Casco
Inteligencia           Esperanza             Escudo
Sabiduría               Caridad                  Lanza
[17] Esta denominación que sorprende en nuestros días era de uso común en la «escuela espiritual francesa» en el siglo XVII. Se puede encontrar, entre otros, en Pascal y en Bossuet.
[18] Cf. mi estudio De la Masonería cristiana a la Masonería rectificada.
[19] Estas TRES obras puedan dar materia a desarrollos circunstanciados, que no son ahora oportunos.
[20] «Los cielos y la tierra cantan la gloria de Dios» (salmo 19, 2).
[a] Del vocablo “Orden”, Gallatin Mackey, Albert “Enciclopedia de la francmasonería”, (México, Grijalbo, 1981).
[b] Otaola, Javier, “La Masonería hoy, Razón y Sentido”, (San Sebastián, Haramburu Editor,1996) p. 41.
[c] Mourgues, Jean; “El Pensamiento Masónico”; (Madrid, Ediciones Kompas) pp. 35 a 42..



Fuente:
Este articulo fue publicado originalmente en el Blog: Temas de Masonería perteneciente al autor Eduardo Callaey , en fecha martes, Lunes 9 de enero de 2012


lunes, 11 de mayo de 2020

La historia del Ave María


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La historia del Ave María debe dividirse en dos partes: desde “Dios te salve María…” hasta “bendito es el fruto de tu vientre” es la parte primera y más antigua, y está compuesta por las palabras del evangelio de Lucas de la Anunciación (Lc 1, 28) y la bendición de Isabel (Lc 1, 42).
Desde los primeros siglos, el mundo cristiano usó el saludo del ángel Gabriel con intención cultual (son un ejemplo de ello varios himnos litúrgicos, entre ellos el más famoso es el himno Akathistos, que retoma continuamente el Ave de Gabriel celebrando a María en el misterio del Verbo encarnado). No obstante, sabemos también, de fuentes históricas, que en la Iglesia occidental, esa primera parte del Ave fue introducido, en el siglo VI, en la liturgia del IV domingo de Adviento y después en la de la Anunciación (siglo VII).
Hay que esperar hasta el siglo XI-XII para encontrar un uso generalizado y popular de la oración del Ave María (siempre hasta “bendito es el fruto de tu vientre”) y a menudo, en esa época, los concilios recomiendan que se enseñe a los fieles.
En esa misma época, en los monasterios, comienza la práctica del Rosario, llamado “salterio del Ave María” (había otro “salterio del Padrenuestro”): una repetición devota del Ave María, unas 150 veces, sustituyendo los 150 salmos (salterio) para los monjes que no sabían leer.
En el siglo XIV el “salterio del Ave María” se subdivide en 15 decenas, intercaladas con el rezo del Padrenuestro. En este periodo se difunde la leyenda de la institución del Rosario por parte de santo Domingo; en realidad, como hemos visto, el salterio mariano está documentado antes de santo Domingo, pero fue el y sus frailes predicadores los que, usando esta forma de oración, contribuyeron a su difusión.
En el siglo XV, la oración del Ave María fue completada con el nombre de Jesús (fruto de tu vientre …Jesús) y con toda la segunda parte: Santa María… (cuyo texto más antiguo parece que había sido formulado, un poco antes, en el santuario de la Santísima Anunciación de Florencia). De este periodo proceden los primeros intentos de conjugar el rezo del Ave María con la meditación de los principales misterios evangélicos, y el salterio mariano cambió de nombre, para llamarse “rosario de la bendita Virgen María”.
Finalmente, en 1569, el papa Pío V, con la bula Consueverunt romani pontifices, consagró una forma de Rosario que, prácticamente, es la misma que usamos aún hoy.

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domingo, 3 de mayo de 2020

Realización Iniciática y Misterio Cristiano | Pascal Gambirasio d'Asseux



Masonería Cristiana


Titulo Original en  francés:

Réalisation initiatique et Mystère chrétien

en español:
Realización Iniciática y Misterio Cristiano


ÉDITIONS TÉLÈTES, París, 2012

El presente texto, ampliamente corregido y aumentado para esta edición, 
apareció anteriormente en edición totalmente agotada bajo el título: 
La quetê initiatique dans le Mystère chrétien.

Traducción:
Ramón Martí Blanco



“Deja los muertos que entierren a sus muertos; y tú, ve, y anuncia el reino de Dios”
Lucas 9, 60


Primera Parte

Originalidad del esoterismo cristiano o la evidencia oculta



LA MORADA DE DIOS O LA LLAMADA DE LA PRESENCIA

“Venid, y lo veréis”

Estas son las palabras iniciales, inaugurales (e iniciadoras) de Cristo. Las dirige a los dos primeros futuros apóstoles –y así pues a la humanidad entera. Palabras fundadoras, palabras- claves que indican exactamente cómo deben actuar aquellos que desean conocer y contemplar a Dios y que han manifestado ese primer impulso que fue el de estos dos futuros apóstoles. En efecto, al verlo pasar se pusieron a seguirle, lo que es ya una respuesta a la presencia divina, que de por sí, es una llamada

Jesús se gira entonces hacia ellos preguntándoles: “¿Qué queréis?”. Respondiéndole por su parte con esta pregunta: “Maestro, ¿en dónde paras?” A lo que Cristo contestó entonces: “Venid, y lo veréis” (Juan I, 38-39).

La vigilia, en efecto, Juan al que se llamará el Evangelista y Andrés, el hermano de Simón Pedro, en tanto que discípulos de Juan el Bautista, habían estado entre el número de los que fueron testigos del bautismo de Cristo por este mismo san Juan en las aguas del Jordán, ahí mismo donde este último había revelado a Jesús como “el cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.


Al día siguiente, en el mismo lugar, viendo pasar al Mesías, le hacen pues este llamamiento y reciben esta primera enseñanza que resume y condensa todo el misterio de la vía cristiana: dos verbos, es decir dos actos, dos movimientos del alma como el alfa y el omega de todo cumplimiento espiritual.

El hombre está siempre confrontado a esta respuesta, a esta llamada de Dios ya que todo ser en búsqueda espiritual plantea siempre –sea cual sea su forma o formulación- la misma y única pregunta que concentra todo su deseo de conocer a Dios y en consecuencia de reunirse con él y contemplarlo en su misterio de majestad: “Maestro, ¿en dónde paras?”.

El Evangelio precisa pues que ellos vinieron y vieron dónde moraba el Señor y que permanecieron cerca de él: era alrededor de la hora décima señala el texto. Esta indicación queda lejos de ser anecdótica.

La décima hora nos remite al número 10 que se relaciona con la plenitud de los tiempos y el espacio: y, efectivamente, la Encarnación y la Salvación se realizan en la plenitud de los tiempos como bien anuncia el Evangelio.

Por otra parte, el número 10, en el simbolismo tradicional, es gráficamente representado por un punto en el centro de un círculo: origen divino –y retorno en Dios- de todo el plan de la creación. El punto en el centro del círculo es también la iconografía hermética del oro y de la luz. 10 es igualmente el número de los sefirots, que como enseña la Cábala, constituyen como la osamenta arquetípica de toda la Creación divina.

Finalmente, si se nos permite, 10 se revela como el fruto secreto de la Tetraktys, el cuaternario –los cuatro primeros números, firma del plan sensible de la Creación precisamente- cuya adición (1 + 2 + 3 + 4) da igual a 10. La presencia divina crea, ilumina, dirige y cumple toda la Creación.

La mención de esta hora (la décima) es una manera de definir el instante cualitativo de un ser en comunión con la Presencia de Dios. Ella nos anuncia desde ya como un cumplimiento apocalíptico y enseña que entonces, en ese preciso momento y en ese mismo lugar –en ese ser- “todo está consumado”. Hay que entender en ello que todo está cumplido y todo está en plenitud según su principio y su fin “para que sea Dios todo en todas las cosas” como dice san Pablo (I Cor 15, 28).

Cada uno de nosotros es pues “emplazado” a ponerse en camino detrás de Cristo con el fin de ser admitido en la morada divina y el Señor, que tan precisamente nos invita, revela este Misterio: él mismo es este camino, de tal manera que, por el mero hecho de seguir a Jesús, el discípulo entra en la morada de Dios (“Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie va hacia el Padre sino por mí” Juan 14, 6).

El imperativo es simple: no basta con contentarse mirando pasar a Cristo; reconociéndolo, hay que seguirlo poniendo nuestros pasos tras los suyos. El deseo de conocer “el lugar de Dios” –de encontrarse en su Presencia- no basta, en efecto, para que el deseo sea satisfecho. Es necesario un impulso de todo el ser, movido por la revelación de este emplazamiento que antes evocábamos, que implica realmente un ponerse en camino y así pues la necesidad de un esfuerzo como exige todo auténtico peregrinaje, tanto en sentido propio como figurado.

Venir, es en realidad volver cual hijo pródigo; es el octavo día evocado en el Apocalipsis de san Juan, tiempo fuera del tiempo en que la luz se desvela y recrea Tierra y Cielos nuevos: glorioso cual cuerpo de resurrección…

Dios hace del hombre un participante activo y voluntario de la respuesta a la pregunta que él le plantea. El Señor mesura de este modo la calidad de la sed y del deseo espiritual de aquel que proclama querer conocer el lugar de su morada.

Dios consiente en mostrarse, pero es menester primero seguirle para ir allí donde él va; allá donde él está, sería más metafísicamente justo. Ir al encuentro de Dios al mismo tiempo que él viene a nuestro encuentro haciéndose carne en su Hijo encarnado en el seno de María.

Ir hacia la morada divina: tan cerca y tan lejos, en realidad.

Tan cerca, en efecto, ya que el mismo Jesús nos dice que Dios –empezando por él, segunda Persona de la Trinidad, se encuentra ya en mitad de nosotros y que aguarda junto a la puerta de nuestro corazón y llama dulcemente, esperando que le oigamos, que le abramos a fin que entre en nuestra morada (Apocalipsis III, 20) y que entonces, en virtud de un misterioso intercambio (idéntico a ese intercambio de corazones evocado en particular por las santas Lutgarda, Gertrudis la Grande y Catalina de Siena), seamos nosotros los admitidos en su morada y su mesa de banquete: “Permaneced en mí, igual que yo en vosotros. […] permaneced en mi amor. Si guardareis mis mandamientos permaneceréis en mi amor, lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Juan XV, 4-10). Es todo el sentido del nombre Emmanuel que califica igualmente a Cristo.

Tan lejos, sin embargo, ya que la fractura del pecado y la caída nos mantiene a distancia, cada renuncia, cada caída personal o colectiva nos aparta todavía de esta santa morada.

Además, no es la Presencia de Dios quien falta o se rechaza, sino la capacidad de presencia del hombre; su capacidad –su querer más bien- en hacerse presente ante esta divina Presencia: primero en desearla; luego en presentirla, finalmente en contemplarla, al término de lo que se acostumbra a denominar los ejercicios espirituales.

Esta falta de capacidad, bien confortada por “los ruidos del mundo” y la mirada complaciente sobre la propia acción que parece siempre primordial, ¿acaso no será simplemente una falta de amor y fe en Dios conjugada con el orgullo humano, siempre satisfecho de un cara a cara consigo mismo? Narcisista o acomplejada, solo es contradictoria en apariencia…7

Dios actúa pues el primero: inicia este diálogo, este movimiento. Si los futuros apóstoles lo reconocen, lo siguen y le preguntan sobre el lugar donde reside, es claramente, porque en primer lugar él se encuentra allí, entre los hombres, como uno más entre ellos; porque ha venido –descendido- a nuestro encuentro.

De lo contrario, nada sería posible. Él es visible porque ha nacido entre sus hijos convertidos también en sus hermanos y sus amigos: “Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os encomiendo. No os llamo ya siervos porque el siervo no sabe lo que hace su señor; y os he dicho amigos” (Juan XV, 14-15); porque él es Amor: “Nadie tiene un amor mayor que este, el de dejar la propia vida por los amigos” (Juan XV, 13); visible a los reyes magos y a los pastores tanto en el pesebre como en las aguas del Jordán por todos aquellos reunidos en torno a san Juan Bautista; visible en la orilla del lago Tiberíades como en Cafarnaúm; visible en el monte Thabor (incluso si esta contemplación es primero reservada solamente a los tres apóstoles llamados por Jesús mismo) como a la multitud, en la cruz del Gólgota; visible en el cenáculo como para los peregrinos de Emmaus…

Visible, no obstante, porque estos testimonios se habían previamente puesto en marcha para seguirle, para venir a ver dónde moraba; porque eran hombres de deseo como el Apocalipsis (XXII, 17) define a los seres espirituales firmemente y fielmente girados hacia el Señor.

A este don del amor de Dios debe responderle el impulso del amor del hombre (redamatio en términos teológicos). El amor ha de ser activo desde las dos partes, por así decirlo, para ser pleno y fecundo. Por otra parte, ocurre lo mismo para el amor puramente humano.

La adoración del santo sacramento es una manifestación eminente de este amor activo del hombre que viene a ver al Señor, a “visitar” al Señor en su morada hoy en el mundo: el pan de vida, la hostia consagrada, donde su presencia es remanente, es decir real y permanente en la medida que la integridad de la especie (el pan) sea conservada.

No se trata pues de acudir a un edificio religioso para encontrar una presencia divina real pero mediata, a través de una Palabra escrita o ritualmente proclamada, lo que ofrecen todas las religiones o tradiciones espirituales, sino de la Persona misma de Jesús, segunda Persona de la Santísima Trinidad, presente en cuerpo, sangre, alma y divinidad en cada hostia reposando en el Tabernáculo (el Santo Reservado) o engastada en la custodia en las procesiones o ceremonias particulares.

Así, el cristiano hombre de deseo como lo designa, como lo quiere el Apocalipsis (cf. un poco antes) y así pues santo auténtico o iniciado realizado (pero, al fin y al cabo ¿acaso no es el mismo estado del cristiano cumplido, al que las páginas de este libro le están dedicadas?) viene y ve “dónde” mora Dios; Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, sin confusión de naturaleza; y contempla aquel que es todo Amor, el alfa y el omega de todo lo creado e increado.

Tiene la revelación del verdadero secreto: que su propio corazón, lo más íntimo y lo más último de su ser, es en primacía la morada de Dios cuando queda restablecido en su gloria primera por la sangre del Cordero.

Entonces, frente a frente con Jesús-Hostia, como lo denomina la tradición medieval, habiendo venido, ve. Y viendo, permanece con Dios como permanecieron los Apóstoles.

En este silencio de los corazones unidos del Creador y de la criatura hecha a su imagen y semejanza, nacen las respuestas de Dios al corazón del hombre que se abre para recibir las gracias que brotan del Sagrado Corazón traspasado.

El cristiano entonces la ve y la adora. Esta morada, en el Cielo, esta eterna contemplación y participación en la Vida trinitaria en la alegría de la unión sin confusión: el verdadero destino del hombre como Dios lo quiere.


7 Incluso más todavía, algunos rechazan esta Presencia que se encuentra en la raíz de su vida, de su ser y son ellos mismos los que se hurtan cuando Dios plantea esta pregunta clave: “¿Dónde estás tú?” y, si les es posible se esconden de la Presencia del Señor. Examinaremos más precisamente este punto en el capítulo II S 2 de la segunda parte.



Autor

Pascal Gambirasio d'Asseux

Masonería Cristiana










Decreto de Creación del Triángulo Masónico Rectificado "Jerusalén Celeste N°13"

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