Se propone aquí una reflexión acerca de la importancia de la
“Reconciliación y de la Penitencia en la Misión de la Iglesia”. La
contemplación del Misterio del Corazón de Cristo Jesús, centro del misterio de
la Iglesia, arroja una luz radiante sobre este misterio. El Corazón de Jesús se
manifiesta como un símbolo eficaz de la reconciliación vertical y horizontal, a
la vez que un principio dinámico de penitencia sacramentalizada, en sus
diferentes aspectos: contrición, confesión, absolución y satisfacción. Sin
olvidar que “en el Bautismo es donde el cristiano recibe el don fundamental de
la metanoia o conversión” (Paulo VI), que es la base de los actos del
penitente.
El Corazón traspasado de Jesús, símbolo supremo de reconciliación
En las profundidades del corazón humano, por muy dividido interiormente
y por muy corrompido que esté, se origina, bajo la acción de su Creador y
fortalecido por sus gracias actuales, el proyecto de una triple reconciliación:
consigo mismo, con los demás y con Dios. Este es el proyecto mayor de cada uno
de nosotros: unificarse íntimamente, en unión con nuestros compañeros de
peregrinación y, sobre todo, con Aquel que es principio y término de nuestra
existencia; por consiguiente, reconciliarse consigo mismo, con nuestros
hermanos y con el Padre. Proyecto que, por cierto, supera nuestras fuerzas.
La Revelación nos manifiesta que el Hijo único de Dios quiso asumir un
corazón de carne, un corazón dividido, un corazón amante y misericordioso,
precisamente para convertirse en el Mediador deseoso de la realización de
nuestro triple proyecto de reconciliación. Este Corazón quiso conocer y
experimentar la desintegración de la muerte, el odio de sus hermanos y un misterioso
abandono de su Padre a fin de cumplir en nosotros y en el universo su voluntad
reconciliadora, reconciliándonos con nosotros mismos, con nuestros hermanos y
con Él mismo y con su Padre. Aceptó, pues, detener, en la muerte, sus latidos
amorosos para darnos, con la Sangre y el Agua de sus sacramentos, el Espíritu,
que es la reconciliación en forma de remisión de los pecados (Jn 19, 30, 34;
20, 22-23), el Espíritu de Amor, que es el Soplo vivificante del Corazón del
Resucitado.
Los hombres estaban incapacitados para expiar sus crímenes y satisfacer
a la justicia misericordiosa del Padre; el Hijo unigénito, impulsado por el
ardiente amor de su Corazón hacia nosotros, reconcilió totalmente los deberes y
obligaciones de la humanidad con los derechos del Padre, poniendo en nuestras
manos su satisfacción sobreabundante e infinita. De esta manera, Cristo
Redentor es, por su Corazón humano, el autor de “esta admirable conciliación
(miranda conciliatio) entre la justicia divina y la misericordia divina, donde
tiene sus cimientos la trascendencia del misterio de nuestra salvación”, de
acuerdo con la hermosa expresión de Pío XII en la encíclica Haurietis Aquas.
Dicho con otras palabras, al conciliar entre ellas las exigencias de la
Justicia y d la Misericordia divinas, gracias a la ofrenda de su sacrificio
expiatorio, Cristo reconcilió a su Padre celestial con sus hermanos humanos. En
la Sangre derramada de su Corazón traspasado de Mediador teándrico, unificó el
proyecto trascendente y divino de reconciliar a los hombres con su Creador, y
el proyecto humano y dependiente de reconciliarse con Dios y con los hermanos
humanos. En la no-violencia amorosa de su pasión, Jesús hizo humildemente
violencia a su Padre a favor de los hombres: “el reino de Dios sufre violencia
y los violentos lo conquistan” (Mt 11, 12). Su Corazón “manso y humilde” (Mt
11, 29) es el símbolo de su amor no violento que a los violentos convirtió
siempre a la mansedumbre. El Corazón de Jesús es nuestra paz y nuestra
reconciliación.
Esto no obstante, al expiación reconciliadora de Cristo está muy lejos
de dispensarnos de ofrecer al Padre nuestra propia satisfacción reparadora; por
el contrario, nos la hace posible y fácil, al suscitar su integración en el
único sacrificio aceptable por parte del Padre. Cristo no murió para
dispensarnos de sufrir y morir, sino para pudiésemos con Él, amar a su Padre,
incluso en nuestro sufrimientos y en nuestras muertes, a pesar de nuestra
debilidades y de nuestros pecados. De aquí, la institución del sacramento de la
Penitencia reparadora, signo eficaz de la integración de nuestra satisfacción
en la suya. Precisamente gracias a este sacramento, Cristo sigue reparando por
nosotros a su Padre. Su reparación objetiva se completa en la reparación
subjetiva.
El Sacramento de la Penitencia, en sus diferentes aspectos, diviniza la
Reparación
Se trata, ahora, de mostrar brevemente cómo el culto al Corazón de Jesús
facilita el acceso a los Sacramentos de la Penitencia y de la Eucaristía.
Entendemos aquí por reparación una participación libremente aceptada y llena de
amor en el destino de Jesús, Nuestro Señor, por la aceptación de las
consecuencias del pecado en el mundo: el dolor, el abandono, la persecución,
cierta ausencia del Dios siempre presente y la muerte. Informada esta reparación
por la caridad, se la puede considerar como la forma de todas las virtudes en
el mundo del pecado y de la cruz.
La reparación es el ejercicio activo de una justicia amorosa para con un
Dios misericordioso, incluso en su misma justicia: incluye la voluntad de
compadecer en la Pasión de ese Dios por nosotros y de consolarlo en su agonía
como hombre, con miras a completar lo que faltaba a sus sufrimientos, por su
Cuerpo, que es la Iglesia.
En resumidas cuentas, la reparación asume todas las obligaciones de la
justicia para con dios en una atmósfera de amor, tanto más y tanto mejor, por
cuanto, lejos de aislar en Dios su justicia, la ve penetrada totalmente por la
misericordia, ontológicamente idéntica a aquélla, en la infinita simplicidad
del Ser divino.
Esta reparación suscitada por Él, Cristo la hace suya en el sacramento
de la Penitencia. Sacramentaliza y diviniza nuestras reparaciones subjetivas
integrándolas en su Reparación objetiva. “En Él – dice el Concilio de Trento -
nosotros satisfacemos, al producir dignos frutos de penitencia, que sacan de Él
su fuerza, por Él se ofrecen al Padre y, gracias a Él, son aceptadas por el
Padre”.
Esta declaración se aplica a la contrición, a la confesión y a la
satisfacción, mediante las cuales el penitente “concelebra” con el sacerdote,
el Sacramento de la penitencia. Los “frutos de la penitencia” serán tanto más
dignos de ser ofrecidos al Padre por el Hijo y aceptados por ambos, cuanto más
penetrados estén de amor, gracias a la práctica del culto al Corazón.
La Hora Santa asocia al cristiano al Corazón de Jesús, destrozado
durante su agonía a la vista del pecado del mundo: “Mi alma está triste hasta
la muerte… ¿No has podido velar una hora conmigo? Vigilad y orad” (Mc 14,
34-38). El bautizado que ha caído en pecado se esfuerza por quebrantar
voluntariamente su corazón de dolor ante el sufrimiento que su ingratitud causó
al Hijo del Hombre. Al contemplar la agonía de Jesús en el Jardín de los
Olivos, toma parte en la lucha que Él sostiene contra el pecado. Lucha junto a
Jesús inocente, contra sus propios pecados. Los detesta. Se aparta de ellos.
¿Podrá haber una preparación mejor para recibir fructíferamente la absolución?
¿No se facilitaría de manera especial la vuelta de muchos a la confesión
mensual, si se restableciera, en el contexto de una celebración penitencial, la
Hora Santa los primeros Jueves de mes?
Cuando se cultiva por estos medios una contrición profunda, cuando la
contemplación del Corazón agonizante de Jesús nos ha hecho reconocer que
moriríamos de dolor si fuéramos conscientes de la gravedad inmensa del menor
pecado venial, por cuanto ofende a la bondad infinita, la confesión ya no se
experimenta tan sólo ni principalmente como una carga vergonzosa, sino también
y mucho más como una necesidad que satisface la sed de reparación, suscitada
por el Espíritu de Jesús con la contrición.
Juntamente con esto, la absolución se aprecia mejor como una palabra que
nos libera de la más tiránica de las esclavitudes: el encadenamiento al
capricho de las pasiones desordenadas. El penitente que carga sobre sí el yugo
de Cristo, experimenta su suavidad, lo liviano del peso que su mandamiento del
amor pone sobre nuestros hombros, desde el momento en que su misericordia nos
libra de la pesadísima carga de nuestra propias fallas, gracias a la humildad
de su pasión: “Mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11, 29-30). Sobre todo
por las palabras de la absolución, el penitente experimenta en sí en la fe, el
Corazón manso y humilde de Jesús, al compartir su humildad por la humillación
voluntaria de la confesión. Gracias a que, en la contrición, ha llegado a
reconocer que antes había sido “un mal hombre, que del tesoro malo de su
corazón malo, saca cosas malas”, y gracias a que ha reconocido, en las palabras
buenas de una confesión, sus pecados, puede ahora comprender al Hombre bueno, a
Jesús, y sacar del buen tesoro de la abundancia de su Corazón, la cosa buena
por excelencia, el perdón (cf. Mt 12, 34-35): “Tus pecados te son
perdonados…vete y en adelante no peques más” (Mc 2, 5; Jn 8, 11).
Entre las palabras buenas que Jesús, mediante su Iglesia, saca de su
Corazón – el único bueno – para ayudar al pecador perdonado a no volver a
pecar, están las que le señalan la satisfacción que deberá cumplir para
completar en sí la Pasión de Cristo, en el amor.
Por una parte, esa reparación amorosa al Amor justo y misericordioso al
que ofendió, le permite restablecer el orden que había violado con sus pecados,
ese orden que él transformó en desorden, y así “compensar a ese Amor increado,
por la indiferencia, el olvido, las ofensas, los ultrajes y las injurias” que
ese Amor ha sufrido por su vida de pecador ahora reconciliado.
Por otra parte, consciente de su deber de caridad para sus prójimos
todos y solícito de acudir de acudir en ayuda de los demás a llevar la carga de
sus propias deudas de las penas temporales para con la misma Justicia amorosa
del Padre y del Hijo, el penitente, inspirado por el Espíritu, desea
transformar su vida entera en una satisfacción reparadora de las faltas de los
demás, en especial de los miembros de la misma iglesia doliente en el
Purgatorio. Se preocupa por lo tanto, bajo la influencia de la gracia
sacramental de la Penitencia, de acrecentar el tesoro de las satisfacciones de
toda la Iglesia, comunión de caridad.
Por esta razón, quiere convertirse en un “compañero de expiación” de
Cristo, de acuerdo con la magnífica expresión de Pío XI en la encíclica
Miserentissimus Redemptor. “Cristo quiere tenernos como compañeros suyos de su
expiación (socii expiationis)”.
Vemos, por consiguiente, que la expiación perfecciona la unión con
Cristo, al asociarnos a los sufrimientos de Cristo; la completa, ofreciendo
víctimas por el prójimo (expiatio uniones cum Christo, víctimas pro fratribus
offerendo, consummat)”.
Ahora bien, Pío XI agrega de inmediato: “Eso fue con toda certeza la
intención misericordiosa de Jesús cuando nos mostró su Corazón cargado con los
símbolos de su Pasión y abrasado por las llamas del amor… El espíritu de
expiación y de reparación ha ocupado siempre el papel primero y principal en el
culto al Sagrado Corazón de Jesús” hasta tal punto, que la reparación no es en
sí misma, sino la traducción – una de las traducciones posibles – del concepto
evangélico de “metanoia”.
En otros términos, por la conversión que acompaña necesariamente a la
reparación, Cristo lleva a cabo su propósito de hacernos sus compañeros de
expiación y de asociarnos a su obra redentora. Por ella, y particularmente
cuando se sacramentaliza, nos concede el realizar nuestra vocación fundamental de
personas humanas: actuar y padecer como co-redentores.
Esta reparación sacramentalizada que promueve el culto al Corazón del
Reparador divino viene a convertirse en la palanca de una reparación social y
horizontal: la gracia sacramental de la Penitencia nos impele e invita a
“reparar nuestras faltas contra la justicia y contra la caridad para con el
prójimo; reparación que manifiesta nuestra reconciliación con Dios”.
Conclusión: La misión de la Iglesia es la de fomentar el ‘corazón a
corazón’ entre el Reconciliador y los reconciliados
A la luz de nuestras reflexiones, el Corazón de Jesús se nos presenta
como el principio y el término de la Reconciliación que nos ofrece.
Se halla en su principio, por cuanto fue su Amor increado el que le
inspiró la decisión de asumir un amor humano, un corazón de carne a fin de
poder expiar nuestras faltas en el sufrimiento y en la muerte.
Se halla también en su término, ya que, también con Él, en el sacramento
de la Penitencia, nos reconciliamos, practicando para con Él la reparación y la
compasión consoladora, que llega siempre hasta Él a través de la gente que
sufre, en la cual esconde y manifiesta su presencia.
Todo viene de Dios, que nos ha reconciliado consigo por el Corazón de
Cristo… Dios Padre, en efecto, es quien, en el Corazón de Cristo, se
reconciliaba con el mundo, no tomando en cuenta nuestros pecados. Es por esto
que la Iglesia nos suplica, por las entrañas de Cristo: Dejémonos reconciliar
con Dios por su Corazón; reconciliémonos con su Padre en una reparación sacramentalizada
de justicia y de amor.
Para participar mejor en la misión de la Iglesia a favor de la
Reconciliación y de la Penitencia, renovemos nuestra contrición, nuestra
conversión y nuestra consagración total al Corazón del Reparador divino, único
e infinito.
Por la reparación, participemos en su muerte por amor; en tanto que la
absolución reconciliadora hace brillar en nosotros el poder de su resurrección
(cf. Flp. 3, 10). Cf. Gaudium et spes, 10 y 11: “Los desequilibrios que fatigan
al mundo moderno están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que
hunde sus raíces en el corazón humano… La corrupción del corazón humano sufre
con frecuencia desviaciones contrarias a su debida ordenación”. De manera más
acuciante, Juan Pablo II escribe: “El misterio interior del hombre, en el
lenguaje bíblico, y no bíblico también, se expresa con la palabra ‘corazón’.
Cristo, Redentor del mundo, es Aquel que ha penetrado de modo único e
irrepetible, en el misterio del hombre y ha entrado en su ‘corazón’ ” Redemptor
Hominis, 8, 2).
Además, el creyente – sea cristiano, judío o musulmán – que ha recibido
del Dios revelador la fe en la existencia de los santos Ángeles, desea también
reconciliarse con ellos.
Notas:
https://ec.aciprensa.com/wiki/Bertrand_de_Margerie_S.J.
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