domingo, 25 de abril de 2021

Reflexión al Evangelio / Simeón el Nuevo Teólogo

 


“El que come de mi carne y bebe de mi sangre tiene Vida eterna” (Jn 6,58)

Anteriormente, el mar abierto por el bastón de Moisés y el maná descendido del cielo eran sólo figura y símbolos de la verdad. Igualmente, el mar, el bautismo y el maná del Salvador y todo lo que hablamos, son símbolo y figura de realidades que poseen una trascendencia y gloria incomparables, en la medida que lo increado trasciende por naturaleza lo que es creado. Ese maná, que es llamado “pan y alimento de los ángeles”, que en ese tiempo los hombres comieron en el desierto, ha cesado, desaparecido, y están muertos los que lo han comido ya que ellos no participaban de la verdadera vida. En cambio, la carne de mi Maestro, divinizada y llena de vida, hace participar a la vida a los que la comen y los hace inmortales. (…)

Comenzó por despojarme de la corrupción y la muerte, por hacerme enteramente sensible y conscientemente libre. Y misterio más grande aún- hizo un nuevo cielo y, él, Creador de todo, fijó su morada en mí, favor del que ningún santo había sido juzgado digno antiguamente. Antes, hablaba por medio del Espíritu divino y por obra de él realizaba sus maravillas. Pero jamás, jamás, Dios no se había sustancialmente unido a nadie hasta que se hizo hombre Cristo, mi Dios. Habiendo tomado un cuerpo dio su Espíritu divino y por él se une sustancialmente a todos los creyentes y se convierte entre ellos en unión inseparable.

Notas:

Simeón el Nuevo Teólogo (c. 949-1022)
monje griego
Himnos 51 (SC 196, Hymnes III, Cerf, 2003), trad. sc©evangelizo.org


lunes, 19 de abril de 2021

El Hombre de Luz / La construcción del cuerpo de gloria / Las claves cristianas /La Religión cristiana /Pascal Gambirasio d’Asseux

 



Fundamentalmente a diferencia de otras formas tradicionales, precisamente porque se trata de la Nueva y Eterna Alianza interviniendo, de acuerdo a la promesa de Dios, “en la plenitud de los tiempos”, la revelación cristiana no conoce, sino que trasciende, stricto sensu, esta distinción de alguna manera jerárquica de las bendiciones, de la “periferia” al “centro”.

Todo es dado” en plenitud por los sacramentos fundadores del Bautismo y la Confirmación y por la participación en la Comunión eucarística que ellos permiten y a la que están ordenados.

El hombre, gracias al Santo Bautismo, es lavado del pecado original de manera radical y definitiva, dicho de otra manera, de las consecuencias ontológicas de la culpa de Adán.

Por el Bautismo es salvado de la Caída y la marca de Satán sobre él queda borrada, incluso si a pesar de todo permanece pasivo y, en consecuencia, sensible a la tentación del Maligno que continúa con capacidad de herir individualmente con sus potenciales corrupciones si uno se deja seducir y subyugar por las mismas. Pero las aguas vivas del Bautismo y el fuego de esta Pentecostés personal que es la Confirmación, marcan de manera imborrable al ser que los recibe y hacen de él un ser nuevo, un ser renovado en el Señor.

En resumen, el alimento eucarístico lo hace entrar, como por “anticipación escatológica”, en los Misterios del Reino de Dios y lo admite, por gracia adoptiva, en la vida Trinitaria que las Tres Personas tienen por Naturaleza.

Como podemos ver, y es aquí la doctrina cristiana en toda su autoridad divina la que lo afirma a través del Evangelio y del Magisterio de la Iglesia, no puede tratarse en absoluto que la iniciación pueda aportar en el marco espiritual una gracia “de más” en relación a un “menos” que no compartiría el conjunto de bautizados. Es igualmente en esto que el cristianismo y la iniciación en modo cristiano difieren de las otras tradiciones.

Esto no significa tampoco, que la vía iniciática pierda su razón de ser en el contexto cristiano, ni su “eficacidad” que le es propia; muy al contrario. Y si la iniciación no confiere “nada de más” de modo suplementario, sin embargo, ella transmite y muy realmente un estar “más cerca de” Cristo por tomar la expresión del Santo Padre 21.

De igual manera el santo, tampoco no ha recibido “más” que su hermano, sino que se entrega más a Dios (por sus plegarias, sus ejercicios espirituales, su meditación de las Escrituras, su caridad) y es por lo que Dios le abre (algunos) de sus Misterios y lo dota de gracias particulares.

La iniciación por su parte constituye, si se nos permite, una ampliación, una intensificación del sacramento de la Confirmación y más precisamente todavía de ciertas virtudes y gracias del Espíritu Santo confiriendo sus siete Dones, en particular la virtud de la Fuerza y la de la Justicia, particularmente ligadas a la iniciación caballeresca.

Por otro lado, la doctrina de la Iglesia es sumamente clara en cuanto a la definición y efectos del sacramento de la Ordenación, reservado para algunos en relación a las gracias y caracteres generales compartidos por todos los bautizados, llamados, no lo olvidemos tampoco, al triple ministerio real, sacerdotal y profético.

La iniciación, en el marco de la tradición cristiana, integra, acaba, recapitula y justifica las iniciaciones anteriores, todas ellas fundamentalmente de origen divino y coeternas al hombre desde su exilio “en este mundo”.

La iniciación actúa en esto exactamente como la tradición cristiana frente a otras tradiciones en el plano dicho “exotérico”. Así, la iniciación cristiana transfigura e ilumina las iniciaciones anteriores que aparecen entonces como elementos prefiguradores.

En lenguaje teológico, diríamos que estas iniciaciones están justificadas, en efecto, es decir legitimadas a la vez en su naturaleza, su objeto, así como en sus efectos espirituales y, en lo sucesivo, comprendidas y situadas como “propedéutica” antes que la Palabra no se encarnara en la historia de los hombres.

Estas religiones e iniciaciones contribuían, según su orden, a realizar lo que Juan el Bautista nos exhorta a hacer en nuestros corazones respectivos: preparar y enderezar el camino del Señor 22. Esta justificación les permite tomar en resumen su verdadera dimensión y revelar su real “eficacidad espiritual”.

La iniciación en el marco cristiano, está marcada por el mismo sello. Los elementos arquetípicos y preexistentes en la perspectiva que acabamos de definir quedan en lo sucesivo ordenados en relación a la palabra última y viviente de Dios hecho hombre, Jesucristo, que da y deja al mundo su Alianza, su Alegría y su Paz.

Como la religión en la que se inscribe en un corazón esplendoroso, la iniciación cristiana recapitula igualmente todo lo que fue o permanece en esta materia como otras tantas gracias anteriores, lo que significa que las reúne y las atraviesa; que las sintetiza e ilumina en plena comunión de sentidos.

Por otra parte, la iniciación cristiana firma y abre una profundización de la mirada interior, una apertura del “ojo del corazón” en favor del iniciado cristiano respecto de su hermano cristiano no iniciado. Como hemos dicho, esta apertura no supone una falta para el segundo, pero el iniciado, sin tener un “plus”, goza de un “mejor”, en ilustración de la diversidad de carismas y de la superabundancia evangélica.

Ya que, si todos los cristianos están “situados”, por la gracia del Bautismo, en el “centro”, en “el corazón de Dios”, el iniciado, por su parte, percibe los cruzamientos con mayor consciencia de deseo y, de intensidad. El iniciado está constituido en oficiante y guardián, de acuerdo a su vocación y de los dones que el Espíritu le haya repartido. Esta es su misión en este mundo.

Así mismo, la iniciación en el marco de la religión cristiana, es una búsqueda, en todo amor y en toda humildad, de la revelación del corazón del Evangelio, de la interioridad cardíaca o cordial de la Alianza del Cordero de Dios, Salvador del mundo.

Y ¿por qué pues ir más adelante hacia, en Dios? ¿Querer ir -como bien dice el Santo Padre- “lo más cerca de Cristo23?

La respuesta la tenemos por completo, en primer lugar, en estas palabras de san Macario de Egipto:

Si alguien dice: ‘soy rico, tengo todo lo que pueda necesitar, no necesito nada más’, este no es cristiano sino un vaso de iniquidad diabólica. Ya que el placer que se tiene en Dios es tanto que uno no puede saciarse. Cuanto más se gusta, cuanto más en comunión estás con Él, más hambre tienes”.

Ahora bien, esta hambre ¿acaso no es la vocación primera, esencial, del hombre; la verdadera vida de su ser?

Estas otras palabras de san Anselmo, en segundo lugar, nos ofrecen la respuesta:

Yo no trato, Señor, de penetrar en vuestras profundidades ya que mi inteligencia no es comparable, sino que tan solo deseo comprender un poco vuestra verdad que mi corazón cree y ama”.

Estos dos Padres de la Iglesia, explicitan de esta manera y en su radicalidad, la fuente y la legitimidad espirituales y evangélicas de la meditación teológica así como de la vía iniciática.

Toda la vía, por otra parte, se consume y se consuma en el ejemplo y el testimonio de estas tres luces de la espiritualidad carmelitana a los que se puede contemplar como iniciados por el Espíritu Santo mismo: en primer lugar, san Juan de la Cruz, cuando afirma: “en el atardecer de nuestras vidas seremos juzgados en el Amor”. Santa Teresa de Jesús (santa Teresa de Ávila), a continuación, cuando proclama: “sin Amor, todo es nada”. Santa Teresa del Niño Jesús (santa Teresa de Lisieux), finalmente, que nos deja el perfume de su alma escribiendo:

En el corazón de la Iglesia, mi madre, seré Amor”.

Amor y conocimiento como una sola y única plegaria, como una sola y única obra cristiana, san Pablo lo confirma y, nos exhorta a ello con estas palabras:

que vuestra caridad abunde más y más en el conocimiento y en toda comprensión24.

Hete aquí lo que teje el carácter de la iniciación cristiana, el mantillo nutricio en el que germina y crece.

En esta realidad y con el fin de captar un poco la dimensión de la iniciación cristiana y del esoterismo cristiano, podemos considerar la síntesis siguiente.

Bautismo y Confirmación son los sacramentos fundadores del cristiano: los sacramentos, es decir, los signos y los instrumentos eficaces de la regeneración de su ser por la gracia salvífica del “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo25 y redime el pecado de Adán al precio de su Preciosa Sangre. La Eucaristía, alimento celeste o pan de los ángeles, es la participación “desde esta vida” en la Vida trinitaria, a la que se ha tenido acceso por los dos sacramentos anteriormente citados.

En el seno de la plenitud de estos tres sacramentos que “firman” ontológicamente al cristiano y componen una única familia, la Iglesia, en la que todos comparten la misma dignidad y los mismos efectos de la gracia así dispensada, hay como tres recintos en la economía general de misiones vinculadas a la vocación de cada uno. Estos recintos no difieren entre ellos en jerarquía, sino en carácter.

La iniciación es uno de estos tres recintos. Recordemos estas palabras del Apóstol:

hay diferencia de dones, pero el Espíritu es el mismo. Y hay diferencias de ministerios, pero es uno mismo el Señor. Y hay diferencias de operaciones, pero es uno mismo el Dios que lo opera todo en todos. A cada uno se le da la manifestación del Espíritu para lo conveniente26.


Notas:

21.  La Vida consagrada.

22. Juan I, 23.

23.. Ibid.

24. Filipenses I, 9.

25. Juan I, 29.

26. I Corintios XII, 4-7.


Acerca del Autor

Pascal Gambirasio d'Asseux

Pascal Gambirasio d'Asseux nació en París en 1951. Abogado, se ha dedicado también a la espiritualidad cristiana. Escritor, conferenciante (invitado de France Culture y de Radio Chrétienne Francophone), ha publicado varios libros -que ahora son referencias reconocidas- sobre la dimensión espiritual de la caballería y la heráldica o la ciencia del escudo de armas, sobre la naturaleza cristiana de la realeza francesa y del rey de Francia, así como sobre el camino cristiano de la iniciación como camino de interioridad y de encuentro con Dios: iniciático, de hecho, lejos de las interpretaciones desviadas que han distorsionado su significado desde al menos el siglo XIX, significa al mismo tiempo origen, inicio e interiorización del proceso espiritual para que, como enseña San Anastasio Sinaí, "Dios haga del hombre su hogar". De este modo, quiere contribuir al (re)descubrimiento de esta dimensión dentro del Misterio cristiano, olvidada o incluso rechazada por unos porque está desfigurada por otros.



Masonería Cristiana



domingo, 11 de abril de 2021

Corazón de Jesús, principio y término de nuestra reconciliación penitente / Bertrand de Margerie S.J

 


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Se propone aquí una reflexión acerca de la importancia de la “Reconciliación y de la Penitencia en la Misión de la Iglesia”. La contemplación del Misterio del Corazón de Cristo Jesús, centro del misterio de la Iglesia, arroja una luz radiante sobre este misterio. El Corazón de Jesús se manifiesta como un símbolo eficaz de la reconciliación vertical y horizontal, a la vez que un principio dinámico de penitencia sacramentalizada, en sus diferentes aspectos: contrición, confesión, absolución y satisfacción. Sin olvidar que “en el Bautismo es donde el cristiano recibe el don fundamental de la metanoia o conversión” (Paulo VI), que es la base de los actos del penitente.

El Corazón traspasado de Jesús, símbolo supremo de reconciliación

En las profundidades del corazón humano, por muy dividido interiormente y por muy corrompido que esté, se origina, bajo la acción de su Creador y fortalecido por sus gracias actuales, el proyecto de una triple reconciliación: consigo mismo, con los demás y con Dios. Este es el proyecto mayor de cada uno de nosotros: unificarse íntimamente, en unión con nuestros compañeros de peregrinación y, sobre todo, con Aquel que es principio y término de nuestra existencia; por consiguiente, reconciliarse consigo mismo, con nuestros hermanos y con el Padre. Proyecto que, por cierto, supera nuestras fuerzas.

La Revelación nos manifiesta que el Hijo único de Dios quiso asumir un corazón de carne, un corazón dividido, un corazón amante y misericordioso, precisamente para convertirse en el Mediador deseoso de la realización de nuestro triple proyecto de reconciliación. Este Corazón quiso conocer y experimentar la desintegración de la muerte, el odio de sus hermanos y un misterioso abandono de su Padre a fin de cumplir en nosotros y en el universo su voluntad reconciliadora, reconciliándonos con nosotros mismos, con nuestros hermanos y con Él mismo y con su Padre. Aceptó, pues, detener, en la muerte, sus latidos amorosos para darnos, con la Sangre y el Agua de sus sacramentos, el Espíritu, que es la reconciliación en forma de remisión de los pecados (Jn 19, 30, 34; 20, 22-23), el Espíritu de Amor, que es el Soplo vivificante del Corazón del Resucitado.

Los hombres estaban incapacitados para expiar sus crímenes y satisfacer a la justicia misericordiosa del Padre; el Hijo unigénito, impulsado por el ardiente amor de su Corazón hacia nosotros, reconcilió totalmente los deberes y obligaciones de la humanidad con los derechos del Padre, poniendo en nuestras manos su satisfacción sobreabundante e infinita. De esta manera, Cristo Redentor es, por su Corazón humano, el autor de “esta admirable conciliación (miranda conciliatio) entre la justicia divina y la misericordia divina, donde tiene sus cimientos la trascendencia del misterio de nuestra salvación”, de acuerdo con la hermosa expresión de Pío XII en la encíclica Haurietis Aquas.

Dicho con otras palabras, al conciliar entre ellas las exigencias de la Justicia y d la Misericordia divinas, gracias a la ofrenda de su sacrificio expiatorio, Cristo reconcilió a su Padre celestial con sus hermanos humanos. En la Sangre derramada de su Corazón traspasado de Mediador teándrico, unificó el proyecto trascendente y divino de reconciliar a los hombres con su Creador, y el proyecto humano y dependiente de reconciliarse con Dios y con los hermanos humanos. En la no-violencia amorosa de su pasión, Jesús hizo humildemente violencia a su Padre a favor de los hombres: “el reino de Dios sufre violencia y los violentos lo conquistan” (Mt 11, 12). Su Corazón “manso y humilde” (Mt 11, 29) es el símbolo de su amor no violento que a los violentos convirtió siempre a la mansedumbre. El Corazón de Jesús es nuestra paz y nuestra reconciliación.

Esto no obstante, al expiación reconciliadora de Cristo está muy lejos de dispensarnos de ofrecer al Padre nuestra propia satisfacción reparadora; por el contrario, nos la hace posible y fácil, al suscitar su integración en el único sacrificio aceptable por parte del Padre. Cristo no murió para dispensarnos de sufrir y morir, sino para pudiésemos con Él, amar a su Padre, incluso en nuestro sufrimientos y en nuestras muertes, a pesar de nuestra debilidades y de nuestros pecados. De aquí, la institución del sacramento de la Penitencia reparadora, signo eficaz de la integración de nuestra satisfacción en la suya. Precisamente gracias a este sacramento, Cristo sigue reparando por nosotros a su Padre. Su reparación objetiva se completa en la reparación subjetiva.

El Sacramento de la Penitencia, en sus diferentes aspectos, diviniza la Reparación

Se trata, ahora, de mostrar brevemente cómo el culto al Corazón de Jesús facilita el acceso a los Sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía. Entendemos aquí por reparación una participación libremente aceptada y llena de amor en el destino de Jesús, Nuestro Señor, por la aceptación de las consecuencias del pecado en el mundo: el dolor, el abandono, la persecución, cierta ausencia del Dios siempre presente y la muerte. Informada esta reparación por la caridad, se la puede considerar como la forma de todas las virtudes en el mundo del pecado y de la cruz.

La reparación es el ejercicio activo de una justicia amorosa para con un Dios misericordioso, incluso en su misma justicia: incluye la voluntad de compadecer en la Pasión de ese Dios por nosotros y de consolarlo en su agonía como hombre, con miras a completar lo que faltaba a sus sufrimientos, por su Cuerpo, que es la Iglesia.

En resumidas cuentas, la reparación asume todas las obligaciones de la justicia para con dios en una atmósfera de amor, tanto más y tanto mejor, por cuanto, lejos de aislar en Dios su justicia, la ve penetrada totalmente por la misericordia, ontológicamente idéntica a aquélla, en la infinita simplicidad del Ser divino.

Esta reparación suscitada por Él, Cristo la hace suya en el sacramento de la Penitencia. Sacramentaliza y diviniza nuestras reparaciones subjetivas integrándolas en su Reparación objetiva. “En Él – dice el Concilio de Trento - nosotros satisfacemos, al producir dignos frutos de penitencia, que sacan de Él su fuerza, por Él se ofrecen al Padre y, gracias a Él, son aceptadas por el Padre”.

Esta declaración se aplica a la contrición, a la confesión y a la satisfacción, mediante las cuales el penitente “concelebra” con el sacerdote, el Sacramento de la penitencia. Los “frutos de la penitencia” serán tanto más dignos de ser ofrecidos al Padre por el Hijo y aceptados por ambos, cuanto más penetrados estén de amor, gracias a la práctica del culto al Corazón.

La Hora Santa asocia al cristiano al Corazón de Jesús, destrozado durante su agonía a la vista del pecado del mundo: “Mi alma está triste hasta la muerte… ¿No has podido velar una hora conmigo? Vigilad y orad” (Mc 14, 34-38). El bautizado que ha caído en pecado se esfuerza por quebrantar voluntariamente su corazón de dolor ante el sufrimiento que su ingratitud causó al Hijo del Hombre. Al contemplar la agonía de Jesús en el Jardín de los Olivos, toma parte en la lucha que Él sostiene contra el pecado. Lucha junto a Jesús inocente, contra sus propios pecados. Los detesta. Se aparta de ellos. ¿Podrá haber una preparación mejor para recibir fructíferamente la absolución? ¿No se facilitaría de manera especial la vuelta de muchos a la confesión mensual, si se restableciera, en el contexto de una celebración penitencial, la Hora Santa los primeros Jueves de mes?

Cuando se cultiva por estos medios una contrición profunda, cuando la contemplación del Corazón agonizante de Jesús nos ha hecho reconocer que moriríamos de dolor si fuéramos conscientes de la gravedad inmensa del menor pecado venial, por cuanto ofende a la bondad infinita, la confesión ya no se experimenta tan sólo ni principalmente como una carga vergonzosa, sino también y mucho más como una necesidad que satisface la sed de reparación, suscitada por el Espíritu de Jesús con la contrición.

Juntamente con esto, la absolución se aprecia mejor como una palabra que nos libera de la más tiránica de las esclavitudes: el encadenamiento al capricho de las pasiones desordenadas. El penitente que carga sobre sí el yugo de Cristo, experimenta su suavidad, lo liviano del peso que su mandamiento del amor pone sobre nuestros hombros, desde el momento en que su misericordia nos libra de la pesadísima carga de nuestra propias fallas, gracias a la humildad de su pasión: “Mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11, 29-30). Sobre todo por las palabras de la absolución, el penitente experimenta en sí en la fe, el Corazón manso y humilde de Jesús, al compartir su humildad por la humillación voluntaria de la confesión. Gracias a que, en la contrición, ha llegado a reconocer que antes había sido “un mal hombre, que del tesoro malo de su corazón malo, saca cosas malas”, y gracias a que ha reconocido, en las palabras buenas de una confesión, sus pecados, puede ahora comprender al Hombre bueno, a Jesús, y sacar del buen tesoro de la abundancia de su Corazón, la cosa buena por excelencia, el perdón (cf. Mt 12, 34-35): “Tus pecados te son perdonados…vete y en adelante no peques más” (Mc 2, 5; Jn 8, 11).

Entre las palabras buenas que Jesús, mediante su Iglesia, saca de su Corazón – el único bueno – para ayudar al pecador perdonado a no volver a pecar, están las que le señalan la satisfacción que deberá cumplir para completar en sí la Pasión de Cristo, en el amor.

Por una parte, esa reparación amorosa al Amor justo y misericordioso al que ofendió, le permite restablecer el orden que había violado con sus pecados, ese orden que él transformó en desorden, y así “compensar a ese Amor increado, por la indiferencia, el olvido, las ofensas, los ultrajes y las injurias” que ese Amor ha sufrido por su vida de pecador ahora reconciliado.

Por otra parte, consciente de su deber de caridad para sus prójimos todos y solícito de acudir de acudir en ayuda de los demás a llevar la carga de sus propias deudas de las penas temporales para con la misma Justicia amorosa del Padre y del Hijo, el penitente, inspirado por el Espíritu, desea transformar su vida entera en una satisfacción reparadora de las faltas de los demás, en especial de los miembros de la misma iglesia doliente en el Purgatorio. Se preocupa por lo tanto, bajo la influencia de la gracia sacramental de la Penitencia, de acrecentar el tesoro de las satisfacciones de toda la Iglesia, comunión de caridad.

Por esta razón, quiere convertirse en un “compañero de expiación” de Cristo, de acuerdo con la magnífica expresión de Pío XI en la encíclica Miserentissimus Redemptor. “Cristo quiere tenernos como compañeros suyos de su expiación (socii expiationis)”.

Vemos, por consiguiente, que la expiación perfecciona la unión con Cristo, al asociarnos a los sufrimientos de Cristo; la completa, ofreciendo víctimas por el prójimo (expiatio uniones cum Christo, víctimas pro fratribus offerendo, consummat)”.

Ahora bien, Pío XI agrega de inmediato: “Eso fue con toda certeza la intención misericordiosa de Jesús cuando nos mostró su Corazón cargado con los símbolos de su Pasión y abrasado por las llamas del amor… El espíritu de expiación y de reparación ha ocupado siempre el papel primero y principal en el culto al Sagrado Corazón de Jesús” hasta tal punto, que la reparación no es en sí misma, sino la traducción – una de las traducciones posibles – del concepto evangélico de “metanoia”.

En otros términos, por la conversión que acompaña necesariamente a la reparación, Cristo lleva a cabo su propósito de hacernos sus compañeros de expiación y de asociarnos a su obra redentora. Por ella, y particularmente cuando se sacramentaliza, nos concede el realizar nuestra vocación fundamental de personas humanas: actuar y padecer como co-redentores.

Esta reparación sacramentalizada que promueve el culto al Corazón del Reparador divino viene a convertirse en la palanca de una reparación social y horizontal: la gracia sacramental de la Penitencia nos impele e invita a “reparar nuestras faltas contra la justicia y contra la caridad para con el prójimo; reparación que manifiesta nuestra reconciliación con Dios”.

Conclusión: La misión de la Iglesia es la de fomentar el ‘corazón a corazón’ entre el Reconciliador y los reconciliados

A la luz de nuestras reflexiones, el Corazón de Jesús se nos presenta como el principio y el término de la Reconciliación que nos ofrece.

Se halla en su principio, por cuanto fue su Amor increado el que le inspiró la decisión de asumir un amor humano, un corazón de carne a fin de poder expiar nuestras faltas en el sufrimiento y en la muerte.

Se halla también en su término, ya que, también con Él, en el sacramento de la Penitencia, nos reconciliamos, practicando para con Él la reparación y la compasión consoladora, que llega siempre hasta Él a través de la gente que sufre, en la cual esconde y manifiesta su presencia.

Todo viene de Dios, que nos ha reconciliado consigo por el Corazón de Cristo… Dios Padre, en efecto, es quien, en el Corazón de Cristo, se reconciliaba con el mundo, no tomando en cuenta nuestros pecados. Es por esto que la Iglesia nos suplica, por las entrañas de Cristo: Dejémonos reconciliar con Dios por su Corazón; reconciliémonos con su Padre en una reparación sacramentalizada de justicia y de amor.

Para participar mejor en la misión de la Iglesia a favor de la Reconciliación y de la Penitencia, renovemos nuestra contrición, nuestra conversión y nuestra consagración total al Corazón del Reparador divino, único e infinito.

Por la reparación, participemos en su muerte por amor; en tanto que la absolución reconciliadora hace brillar en nosotros el poder de su resurrección (cf. Flp. 3, 10). Cf. Gaudium et spes, 10 y 11: “Los desequilibrios que fatigan al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que hunde sus raíces en el corazón humano… La corrupción del corazón humano sufre con frecuencia desviaciones contrarias a su debida ordenación”. De manera más acuciante, Juan Pablo II escribe: “El misterio interior del hombre, en el lenguaje bíblico, y no bíblico también, se expresa con la palabra ‘corazón’. Cristo, Redentor del mundo, es Aquel que ha penetrado de modo único e irrepetible, en el misterio del hombre y ha entrado en su ‘corazón’ ” Redemptor Hominis, 8, 2).

Además, el creyente – sea cristiano, judío o musulmán – que ha recibido del Dios revelador la fe en la existencia de los santos Ángeles, desea también reconciliarse con ellos.

 

Notas:

https://ec.aciprensa.com/wiki/Bertrand_de_Margerie_S.J.


miércoles, 7 de abril de 2021

Libro del orden de caballería; Príncipes y juglares / Ramón Llull

 


https://es.wikipedia.org/wiki/Orden_del_Santo_Sepulcro_de_Jerusal%C3%A9n


Comienza el Libro del Orden de Caballería que compuso el bienaventurado Maestro Raimundo Lulio, Doctor Iluminado y Mártir de Jesucristo, paje que fue y barón del Muy Alto Rey Jaime el Conquistador, y Senescal del  Noble Rey Jaime II del Reino de las Mallorcas; libro que fue ofrecido y entregado muy ordenada y sabiamente al Muy Noble Rey y a toda su gran Corte, permitiendo el Maestro que cualquier caballero que desee estar en ordenamiento de caballería lo pueda trasladar para que pueda leerlo con frecuencia, recordando el orden de caballería.

¡Dios, honrado y glorioso, cumplimiento de todo bien!

Con vuestra gracia y bendición comienzo este libro que es del orden de caballería.

Prólogo

A semejanza de los siete planetas que son los celestiales Corsos que gobiernan y ordenan las cosas terrenales, dividimos este Libro de Caballería en Siete Partes; en las cuales queremos demostrar que los caballeros reciben honor y señoría del pueblo, con el fin de ordenarlo y defenderlo.

La Primera Parte trata del fundamento de la Caballería. La La Segunda Parte trata del oficio de Caballería.

La Tercera Parte trata del examen a que conviene sea sometido el escudero que quiere entrar en el orden de Caballería.

La Cuarta Parte trata de la manera cómo debe ser hecho el caballero.

La Quinta Parte trata de lo que significan las armas del caballero.

La Sexta Parte es de las costumbres que pertenecen al caballero.

 La Séptima Parte es del honor que conviene se haga al caballero.


-En un país aconteció que un sabio caballero había mantenido largamente el orden de caballería con nobleza y con la fuerza de su ánimo; después que la sabiduría y la ventura le habían mantenido en el honor de caballería en guerras y torneos, en justas y batallas, escogió vida ermitaña cuando observó que ya eran contados los días que de vida debían quedarle, puesto que por ancianidad se hallaba torpe en el uso de las armas.

Por esto abandonó sus bienes, dejando herederos de ellos a sus hijos, e hizo su habitación en medio de una gran selva abundosa en aguas y en árboles frutales, huyendo definitivamente del mundo, a fin de que el estado valetudinario a que la vejez había llevado a su cuerpo, no le quitase honor en aquellas cosas en las cuales la sabiduría y la ventura le habían mantenido con honra durante tan largo tiempo.

En tales circunstancias el caballero meditó en la muerte, recordando el paso de este siglo al otro siglo, entendiendo que se acercaba la sentencia perdurable que le había de sobrevenir.

-En un hermoso prado de aquella selva, donde el caballero había levantado su morada - crecía un árbol muy grande, cargado de fruto; y debajo del árbol fluía una fuente muy bella y clara, por la cual aquel prado era tan abundoso en árboles que lo llenaban.

Acostumbraba el caballero venir a reposar en este lugar, con el fin de adorar, contemplar y orar a Dios, dándole gracias y tributándole alabanzas por el grande honor que le había hecho en medio del mundo, durante todo el tiempo de su vida.

-Por aquel mismo tiempo, y en la entrada del gran invierno, sucedió que un gran rey, muy  noble, de buenas costumbres y pródigo en el bien, mandó reunir cortes; y por la gran fama que de su gran corte se había esparcido por toda la tierra, un discreto escudero, solo y cabalgando en su palafrén, hacía camino hacia la corte de aquel gran rey con el fin de ser armado caballero. Mas por la grande fatiga de tan largo cabalgar, se adormeció en la silla, mientras su palafrén seguía caminando lentamente.

En aquella misma hora el caballero, que se hallaba haciendo penitencia en aquella selva, salió de su cabaña hacia la fuente, donde todos los días solía contemplar a Dios y menospreciar la vanidad de este mundo.

-Mientras el escudero, como hemos dicho, cabalgaba adormecido, el palafrén, saliéndose de camino, se metió en medio del bosque, divagando a su antojo, hasta llegar a la fuente junto a la cual había llegado el caballero con el fin de orar.

Cuando el caballero vio acercarse al escudero, dejó de orar, y sentándose en el hermoso prado y a la sombra de aquel grande árbol, comenzó a leer en un libro que tenía sobre sus rodillas.

El palafrén, en llegando a la fuente, se puso a beber; y como el adormecido escudero sintiese que el palafrén se había detenido, despertó de su somnolencia, viendo con admiración ante sí a un caballero ya anciano, con una gran barba y vestidos humildes y destrozados por el largo uso. Por la penitencia que allí hacia; estaba enjuto y descolorido; y sus ojos se hallaban sin brillo por las muchas lágrimas que había derramado; y toda su persona daba la sensación de una muy santa vida.

¡Mucho se maravillaron el uno del otro! Porque el caballero no había visto hombre alguno desde que había abandonado el mundo y dejado el uso de las armas; y el escudero no se hallaba menos maravillado encontrándose, sin desearlo.

-El escudero bajó de su palafrén y saludó con mucho agrado al caballero. Y éste, acogiéndole con grande cortesía y amabilidad, le ofreció asiento en la blanda hierba, sentándose el uno junto al otro.

Conociendo el caballero que el escudero se resistía a hablar el primero, porque quería reservarle este honor, habló aquél en primer lugar, y dijo:

-¿Cómo está vuestro ánimo?... ¿A dónde vais?... ¿Cómo habéis llegado aquí?...  y contestó el escudero:

-Señor: por el ancha tierra ha cundido la fama que un rey muy sabio ha convocado Cortes con el fin de armarse caballero, y armar a su vez a otros varones extranjeros y privados. Y es por eso -señor- que hago camino, con el fin de llegar a la Corte y ser armado caballero. Yo me había adormecido sobre la silla por la gran fatiga de las largas jornadas que llevo hechas; y mi palafrén se ha salido de camino y me ha traído a este lugar.

En cuanto el caballero oyó hablar de caballería, recordó el orden, y lo que pertenece al caballero. Y, dejando escapar un suspiro, se ensimismó, recordando el gran honor que tan largamente había mantenido en el orden de caballería.

Mientras el caballero se hallaba en estos gratos sentimientos, el escudero le rogó le manifestase en qué pensaba. Contestole el caballero:

-¡Mi bello hijo! ¡Los pensamientos que me dominan no son sino sobre el orden de caballería, y sobre el gran deber que tiene un caballero de mantener en alto el honor de caballería!

-Entonces el escudero suplicó al caballero que le descubriese el orden de caballería; lo que es, y de qué manera el hombre lo puede honrar y conservarlo en el honor que Dios le ha dado.

-Y dijo el caballero:

-¿Como es, hijo, que ignoras la regla y el orden caballería? Y ¿cómo pides ser hecho caballero, si desconoces el orden y la caballería? Porque ningún caballero puede mantener un orden que desconoce; ni puede amar este orden ni lo que le pertenece, ni conocer los defectos y faltas que contra él se pueden cometer. Ningún escudero debe ser hecho caballero si no sabe bien cuanto atañe al orden de caballería; y, de esta suerte, sería desordenado el caballero que pretenda armar a otro sin enseñarle antes las costumbres que pertenecen al caballero.

-Después que el caballero dijo estas últimas palabras, reprendiendo al escudero que pedía caballería, éste preguntó al primero:

-Señor: ¿Os place enseñarme el orden de caballería? Porque me siento con ánimos   de aprenderlo, y de seguir la regla y el orden.

-Esto dijo el caballero:

-¡Bello amigo! La regla y el orden de caballería se hallan en este libro; en el que yo leo algunas veces, porque me recuerda la gracia y la merced que Dios me hizo en este mundo, cuando honraba y mantenía el orden de caballería con todo mi poder. Porque en tal guisa debe un caballero rendir todas sus fuerzas en honrar caballería, cuanto caballería otorga al caballero cuanto le pertenece.

-Con estas palabras el caballero dio el libro al escudero. Y cuando éste lo hubo leído y entendido que el caballero es uno elegido entre mil, para el más noble de todos los oficios; y hubo entendido la regla y el orden de caballería, después de pensar un poco, dijo:

-¡Ah, Señor Dios! Bendito seáis, porque me habéis guiado a un lugar y a tiempo para que pueda tener el conocimiento de caballería; lo que tanto he deseado sin que supiese la nobleza de su orden ni la honra en que Dios ha puesto a los que pertenecen al orden de caballería.

-Y contestó el caballero:

-¡Amable hijo! Ya se acerca el momento de mi muerte, porque son pocos los días que me restan de vida. Ahora bien: Como este libro ha sido hecho para restaurar el honor, la lealtad y el orden que el caballero debe tener; por esto, hermoso hijo, llevaos con vos este libro a la corte a donde vais y enseñadlo a todos los que quieran ser noveles caballeros. Y ya que lo tenéis, guardadlo bien, si amáis el orden de caballería. Y en cuanto seáis armado caballero, volved a este lugar para decirme cuáles son los que han sido hechos noveles caballeros y si han sido obedientes al orden de caballería.

-El caballero dio su bendición al escudero. Y éste, tomando el libro, se despidió muy devotamente del caballero; y subiendo a su palafrén, fuese a la Corte, haciendo camino con  mucha alegría.

Y sabia y ordenadamente presentó y entregó el libro al muy noble Rey y a toda la gran Corte, y consintió que todo caballero aficionado a permanecer en orden de caballería lo pudiere trasladar, a fin de que leyéndolo con frecuencia tenga presente el orden de caballería

-Continuara..

Acerca del autor

Ramón Llull

Biografía - Ramon Llull - Doctor Iluminado

Fuente Wikipedia


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