Pascal Gambirasio d’Asseux
CAMINOS
DEL
CRISTIANISMO
El Místico y el Iniciado
Traducción:
RAMÓN MARTÍ BLANCO
II- LOS SACRAMENTOS; RENOVACIÓN ONTOLÓGICA DEL ESÔTERIKÓS
1.- Los sacramentos o el Acto de Dios
A todos los efectos y propósitos, incluso si son conocidos por todos, no resulta inútil recordarlos, retomando las enseñanzas de la Iglesia.
El bautismo, la confirmación (crismación en los Ortodoxos) y la eucaristía o comunión se presentan como los tres sacramentos fundamentales. Ellos constituyen “los sacramentos de la iniciación cristiana” según formulación exacta y doctrinal de la Iglesia 33.
Podemos ver, con razón, cómo la Iglesia no ha tenido jamás temor de utilizar este término ya que traduce perfectamente el carácter y las gracias que los sacramentos imprimen en el ser que los recibe y el camino de vida espiritual al que dan acceso para aquél (aquella) que está bien decidido(a) a hacerlos fructificar. Volveremos sobre ello.
Por otra parte, en los primeros tiempos de la Iglesia, los catecúmenos no estaban autorizados a asistir a lo que hoy se llama la liturgia de la Palabra, sino que estaban obligados a salir antes de la liturgia eucarística ya que no estaban admitidos a los santos Misterios, en la medida que no habían recibido el bautismo y la confirmación, esta última teniendo lugar inmediatamente a continuación del bautismo, como esta tradición ha venido perpetuándose en la Iglesia Ortodoxa.
Esta evocación de la salida de los catecúmenos perdura en la liturgia ortodoxa de san Juan Crisóstomo (incluso si ya no se hace hoy efectiva, que sepamos) en la que el diácono proclama, al final de la liturgia de los catecúmenos que precede pues a la de los fieles en que se celebra la eucaristía:
“Que todos los catecúmenos se retiren. Catecúmenos, ¡retiraos! ¡Que todos los catecúmenos se retiren! ¡Que no quede ningún catecúmeno!”
Pero, más todavía: con el fin de afirmar claramente la naturaleza eminentemente sagrada, así pues, reservada (dicho de otro modo, preservada y, luego, secreta), estas mismas liturgias ortodoxas, así como las liturgias armenias y orientales cierran entonces el iconostasio que separa la nave en la que están reunidos los fieles bautizados del santuario en el que está el altar y los oficiantes, de tal suerte que la consagración no es ofrecida a ojos de los fieles 34.
Únicamente los hombres que han recibido la ordenación tienen así el derecho y la vocación de contemplar los Misterios de esta consagración y a operarla in Persona Christi. Los fieles la reciben a continuación, cuando las puertas del iconostasio son reabiertas.
Esta tradición del iconostasio no deja de recordar el velo que separaba el Santo (el hikal) del Santo de los Santos (el debir) en el Templo de Jerusalén y, antes que él, en la tienda de la Asignación. Velo que quedó rasgado, por otra parte, en el momento de la muerte de Cristo en la cruz. Lo que, de por sí, constituye un símbolo, un acto apocalíptico, en sentido etimológico.
Esta jerarquización cristiana entre los catecúmenos, los bautizados y el clero (los cristianos ordenados), presenta una evidente analogía con las partes principales del Templo de Jerusalén, arquetipo y prefigura del Templo por excelencia “no hecho de mano del hombre” que es el Verbo encarnado 35 y, en él, de todo hombre en su imagen y semejanza divinas.
Físicamente y espiritualmente, al menos en su colectivo social ya que las aptitudes y las gracias de cada uno pueden llevarlo más al interior, aunque sea invisiblemente a los ojos del mundo, los fieles se sitúan de acuerdo a la progresión siguiente:
Los catecúmenos, aunque admitidos temporalmente en el Santo (el hikal) para la liturgia de la palabra, se sitúan en el vestíbulo o porche (olam), los fieles en el Santo (hikal) y los hombres ordenados en el Santo de los Santos (debir).
Los otros cuatro sacramentos (al igual que los dos primeros de la iniciación cristiana que son el bautismo y la confirmación), toman sus raíces en y se ordenan de acuerdo a la participación eucarística que debe ser lo más frecuente posible en el curso de la existencia terrestre.
Como es sabido, la enseñanza de la Iglesia los reparte según dos polos: por una parte, los sacramentos de curación (tanto del cuerpo como del alma): el sacramento de reconciliación (anteriormente la confesión) y el de la unción de los enfermos (antaño la extremaunción); por otra, los sacramentos de compromiso, en particular a través de las generaciones: el sacramento de la Ordenación y el del matrimonio.
En estas páginas, nos referiremos esencialmente a los sacramentos de esta iniciación cristiana que son el bautismo, la confirmación y la eucaristía pero también, en el marco de la vocación y carismas personales, al de la Ordenación, más precisamente al sacerdocio y al episcopado que configuran a Cristo justamente por la aplicación de estos sacramentos.
Consideremos ahora el asunto que nos ocupa.
Es preciso no dejar de señalar y proclamar la naturaleza única de los sacramentos cristianos con el fin que la comprensión de un asunto tan esencial a la fe cristiana, quede exento de ambigüedad, así como de toda alteración y, principalmente para aquellos que invocan la fe cristiana, y en general, para todos aquellos que profesan su pertenencia a la religión cristiana.
Los sacramentos cristianos son únicos, efectivamente, ya que están instituidos y aplicados por Dios mismo: el Verbo encarnado, Jesucristo y son por ello portadores objetivos, inmediatamente e inmutablemente, de las gracias santificantes acompañadas, para los casos del bautismo, la confirmación y la ordenación sacerdotal, del carácter (del latín character, salido del griego kharakter, χαρακτήρ: sello, signo, huella) que el Señor les asigna 36.
Ello es, como hemos indicado en nota 25, lo que la teología entiende por la fórmula ex opere operato que ella utiliza al respecto para significar que los sacramentos tienen por sí mismos y en ellos mismos su plena eficacidad espiritual (en el sentido teológico del término) por fuera de toda acción y de todo grado de santidad humana por parte de quien los otorga o más exactamente los transmite y para quien los recibe.
No obstante, la condición necesaria (salvo el bautismo en caso de peligro de muerte) que estos sacramentos sean administrados por hombres que, habiendo recibido el episcopado o el sacerdocio, están de este modo configurados a Cristo (según expresión teológica).
Ya que los sacramentos no son solamente instituidos por el Señor, sino igualmente administrador por Él “a través” de estos hombres consagrados, actuando entonces estos últimos in Persona Christi como lo enseña la Iglesia.
Cristo es aquel que a la vez dispone los sacramentos cuando la Encarnación en la Plenitud de los Tiempos en la Historia de los Hombres y quien los aplica a cada uno de nosotros en su propio illo tempore.
He aquí por qué los sacramentos son: en términos teológicos, Misterios cristianos y designados así durante los primeros siglos de la Iglesia 37.
Los ejercicios espirituales constituyendo las vías iniciática y mística, al igual que los sacramentales, por otra parte, no lo son. Pueden presentar eficiencias espirituales, que algunos llaman teúrgias (término a tomar sin embargo con las más extremas reservas, como ya hemos explicitado en páginas anteriores), dicho de otro modo, despertares a la presencia divina o angélica, ciertamente, pero no comparable de ninguna de las maneras con la naturaleza y los efectos de gracia de los sacramentos.
En contrapartida, tienen por objeto hacer fructificar los sacramentos, abriendo el ser a su plena operatividad en él, a su libre paso y a su inhabitación remanente.
Podemos comprender pues sin dificultad que los sacramentos son de una naturaleza y un poder inconmensurables en relación a todo rito o ritual humano tal cual han sido practicados a lo largo de la historia de la humanidad.
Por bien que estos ritos sean actos sagrados (del latín sacrum facere: hacer sagrado, restaurar lo sagrado, retejer los lazos entre Dios y los hombres) y así pues con capacidad de manifestar una modalidad de la presencia divina (que Dios concede siempre por gracia y no por obligación), los sacramentos difieren radicalmente de estos como acabamos de ver.
Porque dichos ritos son resultantes de los actos de los hombres y no inmediatamente del Acto de Dios, estos ritos, exigen y suponen, por otro lado, una santidad o cualidades espirituales particulares por parte de los oficiantes, cualidades siempre sujetas a dudas y cuestionamientos, aunque la invocación de los nombres divinos, en particular el santo Nombre de Cristo Jesús en la plegaria del corazón, sea portadora de la presencia real del Señor, pero ello es así, precisamente porque no se trata de un rito, hablando en propiedad, sino de una especie de eucaristía del Nombre, cumplida por Jesús mismo.
La única otra manifestación de Dios, no solamente directa sino que durante un tiempo fue perenne (a diferencia de la zarza ardiente, por ejemplo, que constituyó una manifestación puntual y a la sola intención de Moisés), a la que se podría considerar mutatis mutandi como una “anticipación” de su Acto mayor en el seno de los sacramentos cristianos, como es la eucaristía, es a nuestro juicio la sekhinah en el Judaísmo: presencia divina remanente por encima del Arca de la Alianza en el debir de la tienda de la Asignación y después en el Templo de Jerusalén hasta que el general Pompeyo encontrara vacío el Santo de los Santos del segundo Templo.
Este nombre de sekhinah está construido sobre la raíz shin-caph-nun que significa “habitar”, “residir”. Manifestaba la inmanencia divina entre su pueblo, particularmente la del Espíritu Santo, el Rua’h Ha Kodesh.
Pero solamente el Sumo Sacerdote de Israel podía contemplar la sekhinah, una vez al año, y observando un complejo ritual de preparación que incluía una vestimenta sacerdotal definida por el Eterno mismo 38.
La sekhinah, sin embargo, no puede ser considerada como una especie de sacramento, un “antes de hora”, si se nos permite decirlo, porque ningún sacerdote en Israel, e incluyendo el Sumo Sacerdote, no había recibido ningún poder de Dios para manifestarla en su nombre, a diferencia del Cristianismo en que los hombres ordenados, es decir, configurados a Cristo con este fin, consagran en cada misa las santas especies, precisamente in Persona Christi.
La sekhinah, no era tampoco ofrecida a la vista de todos los hijos de Israel y no comportaba ninguna comunión como en la eucaristía.
Los sacramentos, por su parte, encarnan de la manera más inmediata la presencia real y remanente del Señor entre los suyos como él mismo lo había prometido 39, incluso si se ha hecho invisible desde la Ascensión. ¿Acaso no es, en efecto, el Emmanuel (Dios en nosotros)? Tendremos la ocasión de volver sobre este punto.
Estos sacramentos ordenan y centran toda la vida cristiana; son el sello y la fuente. En ellos, se sitúa y se refiere todo lo que constituye la especificidad cristiana y las enseñanzas de la Iglesia son una catequesis incesante para entenderlos mejor y perfeccionarse en ellos.
Son los dones de la Nueva Alianza que crean y sellan la comunión con Dios según un modo nuevo como lo entiende el Evangelio: un Misterio perfectamente insondable y, sin embargo, el más íntimo entre el Ser de Dios y el ser del hombre.
Son estos sacramentos los que irrigan y vivifican la integralidad de las modalidades caracterizando la vida cristiana; ellos los que preparan y constituyen desde ya, desde aquí abajo, la Vida eterna en Cristo.
Decimos a propósito modalidades y no naturalezas; volveremos sobre ello más en detalle en un instante.
Ante esta verdad irrefragable, la vía iniciática, sus ritos y sus enseñanzas, no pueden pues justificarse sino en conformidad con lo que acabamos de exponer. Solo puede ser legítima y realmente cristiana si se inscribe en este marco, dicho de otro modo, a la luz y bajo la dependencia de estos sacramentos a los que está tan íntimamente ligada como las otras modalidades de la vida espiritual.
Así, son los ritos y las enseñanzas iniciáticas los que se inscriben en el marco de los sacramentos de la iniciación cristiana (formulación tradicional de la Iglesia) que son el bautismo, la confirmación y la eucaristía, y expresan así una modalidad propia en la conducta de vida espiritual para aquel que presenta la cualificación y el deseo, pero nunca estos ritos y enseñanzas vendrán a superponerse a dichos sacramentos para supuestamente aportarles ningún poder suplementario.
Menos aún que dichos ritos y enseñanzas sobrepasen en eficacidad a los sacramentos en el marco de la vida espiritual cristiana, haciéndolos secundarios respecto a lo que estos ritos y estas enseñanzas aportarían de más en el ámbito de una realización espiritual a la cual sólo dichos ritos darían acceso.
En realidad, son los sacramentos, fuentes de gracias de la revelación cristiana, los que constituyen el único medio de Salvación y de la deificación prometida por Cristo cuando llame a cada uno a ganar la plaza que le ha preparado a su lado, en los Cielos en la Casa del Padre.
Los sacramentos operan una verdadera refundación, una auténtica renovación ontológica del esôterikós (específicamente entendido aquí como vía iniciática) respecto a lo que era antes de la revelación cristiana y ha permanecido en otras espiritualidades.
Ellos constituyen la fuente divina y, así pues, la primacía de este esôterikós de suerte que es a su luz (en todos los sentidos del término) que conviene comprenderlo y vivirlo.
Los ejercicios espirituales entre el número de los cuales, a nuestro juicio y según su especificidad propia, hay que alinear la vía (el modo) iniciático, responden desde entonces a la necesaria fructificación en todo bautizado de los Misterios de Dios recibidos por los sacramentos, permitiendo plenamente a estos últimos operar en su ser 40; de llevarlo a la resurrección de la carne y a la vida eterna.
Dicho esto, seamos precisos: los sacramentos son Actos de Dios, directamente instituidos y aplicados por Él. Son Misterios cristianos.
Todas las otras expresiones de la vida espiritual como las que venimos de evocar y sobre las que volveremos (los ejercicios espirituales), por poderosas que ellas sean, portadoras de una real eficacidad espiritual necesaria para la edificación de cada uno según su vocación, no dejan de estar conducidas por los hombres, por inspirados que ellos sean, guiados y ayudados por Dios.
Sí, es preciso repetirlo sin descanso: todo discurso o creencia que conduzca a considerar a los sacramentos cristianos como surgidos de una naturaleza calificada entonces como exotérica -sin explicarse demasiado- y presentados por este hecho como portadores de una potencia espiritual limitada, induciendo entonces la absoluta necesidad, para aquellos deseosos de seguir un encaminamiento más completo y más interiorizado (presentado como esotérico e iniciático) dicha creencia, está basada en la incomprensión del Cristianismo, de la Persona de Cristo y de los sacramentos por Él instituidos.
Finalmente, conviene insistir sobre este punto: la naturaleza y los efectos de esta incomprensión se analizan simple y llanamente como herejía 41.
Por el contrario, recusar, incluso condenar el modo (la vía) iniciática entonces entendida en su realidad intrínseca, a saber, un modo de realización espiritual de interioridad en el seno del Cristianismo, arguyendo, que únicamente con los sacramentos basta, es igualmente una actitud del todo errónea e inaceptable.
En efecto, esta recusación es falsa si ella se fundamenta en la negación de principio desprovista de verdad (como pensamos haber expuesto) que la profundización de la fe sería, finalmente, superflua; como si la teología (en sus diversos grados de estudio) no contara en el nacimiento y la maduración de la fe.
Es igualmente falsa si se basa únicamente en la constatación de las desviaciones que hemos evocado y que, efectivamente, es preciso denunciar, pero que no tienen nada en común con esta vía en su autenticidad y que no pueden descalificarla puesto que ellas no le pertenecen. Sería como si se condenara a la víctima por el crimen perpetrado contra ella.
Por todos estos motivos, es pues desafortunado y lamentable el rechazar conocer uno de los modos de realización espiritual, por tanto, perfectamente lícito, tradicional y eficiente en la medida que en el seno del Cristianismo se le considere y lo viva de acuerdo a su naturaleza, tal cual acabamos de describir y que es, conforme al Credo, subordinado y ordenado a los sacramentos.
Notas
33 Incluso si algunos quieren restringir su entendimiento dando a este término un sentido aminorado y, en definitiva, totalmente “moderno”, no por ello deja de poseer un significado bien preciso sobre todo cuando nos situamos en la época en que fue escogido. Por otra parte, como vamos a ver, los Misterios cristianos no han sido desvelados en una sola vez sino de acuerdo a una progresión en tres etapas, de la más exterior a la más interior (así pues, esotérica en su sentido etimológico): los catecúmenos para oír las enseñanzas, los fieles para recibir la eucaristía además de dicha enseñanza y los hombres ordenados, únicos admitidos al secreto de la consagración del pan y el vino.
Finalmente, si hubiera que entender esta expresión como la simple indicación que se trata de sacramentos del “comienzo” de la vida cristiana, “iniciando” pues dicha vida en el sentido de un simple comienzo, ¿no sería del todo lógico el contar entre ellos el sacramento de la eucaristía, que es la cumbre y el corazón de todos los otros sacramentos, el Misterio cristiano por excelencia?
34 El rastro de este iconostasio perdura en Occidente bajo la forma de la mesa de comunión: una balaustrada de madera o hierro forjado que separa el santuario y el coro de la nave y que, en el rito romano tradicional (dicho rito de san Pío V), se cierra en el momento de la comunión recubriéndola con un lienzo blanco y ante el cual los fieles se arrodillan para recibir la hostia del oficiante que se tiene en el otro lado.
35 Jn II, 19-20.
36 No es inútil precisar que el carácter que acompaña las gracias es el sello indeleble que firma (en todos los sentidos del término, en este caso) al ser que las recibe. El bautismo, la confirmación y el Ordenamiento sacerdotal confieren este carácter y no pueden ser borrados ni reiterados. Una excepción, sobre todo para el caso del Ordenamiento en que, en determinadas circunstancias pueden llegar a ser conferidos de nuevo sub conditione, es decir para disipar cualquier duda en cuanto a su validez.
Podemos ver como este carácter, en particular, se opone absolutamente a toda teoría de la reencarnación para un cristiano, como a toda distinción entre Salvación y Liberación para aquellos que siguen vías de interioridad espirituales, mística o iniciática. El bautismo, que une a Cristo, configura de este modo a él, comportando esta mutación ontológica de la que hemos hablado, la cual hace simplemente imposible su anulación o su no operatividad cuando la muerte o en su estado póstumo; al igual que el carácter de este sacramento, dado a los hombres por “el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (el pecado original), no puede ser borrado por ninguno de los pecados personales, incluso si obstaculiza o difiere los efectos de las gracias santificantes, lo que es motivo de purgatorio y, en casos de extrema perversidad, de los infiernos. No hacemos más que recordar aquí la pura teología, particularmente expuesta en el “Catéchisme de l’Elise Catholique” de las Editions Mame/Plon 1992. Volveremos sobre este asunto en el último capítulo: “El cuerpo de gloria y las moradas del Padre”.
37 La Iglesia ha utilizado en un primer tiempo la palabra misterio (mysterion en griego que ha dado mysterium en latín) y finalmente, en el siglo III, el latín sacramentum formado a partir de la raíz griega sacr (“sagrado, separado”).
La palabra Misterio está formada a partir de las raíces griegas siguientes: según ciertos lingüistas, muo (cierro los labios, yo callo), según otros muéo (yo me inicio en los Misterios de un Dios: en el marco de los cultos a los Misterios de la Antigüedad). Sea como sea, se complementan perfectamente.
38 Éx XXVIII, 1-42.
39 “Y he aquí que yo estoy con vosotros por todos los días hasta la consumación del tiempo” (Mt XXVIII, 20).
40 Cf. las parábolas evangélicas de las minas y los talentos (Lc XIX, 11-27 y Mt XXV, 14-30).
41 Del latín haeresis, opinión, del griego hairesis, elección, salido de haireïn, captar. En teología, concepción errónea en materia de fe, de un elemento esencial del depósito revelado o rechazo voluntario en admitir una verdad definida por la Iglesia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario