domingo, 3 de mayo de 2020

Realización Iniciática y Misterio Cristiano | Pascal Gambirasio d'Asseux



Masonería Cristiana


Titulo Original en  francés:

Réalisation initiatique et Mystère chrétien

en español:
Realización Iniciática y Misterio Cristiano


ÉDITIONS TÉLÈTES, París, 2012

El presente texto, ampliamente corregido y aumentado para esta edición, 
apareció anteriormente en edición totalmente agotada bajo el título: 
La quetê initiatique dans le Mystère chrétien.

Traducción:
Ramón Martí Blanco



“Deja los muertos que entierren a sus muertos; y tú, ve, y anuncia el reino de Dios”
Lucas 9, 60


Primera Parte

Originalidad del esoterismo cristiano o la evidencia oculta



LA MORADA DE DIOS O LA LLAMADA DE LA PRESENCIA

“Venid, y lo veréis”

Estas son las palabras iniciales, inaugurales (e iniciadoras) de Cristo. Las dirige a los dos primeros futuros apóstoles –y así pues a la humanidad entera. Palabras fundadoras, palabras- claves que indican exactamente cómo deben actuar aquellos que desean conocer y contemplar a Dios y que han manifestado ese primer impulso que fue el de estos dos futuros apóstoles. En efecto, al verlo pasar se pusieron a seguirle, lo que es ya una respuesta a la presencia divina, que de por sí, es una llamada

Jesús se gira entonces hacia ellos preguntándoles: “¿Qué queréis?”. Respondiéndole por su parte con esta pregunta: “Maestro, ¿en dónde paras?” A lo que Cristo contestó entonces: “Venid, y lo veréis” (Juan I, 38-39).

La vigilia, en efecto, Juan al que se llamará el Evangelista y Andrés, el hermano de Simón Pedro, en tanto que discípulos de Juan el Bautista, habían estado entre el número de los que fueron testigos del bautismo de Cristo por este mismo san Juan en las aguas del Jordán, ahí mismo donde este último había revelado a Jesús como “el cordero de Dios que quita el pecado del mundo”.


Al día siguiente, en el mismo lugar, viendo pasar al Mesías, le hacen pues este llamamiento y reciben esta primera enseñanza que resume y condensa todo el misterio de la vía cristiana: dos verbos, es decir dos actos, dos movimientos del alma como el alfa y el omega de todo cumplimiento espiritual.

El hombre está siempre confrontado a esta respuesta, a esta llamada de Dios ya que todo ser en búsqueda espiritual plantea siempre –sea cual sea su forma o formulación- la misma y única pregunta que concentra todo su deseo de conocer a Dios y en consecuencia de reunirse con él y contemplarlo en su misterio de majestad: “Maestro, ¿en dónde paras?”.

El Evangelio precisa pues que ellos vinieron y vieron dónde moraba el Señor y que permanecieron cerca de él: era alrededor de la hora décima señala el texto. Esta indicación queda lejos de ser anecdótica.

La décima hora nos remite al número 10 que se relaciona con la plenitud de los tiempos y el espacio: y, efectivamente, la Encarnación y la Salvación se realizan en la plenitud de los tiempos como bien anuncia el Evangelio.

Por otra parte, el número 10, en el simbolismo tradicional, es gráficamente representado por un punto en el centro de un círculo: origen divino –y retorno en Dios- de todo el plan de la creación. El punto en el centro del círculo es también la iconografía hermética del oro y de la luz. 10 es igualmente el número de los sefirots, que como enseña la Cábala, constituyen como la osamenta arquetípica de toda la Creación divina.

Finalmente, si se nos permite, 10 se revela como el fruto secreto de la Tetraktys, el cuaternario –los cuatro primeros números, firma del plan sensible de la Creación precisamente- cuya adición (1 + 2 + 3 + 4) da igual a 10. La presencia divina crea, ilumina, dirige y cumple toda la Creación.

La mención de esta hora (la décima) es una manera de definir el instante cualitativo de un ser en comunión con la Presencia de Dios. Ella nos anuncia desde ya como un cumplimiento apocalíptico y enseña que entonces, en ese preciso momento y en ese mismo lugar –en ese ser- “todo está consumado”. Hay que entender en ello que todo está cumplido y todo está en plenitud según su principio y su fin “para que sea Dios todo en todas las cosas” como dice san Pablo (I Cor 15, 28).

Cada uno de nosotros es pues “emplazado” a ponerse en camino detrás de Cristo con el fin de ser admitido en la morada divina y el Señor, que tan precisamente nos invita, revela este Misterio: él mismo es este camino, de tal manera que, por el mero hecho de seguir a Jesús, el discípulo entra en la morada de Dios (“Yo soy el camino, y la verdad, y la vida; nadie va hacia el Padre sino por mí” Juan 14, 6).

El imperativo es simple: no basta con contentarse mirando pasar a Cristo; reconociéndolo, hay que seguirlo poniendo nuestros pasos tras los suyos. El deseo de conocer “el lugar de Dios” –de encontrarse en su Presencia- no basta, en efecto, para que el deseo sea satisfecho. Es necesario un impulso de todo el ser, movido por la revelación de este emplazamiento que antes evocábamos, que implica realmente un ponerse en camino y así pues la necesidad de un esfuerzo como exige todo auténtico peregrinaje, tanto en sentido propio como figurado.

Venir, es en realidad volver cual hijo pródigo; es el octavo día evocado en el Apocalipsis de san Juan, tiempo fuera del tiempo en que la luz se desvela y recrea Tierra y Cielos nuevos: glorioso cual cuerpo de resurrección…

Dios hace del hombre un participante activo y voluntario de la respuesta a la pregunta que él le plantea. El Señor mesura de este modo la calidad de la sed y del deseo espiritual de aquel que proclama querer conocer el lugar de su morada.

Dios consiente en mostrarse, pero es menester primero seguirle para ir allí donde él va; allá donde él está, sería más metafísicamente justo. Ir al encuentro de Dios al mismo tiempo que él viene a nuestro encuentro haciéndose carne en su Hijo encarnado en el seno de María.

Ir hacia la morada divina: tan cerca y tan lejos, en realidad.

Tan cerca, en efecto, ya que el mismo Jesús nos dice que Dios –empezando por él, segunda Persona de la Trinidad, se encuentra ya en mitad de nosotros y que aguarda junto a la puerta de nuestro corazón y llama dulcemente, esperando que le oigamos, que le abramos a fin que entre en nuestra morada (Apocalipsis III, 20) y que entonces, en virtud de un misterioso intercambio (idéntico a ese intercambio de corazones evocado en particular por las santas Lutgarda, Gertrudis la Grande y Catalina de Siena), seamos nosotros los admitidos en su morada y su mesa de banquete: “Permaneced en mí, igual que yo en vosotros. […] permaneced en mi amor. Si guardareis mis mandamientos permaneceréis en mi amor, lo mismo que yo he guardado los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor” (Juan XV, 4-10). Es todo el sentido del nombre Emmanuel que califica igualmente a Cristo.

Tan lejos, sin embargo, ya que la fractura del pecado y la caída nos mantiene a distancia, cada renuncia, cada caída personal o colectiva nos aparta todavía de esta santa morada.

Además, no es la Presencia de Dios quien falta o se rechaza, sino la capacidad de presencia del hombre; su capacidad –su querer más bien- en hacerse presente ante esta divina Presencia: primero en desearla; luego en presentirla, finalmente en contemplarla, al término de lo que se acostumbra a denominar los ejercicios espirituales.

Esta falta de capacidad, bien confortada por “los ruidos del mundo” y la mirada complaciente sobre la propia acción que parece siempre primordial, ¿acaso no será simplemente una falta de amor y fe en Dios conjugada con el orgullo humano, siempre satisfecho de un cara a cara consigo mismo? Narcisista o acomplejada, solo es contradictoria en apariencia…7

Dios actúa pues el primero: inicia este diálogo, este movimiento. Si los futuros apóstoles lo reconocen, lo siguen y le preguntan sobre el lugar donde reside, es claramente, porque en primer lugar él se encuentra allí, entre los hombres, como uno más entre ellos; porque ha venido –descendido- a nuestro encuentro.

De lo contrario, nada sería posible. Él es visible porque ha nacido entre sus hijos convertidos también en sus hermanos y sus amigos: “Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os encomiendo. No os llamo ya siervos porque el siervo no sabe lo que hace su señor; y os he dicho amigos” (Juan XV, 14-15); porque él es Amor: “Nadie tiene un amor mayor que este, el de dejar la propia vida por los amigos” (Juan XV, 13); visible a los reyes magos y a los pastores tanto en el pesebre como en las aguas del Jordán por todos aquellos reunidos en torno a san Juan Bautista; visible en la orilla del lago Tiberíades como en Cafarnaúm; visible en el monte Thabor (incluso si esta contemplación es primero reservada solamente a los tres apóstoles llamados por Jesús mismo) como a la multitud, en la cruz del Gólgota; visible en el cenáculo como para los peregrinos de Emmaus…

Visible, no obstante, porque estos testimonios se habían previamente puesto en marcha para seguirle, para venir a ver dónde moraba; porque eran hombres de deseo como el Apocalipsis (XXII, 17) define a los seres espirituales firmemente y fielmente girados hacia el Señor.

A este don del amor de Dios debe responderle el impulso del amor del hombre (redamatio en términos teológicos). El amor ha de ser activo desde las dos partes, por así decirlo, para ser pleno y fecundo. Por otra parte, ocurre lo mismo para el amor puramente humano.

La adoración del santo sacramento es una manifestación eminente de este amor activo del hombre que viene a ver al Señor, a “visitar” al Señor en su morada hoy en el mundo: el pan de vida, la hostia consagrada, donde su presencia es remanente, es decir real y permanente en la medida que la integridad de la especie (el pan) sea conservada.

No se trata pues de acudir a un edificio religioso para encontrar una presencia divina real pero mediata, a través de una Palabra escrita o ritualmente proclamada, lo que ofrecen todas las religiones o tradiciones espirituales, sino de la Persona misma de Jesús, segunda Persona de la Santísima Trinidad, presente en cuerpo, sangre, alma y divinidad en cada hostia reposando en el Tabernáculo (el Santo Reservado) o engastada en la custodia en las procesiones o ceremonias particulares.

Así, el cristiano hombre de deseo como lo designa, como lo quiere el Apocalipsis (cf. un poco antes) y así pues santo auténtico o iniciado realizado (pero, al fin y al cabo ¿acaso no es el mismo estado del cristiano cumplido, al que las páginas de este libro le están dedicadas?) viene y ve “dónde” mora Dios; Dios hecho hombre sin dejar de ser Dios, sin confusión de naturaleza; y contempla aquel que es todo Amor, el alfa y el omega de todo lo creado e increado.

Tiene la revelación del verdadero secreto: que su propio corazón, lo más íntimo y lo más último de su ser, es en primacía la morada de Dios cuando queda restablecido en su gloria primera por la sangre del Cordero.

Entonces, frente a frente con Jesús-Hostia, como lo denomina la tradición medieval, habiendo venido, ve. Y viendo, permanece con Dios como permanecieron los Apóstoles.

En este silencio de los corazones unidos del Creador y de la criatura hecha a su imagen y semejanza, nacen las respuestas de Dios al corazón del hombre que se abre para recibir las gracias que brotan del Sagrado Corazón traspasado.

El cristiano entonces la ve y la adora. Esta morada, en el Cielo, esta eterna contemplación y participación en la Vida trinitaria en la alegría de la unión sin confusión: el verdadero destino del hombre como Dios lo quiere.


7 Incluso más todavía, algunos rechazan esta Presencia que se encuentra en la raíz de su vida, de su ser y son ellos mismos los que se hurtan cuando Dios plantea esta pregunta clave: “¿Dónde estás tú?” y, si les es posible se esconden de la Presencia del Señor. Examinaremos más precisamente este punto en el capítulo II S 2 de la segunda parte.



Autor

Pascal Gambirasio d'Asseux

Masonería Cristiana










No hay comentarios:

Decreto de Creación del Triángulo Masónico Rectificado "Jerusalén Celeste N°13"

El Hombre de Luz / La ordenación sacerdotal y los sacramentos / La vida consagrada / La iniciación / Pascal Gambirasio d’Asseux

        La ordenación sacerdotal y los sacramentos Según la jerarquía tradicional y estrictamente hablando, estamos hablando del obi...