Pascal Gambirasio d’Asseux
La construcción del Cuerpo de gloria
Las claves cristianas
ÉDITIONS TÉLÈTES, París, 2015
Segunda edición aumentada y revisada
Traducción:
RAMÓN MARTÍ BLANCO
“Nosotros te seguimos, por Ti hacia Ti”
San Bernardo, Sermón II, Ascensione.
“Nadie que echa su mano al arado y mira hacia atrás, está en disposición para el reino de Dios.”
Lucas IX, 62.
Al Rey y la Reina de las Lis, Fielmente, de todo corazón.
“Poniendo ante Dios el espejo de su alma, este se iluminará como el puro cristal refleja al sol, cuando poco a poco alcance lo último deseable, y se encuentre desprendida de toda otra contemplación”.
Hesiquio el Sinaíta
Sin querer tratar de igualar a los maestros del trobarclus (trovadores1, troveros y minnesänger) que invitan a encontrar el sentido oculto (la dimensión espiritual e iniciática) de sus versos, nos parece legítimo inaugurar nuestras palabras bajo el patronazgo de su arte, jugando con consonancias y paronimias. Este arte, llamado también lengua de los pájaros porque evoca la lengua angélica o incluso la cábala fonética, se hace así realidad: para aquel que ve sin oír, el verbo (de oro) duerme, resultándole letra muerta; pero se ilumina para aquel otro que lo “vive”, al haber sabido encontrar la clave y romper el sello.
En este verde cerrado
En el jardín de la rosa y el escaramujo
Donde reina, inmarchitable la Dama del Bello Amor,
Cuando todo es silencio a la sombra vespertina,
Brota el canto de un ruiseñor trovador.
Es rey de la armonía que da acceso a los Grandes Misterios
De la estrella interna de diecisiete rayos de oro.
Es el pájaro de la noche que canta la Luz
Proclamando que para siempre la Vida triunfa sobre la muerte.
Sus arpegios místicos, consolando la rosa,
Suenan a madreselva y nochizo sonreír,
Luego sobre fontana de lis sus notas claras reposan.
La Dama lo oye, el Amor también guarda el canto.
Vienen entonces al jardín corazones henchidos, rectos deseos,
Guiados como verdaderos amantes: interiormente.
VÍAS DE REALIZACIÓN ESPIRITUAL: LA CLAVE PRIMERA
Antes de meternos en harina en cuanto a nuestro propósito, desearíamos evocar en algunas palabras -ya que solo puede tratarse de un esbozo en el marco de la presente obra- un principio fundamental en el proceso de edificación espiritual, el cual determina toda su validez y fecundidad.
En una finalidad tan exigente como esencial para el destino humano, que compromete la vida de aquí abajo y la vida póstuma, conviene conocer las enseñanzas de los Padres y no apartarse de ellas ya que estos auténticos gigantes de la fe son ante todo ejemplos, testimonios y no simples teóricos abstractos.
Lo que vamos a recordar brevemente, directamente salido de las enseñanzas de los Padres orientales y occidentales, no es otra cosa que la clave primera (en todos los sentidos del término) del viaje interior que se “abre” ante el rostro de Dios, en la unión con él en la contemplación, la adoración y la plegaria. Es la clave del octavo día y la restauración en uno mismo del hombre de luz.
En efecto, si la salida es iniciada a partir de una mala base o de alguna manera desviada, todo itinerario del alma se encontrará torcido y las vías de acceso del Señor al corazón del ser resultarán contrariadas cuando no comprometidas. Así mismo, que nadie se deje engañar por aquellos que aseguran lo contrario prometiendo “experiencias espirituales” o “despertares de conciencia” reservados únicamente para los que se atrevan a apartarse del principio que vamos a recordar.
En los ejercicios espirituales -estamos pensando, por ejemplo, en la plegaria del corazón, en los ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, pero igualmente en la recitación de memoria del rosario, en la adoración del Santo Sacramento, así como en los trabajos llevados a cabo en el marco de lo que se ha convenido en llamar iniciático, en particular lo relacionado con los Nombres divinos, con los Sefirots y sus letras-números- esta verdad fundamental, en el pleno sentido del término, a que nos referimos permanece idéntica e imperativa.
El encuentro y la unión con Dios solo se opera que profesando esta regla y observándola, so pena de obtener únicamente “efectos secundarios” que, lejos de ser de Dios, llevan a la ilusión de una vida interior y, finalmente, a la pérdida de sí mismo.
Esta regla en cuestión es simple, pero no admite excepción ni tampoco quedar comprometida. Hela aquí en sus dos puntos:
- Primer punto: en el camino espiritual, no hay que confundir la pasividad ante Dios con la docilidad a sus vías en y para sí mismo.
No puede pues tratarse de un quietismo (como el combatido por Bossuet) en el sentido de una total pasividad, aunque sea piadosa, que dejaría todo “en manos”de Dios en el marco de un encaminamiento de fe y de una unión a él, sin entender que se estaría entonces oponiéndole una inercia por esencia incompatible con las condiciones de su acción en el hombre.
Se trata, por el contrario, de la hesiquia que significa inmovilidad, reposo, calma, silencio y que establece la paz del alma la cual, lejos de permanecer pasiva e inerte, llama a la Presencia de Dios en uno mismo, por medio de una receptividad actuante y cooperante, una acogida voluntaria y perenne de todo el ser a la obra divina en el ser.
Esta paz del alma, podemos verlo fácilmente, no tiene relación alguna con una forma de piedad desequilibrada o inmadura ya que es escucha, luego de puesta de atención aguda en el Señor. Es vigilia y apertura voluntaria y continuada a su Palabra. El apaciguamiento del alma en los hombres de “buena voluntad” traduce justamente una voluntad recta y firme en los mandamientos de Dios y conduce a la extinción o, cuando menos, al dominio de los movimientos desordenados de las pasiones y a una plegaria constante y viviente en el corazón del cristiano: precisamente la plegaria del corazón hesicasta.
- Segundo Punto: es preciso, ciertamente, saber hacer callar los ruidos de las agitaciones exteriores y sobre todo interiores para poder oír la llamada de Dios y responderle, con total libertad, pero con precisión; es preciso también actuar uno mismo a fin de abrir la puerta a su divina Presencia ya que Dios no va a entrar forzando dicha puerta, ni tampoco abriéndola él mismo:
“He aquí que me he parado a la puerta, y llamo a ella; si alguno oyere mi voz y abriese la puerta, yo entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo.”1
Este silencio en particular, no es un silencio apático y sumiso, un silencio “inerte”. Muy al contrario, es de total acuidad a la divina voluntad, a su invisible Presencia -que en ocasiones- se deja sentir sin que se la busque ni se desee “experimentarla”.
He aquí la respuesta evangélica que debe guiar a todo cristiano y que expresa la cooperación humilde pero firme y constante del hombre en la realización de las obras divinas, que por medio del Espíritu Santo se llevan a cabo en él, para que encuentren el terreno propicio a su Presencia y acción edificantes, en el sentido pleno del término.
Mateo (III, 1-3), Marcos (I, 1-3) y Lucas (III, 1-6) nos dan las condiciones que vienen a revelar la exigencia, evocando a Juan el Bautista anunciado por el profeta Isaías:
“Una voz clama: Preparad en el desierto el camino al Señor; allanad en la soledad la calzada para nuestro Dios.”
Una tal preparación para la venida del Señor, un trabajo apropiado a hacer rectos los senderos de Su venida a uno mismo, solo pueden operarse por la devota y piadosa espera, concebida en una especie de apatía espiritual sin confundirla tampoco con un activismo espiritual totalmente desarreglado que no prepara nada, no rectifica nada sino que trata de construir subjetivamente (a menudo de manera versátil o febril) sus propias vías, por esencia demasiado humanas y en consecuencia imperfectas para el paso del Señor.
Al respecto, encontraremos “clarificadoras” estas palabras de un ritual: “Penetremos por las vías que nos son abiertas para perfeccionar nuestros trabajos” y no “construyámoslas ab initio, a nuestro criterio”, para continuar diciendo en ese mismo ritual: “y que la más pura de las luces nos ayude a verificarlos”. Habremos podido comprender que esta luz a la que se refiere el ritual mencionado es el Señor mismo que, a la vez, revela sus vías y guía para poderlas seguir.
No se trata pues, ni de no hacer nada, ni de elaborar uno por su cuenta, sino “tan solo” de reabrir las vías de Dios en sí mismo, tal como las construyó desde los orígenes y tal como las continúa teniendo abiertas cualquiera que es un verdadero hombre de deseo, como el Apocalipsis 2 designa. Queda de cada cual el restituir en sí mismo la rectitud (desfigurada por la Caída y los pecados personales) que permita el “paso” divino.
Evitando de este modo este doble obstáculo, por una parte, de la pasividad que “lo espera todo” sin quererlo o atreverse a hacer nada y, por otra del voluntarismo que cree “tener que hacerlo todo”, el hombre se preserva de todo anacronismo hacia Dios. Es imprescindible que el deseo espiritual esté ordenado y dispuesto de acuerdo a una pedagogía espiritual a fin de situarse y permanecer en esta armonía con la acción de Dios, que actúa según los números, peso y medidas de cada uno.
Todas las vías y todos los ejercicios espirituales (especialmente en el marco cristiano), sea cual sea el nombre que se les dé: de piedad, místicos o iniciáticos, no tienen otro objetivo ni otras funciones. Es así que el hombre abre de nuevo la puerta al Señor; tal es la manera de tenerse a la espera de Dios y tal es lo que Dios espera de nosotros.
Notas:
1Apocalipsis III, 20.
2 Apocalipsis XXII, 17.
Acerca del Autor
Pascal Gambirasio d'Asseux
Pascal Gambirasio d'Asseux
Pascal Gambirasio d'Asseux nació en París en 1951. Abogado, se ha dedicado también a la espiritualidad cristiana. Escritor, conferenciante (invitado de France Culture y de Radio Chrétienne Francophone), ha publicado varios libros -que ahora son referencias reconocidas- sobre la dimensión espiritual de la caballería y la heráldica o la ciencia del escudo de armas, sobre la naturaleza cristiana de la realeza francesa y del rey de Francia, así como sobre el camino cristiano de la iniciación como camino de interioridad y de encuentro con Dios: iniciático, de hecho, lejos de las interpretaciones desviadas que han distorsionado su significado desde al menos el siglo XIX, significa al mismo tiempo origen, inicio e interiorización del proceso espiritual para que, como enseña San Anastasio Sinaí, "Dios haga del hombre su hogar". De este modo, quiere contribuir al (re)descubrimiento de esta dimensión dentro del Misterio cristiano, olvidada o incluso rechazada por unos porque está desfigurada por otros.
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