lunes, 25 de enero de 2021

LA INCREÍBLE FUERZA SIMBÓLICA DEL CORDERO / Tradición Cristiana

 

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Presente en numerosos momentos del Antiguo Testamento, el cordero, animal frágil e inocente, asumirá plenamente su fuerza simbólica en el Nuevo Testamento. Víctima pascual por excelencia, representa en imágenes y en mensaje el sacrificio último de Cristo para la redención de los hombres

Profetas del Antiguo Testamento como Isaías identificaron rápidamente el destacado rasgo característico del cordero:

Al ser maltratado, se humillaba y ni siquiera abría su boca: como un cordero llevado al matadero, como una oveja muda ante el que la esquila, él no abría su boca”.

Esta es, en efecto, la primera imagen que se puede evocar de este delicado animal que siempre ha representado la inocencia, como confirma también el profeta Jeremías:

«Y yo era como un manso cordero, llevado al matadero, sin saber que ellos urdían contra mí sus maquinaciones: ‘¡Destruyamos el árbol mientras tiene savia, arranquémoslo de la tierra de los vivientes, y que nadie se acuerde más de su nombre!’”.

Víctima pascual

En este contexto, los primeros tiempos bíblicos asociaron cordero y víctima expiatoria. El punto culminante llega en la famosa noche del Éxodo.

Esa noche la sangre de cordero sacrificado debía marcar los dinteles y lados de las puertas del pueblo de Israel para librarles de la cólera divina que iba a abatirse sobre todos los primogénitos egipcios.

La institución del cordero para la Pascua judía había nacido y, desde entonces, sería conmemorada cada año.

El cordero, un símbolo fuerte del cristianismo

El legado del Antiguo Testamento para los inicios del cristianismo fue esencial, ya que se asumió un gran número de rasgos principales.

Sin embargo, el cordero con la Pasión de Cristo tomará una fuerza simbólica más profunda aún y constituirá uno de los emblemas mayores de los cristianos.

Si el cordero hacía hasta entonces de figura de víctima expiatoria, Cristo sería asociado al inocente animal, como describió Juan Bautista: “Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. La última parte de la frase es el elemento esencial.

Este Ecce Agnus Dei retomado por la liturgia en latín desde los primeros siglos supera todos los sacrificios del Antiguo Testamento practicados hasta entonces y que debían repetirse antes año tras año.

Con el Nuevo Testamento, el sacrificio crístico se vuelve único en la salvación de la humanidad de la muerte. Lo evoca con fuerza cegadora el Apocalipsis de san Juan al describir al Cordero de pie en medio del trono, inmolado y digno de recibir el poder, la riqueza divina, la sabiduría, la fuerza, el honor, la gloria y la bendición…

Así lo confirma la Carta a los hebreos al describir a Jesús como poseedor de un “sacerdocio inmutable” que “no tiene necesidad, como los otros sumos sacerdotes, de ofrecer sacrificios cada día, primero por sus pecados, y después por los del pueblo.Esto lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo”.

El cordero se convierte entonces en el primer emblema de Jesucristo por su poder salvífico e inspirará con esta imagen a innumerables artistas.

Un símbolo radiante en las artes

En efecto, el cordero crístico inspiró a un gran número de artistas, los primeros los de las Catacumbas, como la de Calixto en Roma.

En ella todavía es posible ver emotivas representaciones en las paredes ocultas bajo varios metros de tierra. La Cruz aún no está presente en estas obras, en las que predomina, en cambio, el cordero.

El cordero eucarístico también aparecerá en cuadros que representan a Cristo en la cruz. Es el caso de Grünewald y su famoso retablo de Isenheim.

En él, el cordero, también sacrificado, mira a Cristo, clavado en el instrumento de suplicio, mientras su sangre se vierte sobre el cáliz: la muerte conduce a la vida por la Eucaristía instituida.

Este mismo simbolismo inspiraría también numerosos libros de oración. Como el de Waldburg (1486), que representa al animal portando él mismo su cruz y colmando también con su sangre el cáliz a sus pies.

No obstante, la obra más intensa que reúne ella sola toda la riqueza de este poderoso simbolismo sigue siendo, sin duda, la famosa obra maestra de los hermanos Van Eyck, la Adoración del Cordero Místico.

Ubicada en la catedral de San Bavón de Gante, es una catequesis en sí misma de la potencia evocadora que no deja de sorprender aún en nuestros días.


Fuente: 

Aleteia


martes, 19 de enero de 2021

NOTAS SOBRE LA CÁBALA / Pascal Gambirasio d’Asseux

 



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En hebreo y en el marco de la espiritualidad judía, mantillo nutricio y “adviento” del Cristianismo, esta teología metafísica que constituye el corazón de la mística judía, es denominada Kabalah: Cábala significa Tradición, lo que es recibido y transmitido, enseñado.

El Judaísmo comprende, en el seno de la Torá recibida del Eterno por Moisés en el Monte Sinaí y transmitida de generación en generación, dos componentes, como por otra parte las Tablas de la Ley son también en número de dos: la Torá escrita (el Pentateuco) y la Torá oral (los comentarios rabínicos, hablando en propiedad la hermenéutica, que fueron más tarde puestos ellos mismos por escrito y que componen el Talmud, la Mishná y los Midrashim).

La Cábala es parte integrante de la Torá oral para constituir la revelación más interior (el esôterikós) dicho de otro modo la más metafísica y, en este sentido, reservada a aquellos que Moisés, y después de él sus sucesores, consideraran como más cualificados espiritualmente para ser admitidos a su estudio.

La Cábala fue objeto a su vez de tratados específicos: es así que el corpus principal de la Cábala está constituido por el Sepher ha Zohar (libro de los esplendores), el Sepher ha Bahir (libro de la luz) y por el Sepher Yetsirah (libro de la creación o de la formación).

Volvamos ahora al corpus designado bajo el nombre de Cábala y a su “interés” para un encaminamiento cristiano.

Para el cristiano, al menos para aquel a quien su carisma propio lo impulsa a conocer los aspectos metafísicos (pero, que recordémoslo, no constituye una obligación en absoluto para alcanzar la santidad) nos estamos refiriendo a la Cábala estudiada y entendida a la luz de la Encarnación del Verbo divino, el Mesías prometido a Israel, para entendernos, tal cual es descubierta y puesta en práctica por aquellos a los que se ha llamado Cabalistas cristianos del Renacimiento, como es el caso de Giovanni Pico della Mirandola y Johannes Reuchlin1.

Se trata pues de la Cábala judía pero contemplada, en pleno sentido del término, a la luz (que es una Persona: Jesús, el Verbo encarnado) de la revelación cristiana, en perfecta aplicación de estas palabras de Cristo:

No penséis que vine para abolir la Ley ni los Profetas; no vine para desatar, sino para cumplir. Pues en verdad os digo que mientras no se desvanezcan el cielo y la tierra no se desvanecerán de cierto una jota ni un acento de la Ley hasta que todo se realice.”2

Es significativo recordar que Pico della Mirandola, en su Discurso sobre la dignidad del hombre (1486) declara:

“Haber encontrado en los libros de la Cábala menos de la religión de Moisés que de la cristiana”.

En primer lugar, porque la Buena Nueva es el cumplimiento de la revelación de Dios a los hombres de acuerdo a un desvelamiento progresivo, una continuidad o, más exactamente, una pedagogía divina como la hemos nombrado, desde Abraham, luego por Moisés hasta llegar a esta Plenitud de los Tiempos en que se realiza la Encarnación del Verbo divino, Jesucristo; puesto que Israel deviene (o hubiera debido devenir por entero) Ecclesia.

En segundo lugar, porque las palabras de Cristo3 que hemos citado fundamentan e iluminan esta canonicidad de la Cábala en el seno de la revelación cristiana, incluyéndola como parte integrante de estos Misterios.

La teología participa de la ontología cristiana y no debe reducirse a una lectura piadosa, edificante y necesaria, ciertamente, pero capada de la dimensión y las gracias que realmente la firman. Todavía menos desnaturalizada bajo la etiqueta de “materia cultural” o “ciencia de las religiones”, de acuerdo a una clasificación de la ciencia moderna.

Resulta fundamental recordar esta dimensión propiamente operativa y, así pues, en sentido pleno: esotérica (interior) y, en consecuencia, iniciática: que (re)edifica el ser y los restaura a su estado original.

A estos efectos, debe ser leída (entendida, más bien) según los cuatro sentidos tradicionales enseñados en el Judaísmo y retomados por el Cristianismo, para el estudio y comentario de los textos revelados.

Según la tradición judaica, estos cuatro sentidos son los siguientes: peshat (sentido histórico y literal); remez (sentido alegórico); drash (sentido interpretativo o moral); sod (sentido anagógico: místico, esotérico en sentido etimológico).

La inicial de estas cuatro palabras forma el acrónimo bien conocido de PRDS (Pardés, el Paraíso: jardín, edén), la morada inicial de Adán y Eva en cuerpo glorioso bajo la mirada de Dios; en diálogo directo y permanente con Él: palabra de Dios hacia Adán y Eva y palabra, en retorno, de estos últimos hacia el Eterno.

Este diálogo, en verdad, que forma y caracteriza la teología según el doble movimiento que hemos evocado.

No se puede calificar este estado paradisíaco de “teología primordial” de acuerdo al estado ofrecido por el Señor a Adán y Eva creados a su imagen y semejanza. Esta vida en los Cielos o teología edénica era claramente, como podemos ver, contemplación inmediata y vida celeste. Una vida que había de ser Vida eterna, si no hubiera habido la transgresión de Adán y Eva.

El más interior de los cuatro sentidos a que nos referíamos de la tradición hebraica, sod, el sentido anagógico y así pues metafísico es evidentemente el que lleva esta dimensión ontológica y manifiesta el carácter operativo que hemos evocado.

Así, la Cábala constituye este sod: el más elevado (así pues, el más interior) de los cuatro sentidos en el estudio de la Torá, luego del Evangelio en el marco de la revelación cristiana, en aplicación de estas palabras de Cristo que fundamentan su legitimidad y canonicidad:

“No penséis que vine para abolir la Ley ni los Profetas; no vine para desatar, sino para cumplir. Pues en verdad os digo que mientras no se desvanezcan el cielo y la tierra no se desvanecerán de cierto una jota ni un acento de la Ley hasta que todo se realice”.4

A la vista de estos aspectos, nos es posible, a nuestro modo de ver, el poder afirmar que la teología es la prolongación de los sacramentos y que los sacramentos son la fuente de la teología.

Por prolongación, no pretendemos decir en absoluto que los sacramentos tengan necesidad de soporte alguno o de algún tipo de ayuda ya que tienen plena eficacidad por sí mismos.

Lo que queremos indicar es que la teología prepara mentalmente, intelectualmente y sobre todo espiritualmente, a la recepción de dichos sacramentos.

La teología concurre a hacer vivir y operar en uno mismo los sacramentos a lo largo del tiempo, a captar mejor su “resonancia” en nosotros y en consecuencia, asegurar su remanencia en el ser fijándose en este.

El cristiano que ha emprendido el vuelo en una de las vías de interioridad y particularmente en la vía iniciática, se sitúa en esta teología viviente y contemplativa. Comprende que el Evangelio es, en su esencia, una voz: la voz humana del Verbo divino a través de las generaciones.

Leyendo el Evangelio, en realidad uno debe ponerse a la escucha. Ya que quien lee la palabra de Dios sin oírla, en verdad es como si leyera sin entender.

Las religiones monoteístas5 no escapan a dicha regla: el judaísmo con la Cábala (cuyo nombre significa por otra parte Tradición, en el sentido de una enseñanza recibida), el Islam con el sufismo, en sus diferentes ramas (en Occidente, se conocen sobre todo los Derviches giróvagos).

La Revelación cristiana, a diferencia de las otras religiones y vías espirituales, no comporta realmente una separación –de naturaleza- entre una parte exterior (un exoterismo) y otra interior (un esoterismo), permaneciendo en el cristianismo como complementarias y sin ningún carácter antagonista en el que algunos quisieran encerrar a ambas de manera redhibitoria. Así, esta separación que se acostumbra a constatar en el seno de otras formas tradicionales, simplemente no existe, principalmente por razón de la naturaleza de los sacramentos cristianos.

Es a la vez más simple y más complicado, como acostumbra a suceder en el ámbito espiritual; pero es justamente ahí -en estos sacramentos precisamente- donde reside el verdadero secreto, la clave del misterio cristiano y, por lo tanto, la clave del “esoterismo cristiano”, pero también la dificultad de comprensión: la Revelación, la Religión cristiana (la Palabra y los sacramentos) es dada por igual a todos los hombres, a esta “multitud” de la que habla el Evangelio, y reservada en ciertas de sus enseñanzas a aquellos que, a imitación de los tres Apóstoles escogidos por Jesús para contemplar su Transfiguración (Juan, Pedro y Santiago a los que designará después con el nombre de Boanerges: hijos del Trueno) fueron escogidos en razón de ésta cualificación espiritual a que nos estamos refiriendo.

Podríamos tomar como ejemplo para ilustrar lo que decimos los rosetones que ornan las catedrales. Los rosetones se ofrecen a la vista en primer lugar desde el exterior donde se observa todo el maravilloso trabajo de encaje de las piedras talladas; luego, cuando el peregrino o el simple visitante ha entrado en la nave, esas mismas piedras pueden contemplarse desde el interior, con la mirada tornada hacia la luz que las ilumina, en todos los sentidos del término, al igual que es hacia oriente que los fieles participan de la Misa. Entonces todo el arte de los maestros vidrieros resplandece para anunciar la Palabra y los Actos de Dios y la vida de los santos. El mismo rosetón6 puede pues ser simultáneamente considerado, sea en su exterioridad, sea en su interioridad; pero el rosetón no deja de ser uno y presentar las mismas imágenes y esculturas. Por tanto ¿quién puede negar que el rosetón es más expresivo y más bello, visto desde el interior, como si la luz de Gloria lo atravesara para interpelarnos; que encuentra ahí su más íntima verdad?

Esta enseñanza reservada reposa en gran parte en la Cábala, entendida a la luz del Nuevo Testamento, anunciando y realizando la Nueva y Eterna Alianza y de la que se debe, en justicia, hablar como de Cábala cristiana. Queda así plenamente justificada en su gesta y sus revelaciones, sin que por ello quede desnaturalizado su mantillo de origen, muy al contrario ya que como Cristo ha dicho: “no penséis que vine para abolir la Ley ni los Profetas; no vine para desatar, sino para cumplir” (Mateo V, 17)7

Al igual como Ecclesia es el cumplimiento de la Promesa hecha y representada por Israel, igualmente la Cábala cristiana es el cumplimiento, la clave de la Cábala judía.

La ciencia de las letras y los números (nos situamos aquí fuera de la religión judía, en que el contexto es diferente y contemplamos la Cábala cristiana, es decir la Cábala estudiada y puesta en práctica por los cristianos) si supone por su parte, esta vinculación de la que hablamos, no posee en sí misma ninguna transmisión particular.

la Cábala cristiana, la vía de las letras-números y de los sephiroth, poniendo en práctica realmente una teúrgia mediante la plegaria ordenada en torno a la invocación de Nombres divinos o angélicos…


NOTAS:

1 En castellano, Juan Pico de la Mirandola (1463-1496) y Juan Reuchlin (1445-1522).

2  Mt V, 17-18.

3  Mt V, 17-18.

4 Mt V, 17-18.

5 Es menester precisar que estas religiones están fundamentadas en la Revelación directa de Dios en Sí Mismo y por Sí Mismo en la Historia de los hombres, en particular a profetas y santos, pero también a los místicos. Las otras formas tradicionales reposan esencialmente en “la experiencia”, “el despertar” de los sabios; “despertados” estos, a partir de su propia realización espiritual. Aunque las tres religiones monoteístas comportan, todas ellas, vías de experiencia espiritual (mística e iniciática) y que, en corolario, resulta justo pensar que Dios, en su Misericordia, concede igualmente una parte de su Revelación en aquellas tradiciones en las que no es explícitamente “nombrado” o “percibido”, siendo sin embargo la distinción entre estas dos Formas de espiritualidad, totalmente radical. En las primeras, si uno “se despierta” (ascensión del espíritu), es a partir de una revelación (descenso divino) y lo es mediante un “encuentro”, con Dios. En las segundas, la revelación no viene del Cielo, sino que es el hombre quien se eleva –por sí solo- para alcanzar un “divino” un Cielo, un Principio con el que debe fundirse; en el que “se apaga” (volveremos más adelante de modo más detallado sobre estos puntos).

6 Podríamos añadir que la piedra, que constituye la osamenta y la geometría, aparece como el cuerpo físico de los rosetones; las vidrieras, por su parte, constituyen su alma, mientras que la luz que las atraviesa, dándoles sentido y vida, no es otra cosa que su espíritu, portador del Verbo, verdadera Luz del mundo.

7 Cf. infra nota 23 (capítulo II S 4)


Acerca del Autor

Pascal Gambirasio d'Asseux


Pascal Gambirasio d'Asseux nació en París en 1951. Abogado, se ha dedicado también a la espiritualidad cristiana. Escritor, conferenciante (invitado de France Culture y de Radio Chrétienne Francophone), ha publicado varios libros -que ahora son referencias reconocidas- sobre la dimensión espiritual de la caballería y la heráldica o la ciencia del escudo de armas, sobre la naturaleza cristiana de la realeza francesa y del rey de Francia, así como sobre el camino cristiano de la iniciación como camino de interioridad y de encuentro con Dios: iniciático, de hecho, lejos de las interpretaciones desviadas que han distorsionado su significado desde al menos el siglo XIX, significa al mismo tiempo origen, inicio e interiorización del proceso espiritual para que, como enseña San Anastasio Sinaí, "Dios haga del hombre su hogar". De este modo, quiere contribuir al (re)descubrimiento de esta dimensión dentro del Misterio cristiano, olvidada o incluso rechazada por unos porque está desfigurada por otros.


Masonería Cristiana





lunes, 11 de enero de 2021

CAMINOS DEL CRISTIANISMO El Místico y el Iniciado / Pascal Gambirasio d’Asseux

 




Pascal Gambirasio d’Asseux

CAMINOS

DEL

CRISTIANISMO

El Místico y el Iniciado

Traducción:

RAMÓN MARTÍ BLANCO


II- LOS SACRAMENTOS; RENOVACIÓN ONTOLÓGICA DEL ESÔTERIKÓS

1.- Los sacramentos o el Acto de Dios

A todos los efectos y propósitos, incluso si son conocidos por todos, no resulta inútil recordarlos, retomando las enseñanzas de la Iglesia.

El bautismo, la confirmación (crismación en los Ortodoxos) y la eucaristía o comunión se presentan como los tres sacramentos fundamentales. Ellos constituyen “los sacramentos de la iniciación cristiana” según formulación exacta y doctrinal de la Iglesia 33.

Podemos ver, con razón, cómo la Iglesia no ha tenido jamás temor de utilizar este término ya que traduce perfectamente el carácter y las gracias que los sacramentos imprimen en el ser que los recibe y el camino de vida espiritual al que dan acceso para aquél (aquella) que está bien decidido(a) a hacerlos fructificar. Volveremos sobre ello.

Por otra parte, en los primeros tiempos de la Iglesia, los catecúmenos no estaban autorizados a asistir a lo que hoy se llama la liturgia de la Palabra, sino que estaban obligados a salir antes de la liturgia eucarística ya que no estaban admitidos a los santos Misterios, en la medida que no habían recibido el bautismo y la confirmación, esta última teniendo lugar inmediatamente a continuación del bautismo, como esta tradición ha venido perpetuándose en la Iglesia Ortodoxa.

Esta evocación de la salida de los catecúmenos perdura en la liturgia ortodoxa de san Juan Crisóstomo (incluso si ya no se hace hoy efectiva, que sepamos) en la que el diácono proclama, al final de la liturgia de los catecúmenos que precede pues a la de los fieles en que se celebra la eucaristía:

“Que todos los catecúmenos se retiren. Catecúmenos, ¡retiraos! ¡Que todos los catecúmenos se retiren! ¡Que no quede ningún catecúmeno!”

Pero, más todavía: con el fin de afirmar claramente la naturaleza eminentemente sagrada, así pues, reservada (dicho de otro modo, preservada y, luego, secreta), estas mismas liturgias ortodoxas, así como las liturgias armenias y orientales cierran entonces el iconostasio que separa la nave en la que están reunidos los fieles bautizados del santuario en el que está el altar y los oficiantes, de tal suerte que la consagración no es ofrecida a ojos de los fieles 34.

Únicamente los hombres que han recibido la ordenación tienen así el derecho y la vocación de contemplar los Misterios de esta consagración y a operarla in Persona Christi. Los fieles la reciben a continuación, cuando las puertas del iconostasio son reabiertas.

Esta tradición del iconostasio no deja de recordar el velo que separaba el Santo (el  hikal) del Santo de los Santos (el debir) en el Templo de Jerusalén y, antes que él, en la tienda de la Asignación. Velo que quedó rasgado, por otra parte, en el momento de la muerte de Cristo en la cruz. Lo que, de por sí, constituye un símbolo, un acto apocalíptico, en sentido etimológico.

Esta jerarquización cristiana entre los catecúmenos, los bautizados y el clero (los cristianos ordenados), presenta una evidente analogía con las partes principales del Templo de Jerusalén, arquetipo y prefigura del Templo por excelencia “no hecho de mano del hombre” que es el Verbo encarnado 35 y, en él, de todo hombre en su imagen y semejanza divinas.

Físicamente y espiritualmente, al menos en su colectivo social ya que las aptitudes y las gracias de cada uno pueden llevarlo más al interior, aunque sea invisiblemente a los ojos del mundo, los fieles se sitúan de acuerdo a la progresión siguiente:

Los catecúmenos, aunque admitidos temporalmente en el Santo (el hikal) para la liturgia de la palabra, se sitúan en el vestíbulo o porche (olam), los fieles en el Santo (hikal) y los hombres ordenados en el Santo de los Santos (debir).

Los otros cuatro sacramentos (al igual que los dos primeros de la iniciación cristiana que son el bautismo y la confirmación), toman sus raíces en y se ordenan de acuerdo a la participación eucarística que debe ser lo más frecuente posible en el curso de la existencia terrestre.

Como es sabido, la enseñanza de la Iglesia los reparte según dos polos: por una parte, los sacramentos de curación (tanto del cuerpo como del alma): el sacramento de reconciliación (anteriormente la confesión) y el de la unción de los enfermos (antaño la extremaunción); por otra, los sacramentos de compromiso, en particular a través de las generaciones: el sacramento de la Ordenación y el del matrimonio.

En estas páginas, nos referiremos esencialmente a los sacramentos de esta iniciación cristiana que son el bautismo, la confirmación y la eucaristía pero también, en el marco de la vocación y carismas personales, al de la Ordenación, más precisamente al sacerdocio y al episcopado que configuran a Cristo justamente por la aplicación de estos sacramentos.

Consideremos ahora el asunto que nos ocupa.

Es preciso no dejar de señalar y proclamar la naturaleza única de los sacramentos cristianos con el fin que la comprensión de un asunto tan esencial a la fe cristiana, quede exento de ambigüedad, así como de toda alteración y, principalmente para aquellos que invocan la fe cristiana, y en general, para todos aquellos que profesan su pertenencia a  la religión cristiana.

Los sacramentos cristianos son únicos, efectivamente, ya que están instituidos y aplicados por Dios mismo: el Verbo encarnado, Jesucristo y son por ello portadores objetivos, inmediatamente e inmutablemente, de las gracias santificantes acompañadas, para los casos del bautismo, la confirmación y la ordenación sacerdotal, del carácter (del latín character, salido del griego kharakter, χαρακτήρ: sello, signo, huella) que el Señor les asigna 36.

Ello es, como hemos indicado en nota 25, lo que la teología entiende por la fórmula ex opere operato que ella utiliza al respecto para significar que los sacramentos tienen por sí mismos y en ellos mismos su plena eficacidad espiritual (en el sentido teológico del término) por fuera de toda acción y de todo grado de santidad humana por parte de quien los otorga o más exactamente los transmite y para quien los recibe.

No obstante, la condición necesaria (salvo el bautismo en caso de peligro de muerte) que estos sacramentos sean administrados por hombres que, habiendo recibido el episcopado o el sacerdocio, están de este modo configurados a Cristo (según expresión teológica).

Ya que los sacramentos no son solamente instituidos por el Señor, sino igualmente administrador por Él “a través” de estos hombres consagrados, actuando entonces estos últimos in Persona Christi como lo enseña la Iglesia.

Cristo es aquel que a la vez dispone los sacramentos cuando la Encarnación en la Plenitud de los Tiempos en la Historia de los Hombres y quien los aplica a cada uno de nosotros en su propio illo tempore.

He aquí por qué los sacramentos son: en términos teológicos, Misterios cristianos y designados así durante los primeros siglos de la Iglesia 37.

Los ejercicios espirituales constituyendo las vías iniciática y mística, al igual que los sacramentales, por otra parte, no lo son. Pueden presentar eficiencias espirituales, que algunos llaman teúrgias (término a tomar sin embargo con las más extremas reservas, como ya hemos explicitado en páginas anteriores), dicho de otro modo, despertares a la presencia divina o angélica, ciertamente, pero no comparable de ninguna de las maneras con la naturaleza y los efectos de gracia de los sacramentos.

En contrapartida, tienen por objeto hacer fructificar los sacramentos, abriendo el ser a su plena operatividad en él, a su libre paso y a su inhabitación remanente.

Podemos comprender pues sin dificultad que los sacramentos son de una naturaleza y  un poder inconmensurables en relación a todo rito o ritual humano tal cual han sido practicados a lo largo de la historia de la humanidad.

Por bien que estos ritos sean actos sagrados (del latín sacrum facere: hacer sagrado, restaurar lo sagrado, retejer los lazos entre Dios y los hombres) y así pues con capacidad de manifestar una modalidad de la presencia divina (que Dios concede siempre por gracia y no por obligación), los sacramentos difieren radicalmente de estos como acabamos de ver.

Porque dichos ritos son resultantes de los actos de los hombres y no inmediatamente del Acto de Dios, estos ritos, exigen y suponen, por otro lado, una santidad o cualidades espirituales particulares por parte de los oficiantes, cualidades siempre sujetas a dudas y cuestionamientos, aunque la invocación de los nombres divinos, en particular el santo Nombre de Cristo Jesús en la plegaria del corazón, sea portadora de la presencia real del Señor, pero ello es así, precisamente porque no se trata de un rito, hablando en propiedad, sino de una especie de eucaristía del Nombre, cumplida por Jesús mismo.

La única otra manifestación de Dios, no solamente directa sino que durante un tiempo fue perenne (a diferencia de la zarza ardiente, por ejemplo, que constituyó una manifestación puntual y a la sola intención de Moisés), a la que se podría considerar mutatis mutandi como una “anticipación” de su Acto mayor en el seno de los sacramentos cristianos, como es la eucaristía, es a nuestro juicio la sekhinah en el Judaísmo: presencia divina remanente por encima del Arca de la Alianza en el debir de la tienda de la Asignación y después en el Templo de Jerusalén hasta que el general Pompeyo encontrara vacío el Santo de los Santos del segundo Templo.

Este nombre de sekhinah está construido sobre la raíz shin-caph-nun que significa “habitar”, “residir”. Manifestaba la inmanencia divina entre su pueblo, particularmente la del Espíritu Santo, el Rua’h Ha Kodesh.

Pero solamente el Sumo Sacerdote de Israel podía contemplar la sekhinah, una vez al año, y observando un complejo ritual de preparación que incluía una vestimenta sacerdotal definida por el Eterno mismo 38.

La sekhinah, sin embargo, no puede ser considerada como una especie de sacramento, un “antes de hora”, si se nos permite decirlo, porque ningún sacerdote en Israel, e incluyendo el Sumo Sacerdote, no había recibido ningún poder de Dios para manifestarla en su nombre, a diferencia del Cristianismo en que los hombres ordenados, es decir, configurados a Cristo con este fin, consagran en cada misa las santas especies, precisamente in Persona Christi.

La sekhinah, no era tampoco ofrecida a la vista de todos los hijos de Israel y no comportaba ninguna comunión como en la eucaristía.

Los sacramentos, por su parte, encarnan de la manera más inmediata la presencia real y remanente del Señor entre los suyos como él mismo lo había prometido 39, incluso si se ha hecho invisible desde la Ascensión. ¿Acaso no es, en efecto, el Emmanuel (Dios en nosotros)? Tendremos la ocasión de volver sobre este punto.

Estos sacramentos ordenan y centran toda la vida cristiana; son el sello y la fuente. En ellos, se sitúa y se refiere todo lo que constituye la especificidad cristiana y las enseñanzas de la Iglesia son una catequesis incesante para entenderlos mejor y perfeccionarse en ellos.

Son los dones de la Nueva Alianza que crean y sellan la comunión con Dios según un modo nuevo como lo entiende el Evangelio: un Misterio perfectamente insondable y,  sin embargo, el más íntimo entre el Ser de Dios y el ser del hombre.

Son estos sacramentos los que irrigan y vivifican la integralidad de las modalidades caracterizando la vida cristiana; ellos los que preparan y constituyen desde ya, desde aquí abajo, la Vida eterna en Cristo.

Decimos a propósito modalidades y no naturalezas; volveremos sobre ello más en detalle en un instante.

Ante esta verdad irrefragable, la vía iniciática, sus ritos y sus enseñanzas, no pueden pues justificarse sino en conformidad con lo que acabamos de exponer. Solo puede ser legítima y realmente cristiana si se inscribe en este marco, dicho de otro modo, a la luz  y bajo la dependencia de estos sacramentos a los que está tan íntimamente ligada como las otras modalidades de la vida espiritual.

Así, son los ritos y las enseñanzas iniciáticas los que se inscriben en el marco de los sacramentos de la iniciación cristiana (formulación tradicional de la Iglesia) que son el bautismo, la confirmación y la eucaristía, y expresan así una modalidad propia en la conducta de vida espiritual para aquel que presenta la cualificación y el deseo, pero nunca estos ritos y enseñanzas vendrán a superponerse a dichos sacramentos para supuestamente aportarles ningún poder suplementario.

Menos aún que dichos ritos y enseñanzas sobrepasen en eficacidad a los sacramentos en el marco de la vida espiritual cristiana, haciéndolos secundarios respecto a lo que estos ritos y estas enseñanzas aportarían de más en el ámbito de una realización espiritual a la cual sólo dichos ritos darían acceso.

En realidad, son los sacramentos, fuentes de gracias de la revelación cristiana, los que constituyen el único medio de Salvación y de la deificación prometida por Cristo cuando llame a cada uno a ganar la plaza que le ha preparado a su lado, en los Cielos en la Casa del Padre.

Los sacramentos operan una verdadera refundación, una auténtica renovación ontológica del esôterikós (específicamente entendido aquí como vía iniciática) respecto a lo que era antes de la revelación cristiana y ha permanecido en otras espiritualidades.

Ellos constituyen la fuente divina y, así pues, la primacía de este esôterikós de suerte que es a su luz (en todos los sentidos del término) que conviene comprenderlo y vivirlo.

Los ejercicios espirituales entre el número de los cuales, a nuestro juicio y según su especificidad propia, hay que alinear la vía (el modo) iniciático, responden desde entonces a la necesaria fructificación en todo bautizado de los Misterios de Dios recibidos por los sacramentos, permitiendo plenamente a estos últimos operar en su ser 40; de llevarlo a la resurrección de la carne y a la vida eterna.

Dicho esto, seamos precisos: los sacramentos son Actos de Dios, directamente instituidos y aplicados por Él. Son Misterios cristianos.

Todas las otras expresiones de la vida espiritual como las que venimos de evocar y sobre las que volveremos (los ejercicios espirituales), por poderosas que ellas sean, portadoras de una real eficacidad espiritual necesaria para la edificación de cada uno según su vocación, no dejan de estar conducidas por los hombres, por inspirados que ellos sean, guiados y ayudados por Dios.

Sí, es preciso repetirlo sin descanso: todo discurso o creencia que conduzca a considerar a los sacramentos cristianos como surgidos de una naturaleza calificada entonces como exotérica -sin explicarse demasiado- y presentados por este hecho como portadores de una potencia espiritual limitada, induciendo entonces la absoluta necesidad, para aquellos deseosos de seguir un encaminamiento más completo y más interiorizado (presentado como esotérico e iniciático) dicha creencia, está basada en la incomprensión del Cristianismo, de la Persona de Cristo y de los sacramentos por Él instituidos.

Finalmente, conviene insistir sobre este punto: la naturaleza y los efectos de esta incomprensión se analizan simple y llanamente como herejía 41.

Por el contrario, recusar, incluso condenar el modo (la vía) iniciática entonces entendida en su realidad intrínseca, a saber, un modo de realización espiritual de interioridad en el seno del Cristianismo, arguyendo, que únicamente con los sacramentos basta, es igualmente una actitud del todo errónea e inaceptable.

En efecto, esta recusación es falsa si ella se fundamenta en la negación de principio desprovista de verdad (como pensamos haber expuesto) que la profundización de la fe sería, finalmente, superflua; como si la teología (en sus diversos grados de estudio) no contara en el nacimiento y la maduración de la fe.

Es igualmente falsa si se basa únicamente en la constatación de las desviaciones que hemos evocado y que, efectivamente, es preciso denunciar, pero que no tienen nada en común con esta vía en su autenticidad y que no pueden descalificarla puesto que ellas  no le pertenecen. Sería como si se condenara a la víctima por el crimen perpetrado contra ella.

Por todos estos motivos, es pues desafortunado y lamentable el rechazar conocer uno de los modos de realización espiritual, por tanto, perfectamente lícito, tradicional y eficiente en la medida que en el seno del Cristianismo se le considere y lo viva de acuerdo a su naturaleza, tal cual acabamos de describir y que es, conforme al Credo, subordinado y ordenado a los sacramentos.


Notas

33 Incluso si algunos quieren restringir su entendimiento dando a este término un sentido aminorado y, en definitiva, totalmente “moderno”, no por ello deja de poseer un significado bien preciso sobre todo cuando nos situamos en la época en que fue escogido. Por otra parte, como vamos a ver, los Misterios cristianos no han sido desvelados en una sola vez sino de acuerdo a una progresión en tres etapas, de la más exterior a la más interior (así pues, esotérica en su sentido etimológico): los catecúmenos para oír las enseñanzas, los fieles para recibir la eucaristía además de dicha enseñanza y los hombres ordenados, únicos admitidos al secreto de la consagración del pan y el vino.

Finalmente, si hubiera que entender esta expresión como la simple indicación que se trata de sacramentos del “comienzo” de la vida cristiana, “iniciando” pues dicha vida en el sentido de un simple comienzo, ¿no sería del todo lógico el contar entre ellos el sacramento de la eucaristía, que es la cumbre y el corazón de todos los otros sacramentos, el Misterio cristiano por excelencia?

34 El rastro de este iconostasio perdura en Occidente bajo la forma de la mesa de comunión: una balaustrada de madera o hierro forjado que separa el santuario y el coro de la nave y que, en el rito romano tradicional (dicho rito de san Pío V), se cierra en el momento de la comunión recubriéndola con un lienzo blanco y ante el cual los fieles se arrodillan para recibir la hostia del oficiante que se tiene en el otro lado.

35 Jn II, 19-20.

36 No es inútil precisar que el carácter que acompaña las gracias es el sello indeleble que firma (en todos los sentidos del término, en este caso) al ser que las recibe. El bautismo, la confirmación y el Ordenamiento sacerdotal confieren este carácter y no pueden ser borrados ni reiterados. Una excepción, sobre todo para el caso del Ordenamiento en que, en determinadas circunstancias pueden llegar a ser conferidos de nuevo sub conditione, es decir para disipar cualquier duda en cuanto a su validez.

Podemos ver como este carácter, en particular, se opone absolutamente a toda teoría de la reencarnación para un cristiano, como a toda distinción entre Salvación y Liberación para aquellos que siguen vías de interioridad espirituales, mística o iniciática. El bautismo, que une a Cristo, configura de este modo a él, comportando esta mutación ontológica de la que hemos hablado, la cual hace simplemente imposible su anulación o su no operatividad cuando la muerte o en su estado póstumo; al igual que el carácter de este sacramento, dado a los hombres por “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (el pecado original), no puede ser borrado por ninguno de los pecados personales, incluso si obstaculiza o difiere los efectos de las gracias santificantes, lo que es motivo de purgatorio y, en casos de extrema perversidad, de los infiernos. No hacemos más que recordar aquí la pura teología, particularmente expuesta en el “Catéchisme de l’Elise Catholique” de las Editions Mame/Plon 1992. Volveremos sobre este asunto en el último capítulo: “El cuerpo de gloria y las moradas del Padre”.

37 La Iglesia ha utilizado en un primer tiempo la palabra misterio (mysterion en griego que ha dado mysterium en latín) y finalmente, en el siglo III, el latín sacramentum formado a partir de la raíz griega sacr (“sagrado, separado”).

La palabra Misterio está formada a partir de las raíces griegas siguientes: según ciertos lingüistas, muo (cierro los labios, yo callo), según otros muéo (yo me inicio en los Misterios de un Dios: en el marco de los cultos a los Misterios de la Antigüedad). Sea como sea, se complementan perfectamente.

38 Éx XXVIII, 1-42.

39 “Y he aquí que yo estoy con vosotros por todos los días hasta la consumación del tiempo” (Mt XXVIII, 20).

40 Cf. las parábolas evangélicas de las minas y los talentos (Lc XIX, 11-27 y Mt XXV, 14-30).

41 Del latín haeresis, opinión, del griego hairesis, elección, salido de haireïn, captar. En teología, concepción errónea en materia de fe, de un elemento esencial del depósito revelado o rechazo voluntario en admitir una verdad definida por la Iglesia.


Acerca del Autor

Pascal Gambirasio d'Asseux

Pascal Gambirasio d'Asseux nació en París en 1951. Abogado, se ha dedicado también a la espiritualidad cristiana. Escritor, conferenciante (invitado de France Culture y de Radio Chrétienne Francophone), ha publicado varios libros -que ahora son referencias reconocidas- sobre la dimensión espiritual de la caballería y la heráldica o la ciencia del escudo de armas, sobre la naturaleza cristiana de la realeza francesa y del rey de Francia, así como sobre el camino cristiano de la iniciación como camino de interioridad y de encuentro con Dios: iniciático, de hecho, lejos de las interpretaciones desviadas que han distorsionado su significado desde al menos el siglo XIX, significa al mismo tiempo origen, inicio e interiorización del proceso espiritual para que, como enseña San Anastasio Sinaí, "Dios haga del hombre su hogar". De este modo, quiere contribuir al (re)descubrimiento de esta dimensión dentro del Misterio cristiano, olvidada o incluso rechazada por unos porque está desfigurada por otros.






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lunes, 4 de enero de 2021

SANTA MARÍA: MADRE, REINA Y SEÑORA / Tradición Cristiana Oriental

 




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Los primeros cristianos ya llamaban a María la theotokos, que en griego quiere decir “Madre de Dios”. Este reconocimiento estaba escrito en las paredes de las catacumbas donde se ocultaban los cristianos de la persecución del Imperio Romano.

Además de en Europa, en Oriente, en países como Egipto, los cristianos también atribuían ese honor a la Virgen como Madre de Dios. Más tarde, la Iglesia en uno de sus concilios, el de Éfeso, la reconocieron oficialmente en la Iglesia como “Madre de Dios”.

Al principio, esta fecha se festejaba al día siguiente del Nacimiento de Jesús, el 26 de diciembre, según la tradición del siglo V. Tres siglos más tarde, se ubicó esta fiesta dentro de la octava de Navidad.

Tiempo después, el Papa Pío XI volvió a mover la fecha en el calendario. La celebración de María Madre de Dios pasaba a ser el 11 de octubre, para recordar aquél concilio de Éfeso. Esa fecha también fue especial para María Madre de Dios. Bajo su amparo, el Papa San Juan XXIII dio comienzo al Concilio Vaticano II en 1962.

No obstante, la reforma de la liturgia de 1969 restableció el 1 de enero como fiesta de María Madre de Dios. Esta fiesta coincidía además con otro título que se le otorgó a la Virgen. El Papa San Pablo VI había declarado el 1 de enero como Jornada Mundial de la Paz. Por lo tanto, María Madre de Dios es también Reina de la Paz.

El ser “Madre de Dios” es el dogma que da sentido a todos los demás que se le atribuyen. Algunos más son su Asunción al Cielo en cuerpo y alma o su Virginidad Perpetua. Otros honores que se le rinden a la Virgen figuran en las letanías del Rosario, como son Puerta del Cielo, Madre de la Iglesia o Madre del Buen Consejo, entre otros.



NOTAS:

https://www.facebook.com/Misterios-del-Cristianismo-314980521879051



Decreto de Creación del Triángulo Masónico Rectificado "Jerusalén Celeste N°13"

El Hombre de Luz / La ordenación sacerdotal y los sacramentos / La vida consagrada / La iniciación / Pascal Gambirasio d’Asseux

        La ordenación sacerdotal y los sacramentos Según la jerarquía tradicional y estrictamente hablando, estamos hablando del obi...