lunes, 29 de junio de 2020

Los Jacobitas, Ramsay y la masonería escocesa / Eduardo Callaey




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2da Parte


A raíz de este decreto, que en los hechos no produciría mayores consecuencias, los masones “elegidos” dejan de concurrir a las tabernas estableciendo sus capítulos en los castillos -donde los nobles asientan sus propias logias- y ¡en las abadías benedictinas!, pues son numerosos los religiosos –en particular del clero regular- que han respondido a la nueva alianza cristiana, y una vez más, están dispuestos a reeditar el antiguo sueño.

En el año 1737 las presiones políticas se han incentivado. La policía sigue de cerca la actividad de las logias pero no se anima a actuar por temor a crear conflictos con la aristocracia o con los dignatarios del gobierno. Es hora de actuar y el alto mando de la masonería jacobita se decide por la estrategia más audaz: Charles Radcliffe, lord Derwentwater, es electo Gran Maestre de las logias de Francia y todos los dignatarios que lo acompañan responden al movimiento escocés. El control es total.

Con un salto hacia delante, los escoceses intentan, en una sola acción, tentar al mismo Luis XV ofreciéndole la Gran Maestría, detener cualquier posibilidad de represión y enviar un claro mensaje a Roma. El elegido para llevar a cabo la tarea es –al igual que Dewentwater- un jacobita, escocés y católico, que ocupa el cargo del Gran Orador en la Gran Logia francesa; lo llaman “el caballero Ramsay”. Este hombre cambiaría el curso de la historia de la francmasonería. El personaje amerita una breve biografía.

Michael Andrew Ramsay nació en la ciudad escocesa de Ayr –cabecera de la Provincia del mismo nombre- en 1686. Tómese nota que la antigua capital de Ayr había sido Kilwinning, asiento de una abadía fundada hacia el año 1140 por monjes benedictinos. Convocados por Hugues de Morville, lord Cunningham, para que constituyeran allí un monasterio bajo la Regla de San Benito, estos monjes formaron una logia de masones cuya fama se extendió por toda Escocia. La iglesia de la abadía estaba dedicada a San Winnin, hombre piadoso que había vivido en esa región en el siglo VIII, y del cual tomó su nombre la villa cercana. Como se recordará, la leyenda refiere que muchos de los caballeros templarios que combatieron en la batalla de Bannockburn en 1314 encontraron refugio en aquella abadía cuya logia los recibió, asimilando junto con ellos la tradición propia del templarismo. Esta tradición, que daría un sesgo particular a la francmasonería escocesa tuvo su punto de partida en la tierra de la que justamente provenía Ramsay.

Se conoce muy poco acerca de su juventud salvo que su padre era un panadero presbiteriano. Cursó sus estudios en la escuela de su ciudad natal y luego en la Universidad de Edimburgo. En aquellos primeros años sería preceptor de los hijos del conde de Wemyss. Luego viajó a Holanda en momentos en que su vida estaba signada por la duda religiosa, por el deseo de interiorizarse acerca de las numerosas corrientes espirituales que por entonces agitaban Europa y, sin dudas, por un espíritu aventurero e inquieto. Hay quienes creen que durante su permanencia en Holanda sirvió en el ejército inglés de los Países Bajos, mientras que otros lo sindican como un espía[12]

Primero se convirtió en discípulo del pastor Poiret -ministro francés que se había instalado en Rheinsbourg- iniciando una etapa de ferviente misticismo y defensa del cristianismo. Sin embargo, su definitiva conversión al catolicismo vendría luego de 1709, año en que conoce a Fenelón y queda profundamente impactado por sus enseñanzas, de las que se convertiría en fervoroso devoto. La cercanía con la alta aristocracia y con los personajes que rodeaban al “Cisne de Cambrai” creó el contexto adecuado para que se destacara por su elocuencia, sus escritos y su particular personalidad. El duque de Orleáns –por entonces Regente de Francia- le confirió el título de caballero de la Orden de San Lázaro.

La muerte de Fenelón, ocurrida en 1715, fue un duro golpe para Ramsay. En los años siguientes se dedicó a publicar las obras de su maestro, “Los diálogos de la Elocuencia” y “Telémaco” y en 1723 publicó su “Vida de Fenelón”, cuyo éxito obligó a la impresión de varias ediciones. Ya era un personaje famoso en Francia e Inglaterra, cuando se convirtió en preceptor del duque de Chateau-Thierry, futuro príncipe de Turena, a quien dedicó su obra “Viajes de Ciro”. Convocado por Jacobo III viajó a Roma para desempeñarse en el cargo de preceptor de Carlos Eduardo Estuardo. Pero decepcionado con las intrigas con las que debía convivir en la corte, regresó a Francia, donde fue protegido por los duques de Bouillón hasta su muerte. A lo largo de su vida obtuvo importantes reconocimientos: Fue elegido miembro de la Real Sociedad de Ciencias de Londres y la Universidad de Oxford le confirió un doctorado.

Pero lo que ha convertido a Ramsay en protagonista principal de la trama de conspiraciones, misterios y sociedades secretas de su época son dos discursos pronunciados en el seno de la francmasonería francesa. El primero, en la logia de San Juan el 26 de Diciembre de 1736 y el segundo –al que nos referiremos específicamente- en 1737 en la Gran Logia. En ellos remontaría el origen de la francmasonería a la época de las cruzadas, ligándola taxativamente con la nobleza cristiana que conquistó la Tierra Santa. Ambos discursos reivindicaban el vínculo y la responsabilidad de los escoceses en la custodia de una antigua tradición a través de los siglos; una tradición que –según su juicio- debía encontrar en Francia su restauración definitiva.

Ramsay y sus hermanos escoceses creían sinceramente que en Francia podía restaurarse la antigua orden. Una Orden Real, heredera de las glorias más sublimes de la cristiandad... ¡Una Orden que reviviera el ideal de la caballería cruzada para unirlo a una nueva moral, una nueva ciencia, un nuevo hombre! Una Orden abrazada por la nobleza, sostenida por la alta burguesía, insuflada por la fuerza de las nuevas ideas, imbuida de la verdadera filantropía: la piedad y el amor de los caballeros de Cristo. Una Orden Real que tuviese al propio rey como su Gran Maestre.

¿No era acaso el Imperio Franco la cuna de los francmasones? Bajo los estandartes de las casas de Lorena, Normandía y Tolosa habían partido los ejércitos de la primera gran cruzada. Francia había sido la cuna de Hugo de Payns y de sus hermanos templarios antes de que San Bernardo les diera la regla que los convertiría en “militia christi”.

El noble auditorio que escuchaba a Ramsay –más de doscientos de los más ilustres caballeros de Francia- se sentía heredero de los constructores de las primeras catedrales, pero mucho más de aquellos hombres que habían reconquistado Jerusalén y fundado la Orden de los Caballeros Templarios. Para Ramsay, ambas instituciones -canteros y templarios- eran el corazón y el cerebro de la francmasonería.

Su mención a los cruzados no hacía más que poner en manos de la nobleza –ya cautivada por la masonería azul- un vehículo que le permitía soñar con una nueva era en la que el Imperio Cristiano recobrara su gloria y su unidad. La Reforma, la intransigencia de Roma y las guerras de religión habían regado Europa con la sangre de sus más ilustres hijos. El cristianismo se destruía a si mismo mientras que la francmasonería hablaba de tolerancia y de una herencia cristiana común. Ramsay presentaba a la masonería como la herramienta capaz de construir una nueva Europa cristiana.

6.- Las tensiones políticas en torno a la causa jacobita

Se hace necesario aquí comprender las fuerzas que se movían detrás de Ramsay. Sin dudas –y en primer término- el poderoso movimiento estuardista instalado en Francia desde que Jacobo II fuera depuesto por “La Gloriosa Revolución”, que había colocado en el trono de Inglaterra a la dinastía de los Hannover. Esta numerosa presencia de elementos masónicos jacobitas agravaba las tensiones existentes en el seno de la francmasonería francesa, en la que ya comienzan a perfilarse dos corrientes profundamente diferenciadas: la liderada por la Gran Logia de Inglaterra de sesgo hannoveriano y protestante y la que emerge en Francia, imbuida de la tradición escocesa y católica, introducida por los estuardistas exiliados.

Existe otro factor a tener en cuenta y es el delicado equilibrio político entre Inglaterra y Francia, la explosiva cuestión de la sucesión de Polonia que mantiene en vilo a Europa y el papel de Roma, inmersa en la profunda contradicción que le generaba la existencia de una francmasonería dividida entre una facción católica -leal a los Estuardo- sobre la que carece de control y otra –abiertamente protestante- que ha logrado penetrar en numerosas ciudades del continente, desafiando abiertamente la autoridad episcopal.

Sin duda, tempranamente, la Iglesia había observado con preocupación la proliferación de las logias, en especial aquellas que prescindían de toda alineación con el catolicismo romano. En ese contexto, y tal como lo refiere Kervella[13], no le era indiferente a la iglesia que los francmasones católicos hicieran contrapeso a sus hermanos protestantes que proliferaban hasta en Italia; lo que le perturbaba era la manera en que los masones católicos estaban elaborando su propia simbología, basada en una tradición escocesa, fuertemente anclada en un pasado cruzado y con un claro contenido de misterio y hermetismo.

            En la medida que la francmasonería escocesa avanzaba en su identificación con los cruzados –y fatalmente con los Caballeros Templarios a quienes reivindicaba como sus ancestros- la Iglesia enfrentaba la alternativa de permanecer en un permisivo silencio o condenar a las logias. Nada más odioso para el Santo Oficio del siglo XVIII como tolerar una Orden que -aún reivindicándose católica- asumía como modelo la figura de Jacobo de Molay, torturado y quemado vivo por el rey Felipe con la complicidad y el apoyo del papa Clemente V.
            El contexto del discurso de Ramsay de 1737 estaba rodeado por todas estas circunstancias y algunas urgencias. 

Desde 1725, época en que se había fundado la primera logia británica en suelo francés – la Resp:. Logia Saint Thomas Nº 1- la masonería francesa no había cesado de crecer bajo el calor de los exiliados estuardistas. En un principio, la sociedad de los francmasones había contado con el entusiasta apoyo del propio regente, el Duque de Orleáns, que había aceptado ser el Gran Maestre en 1723.

Pero la situación había cambiado desde entonces. Mientras que en Inglaterra el apoyo de la monarquía a la francmasonería era cada vez mayor, en Francia, con Luis XV en el trono, los masones empezaban a preocuparse por su futuro. Hacia 1737 las relaciones entre Inglaterra y Francia se encontraban en manos de dos equilibristas: el cardenal Fleury -canciller de Luis XV- y Robert Walpole, conde de Orfolk, -primer ministro del rey Jorge II Hannover- quienes mantenían un delicado equilibrio en una Europa convulsionada a causa de la guerra, los conflictos comerciales y la explosiva sucesión de Polonia. Fleury cuidaba las relaciones con Inglaterra y sospechaba que las logias francesas permitían a los jacobitas complotar contra Londres, lo cual, desde luego, era cierto.

Mientras tanto, las noticias inquietantes no sólo llegaban de Roma y España. En los Países Bajos acababa de impedirse, con gran esfuerzo de las más altas influencias masónicas, el encarcelamiento de un numeroso grupo de hermanos, cuya suerte se desconocía. Ramsay, que conocía bien la liberalidad de los holandeses en términos de religión, no podía dar crédito a que se hubiese planeado una feroz represión contra la masonería. Si esto ocurría Holanda ¿cuál sería el destino de los masones franceses si el rey cedía a las presiones de la Iglesia?

Ramsay tenía la esperanza de evitar males mayores si convencía al rey de colocarse al frente de todos los masones franceses. Para ello tenía pensado reunirlos en Asamblea en la ciudad de París. Como parte de su plan había enviado al cardenal Fleury el discurso que había preparado con motivo de una serie de iniciaciones que tendrían lugar el 21 de marzo, acompañado de una larga exhortación al prelado en la que, entre otras cosas, le decía:

“...Quisiera que todos los discursos en las asambleas de la joven nobleza de Francia, así como los que se dicten en el extranjero, estuviesen henchidos de vuestro espíritu; dignáos, Monseñor, apoyar a la sociedad de los francmasones en los grandes objetivos que se ha fijado...”

            La carta estaba fechada el 20 de marzo de 1737, un año antes que el papa Clemente prohibiera, bajo pena de excomunión, a clérigos y fieles, ingresar a las filas de los masones, lo que demuestra que los temores de Ramsay estaban plenamente justificados. La respuesta no se hizo esperar. Sobre el margen del mismo texto del discurso, el propio cardenal Fleury había escrito apenas unas líneas en las que le explicaba que ni él, ni el rey podían atender su petición. En otras palabras, no lo tomaban en serio.

            Ramsay sufrió un profundo desaliento. No lograría que un príncipe de sangre real blandiese el mallete de Gran Maestre de todos los masones de Francia. Pero lograría algo quizá más importante: evitaría la proscripción sin que ello significara la sumisión de la Orden al monarca ni a la Iglesia. Esta situación, muy diferente a la de Inglaterra, daría a la francmasonería francesa su sesgo particular. Pese a todo, el plan siguió su curso.

7.- El Discurso de 1737

Ramsay presenta a la masonería como la herramienta capaz de construir una nueva Europa cristiana. Aun más: proclama las bases filosóficas y morales que la debe regir:

            “…El mundo entero no es más que una gran república, en la cual cada nación es una familia y cada individuo un niño. Nuestra sociedad se estableció para hacer revivir y propagar las antiguas máximas tomadas de la naturaleza del ser humano. Queremos reunir a todos los hombres de gusto sublime y de humor agradable mediante el amor por las bellas artes, donde la ambición se vuelve una virtud y el sentimiento de benevolencia por la cofradía es el mismo que se tiene por todo el género humano, donde todas las naciones pueden obtener conocimientos sólidos y donde los súbditos de todos los reinos pueden cooperar sin celos, vivir sin discordia, y quererse mutuamente sin renunciar a su patria…” 

Inmediatamente después de este párrafo, Ramsay evoca a los cruzados. Lo hace inmerso en el espíritu que exalta la nobleza franca. Quien habla ante el auditorio atónito es el preceptor de la Casa de Bouillón, el tutor de Godefroid-Charles-Henri, hijo de Charles Godefroid de La Tour Auvergne, Duque de Bouillón. ¿Qué otra Casa podría reivindicar con más legitimidad un pasado cruzado? Ramsay no es un impostor… No. Es el hombre que educa al descendiente de Sobiesky, el rey de Polonia que salvó a Europa de los turcos. Lo escucha un auditorio de igual prosapia, al que no es necesario convencer de su pasado glorioso y de su misión olvidada.

“…Nuestros ancestros, los Cruzados –dice Ramsay- procedentes de todos los lugares de la cristiandad y reunidos en Tierra Santa, quisieron de esta forma agrupar a los súbditos de todas las naciones en una sola confraternidad. Qué no les debemos a estos hombres superiores quienes, sin intereses vulgares y sin escuchar el deseo natural de dominar, imaginaron una institución cuyo único fin es reunir las mentes y los corazones con el propósito de que sean mejores. Y, sin ir contra los deberes que los diferentes estados exigen, formar con el tiempo una nación espiritual en la cual se creará un pueblo nuevo que, al tener características de muchas naciones, las cimentará todas, por así decirlo, con los vínculos de la virtud y de la ciencia…”

A lo largo de su alocución, sienta las bases de lo que considera “la sana moral”, señalando que “las Ordenes religiosas se establecieron para que los hombres llegaran a ser cristianos perfectos; las Ordenes militares para inspirar el amor por la gloria noble” y la “Orden de los francmasones, para formar hombres amables, buenos ciudadanos y buenos súbditos, inviolables en sus promesas, fieles hombres al gusto por las virtudes” Para ello –insiste- “nuestros ancestros los Cruzados quisieron que ésta resultara amable con el atractivo de los placeres inocentes, de una música agradable, de un gozo puro y de una alegría moderada. Nuestros sentimientos no son lo que el mundo profano y el vulgo ignorante se imaginan. Todos los vicios del corazón y del espíritu están desterrados, así como la irreligión y el libertinaje, la incredulidad y el desenfreno”. 

            La última parte de su extenso discurso resulta esencial para comprender en su total dimensión el pensamiento y la tradición de la francmasonería escocesa. Describe sus orígenes en la Tierra Santa, así como las vías de penetración en Occidente y el papel jugado por Escocia durante “los años oscuros” en los cuales los propios masones se apartan de sus antiguos principios, olvidándose, al igual que los antiguos judíos, “el espíritu de nuestra ley”. He aquí su texto completo.

Desde la época de las guerras santas en Palestina, muchos príncipes, señores y ciudadanos se unieron, hicieron voto de restablecer los templos de los cristianos en Tierra santa y, por medio de un juramento, se comprometieron a emplear sus talentos y sus bienes para devolver la arquitectura a su constitución primitiva. Adaptaron de común acuerdo varios antiguos signos, palabras simbólicas tomadas del fondo de la religión, para diferenciarse de los infieles y reconocerse con respecto a los Sarracenos. Estos signos y estas palabras sólo se comunicaban a los que prometían solemnemente, incluso con frecuencia a los pies del altar, no revelarlos nunca. Esta promesa sagrada ya no era entonces un juramento execrable, como se cuenta, sino un vínculo respetable para unir a los hombres de todas las naciones en una misma confraternidad. Tiempo después, nuestra Orden se unió íntimamente con los caballeros de San Juan de Jerusalén. Desde entonces nuestras logias llevaron el nombre de las logias de San Juan en todos los países. Esta unión se llevó a cabo a imitación de los israelitas cuando construyeron el segundo templo, mientras trabajaban con una mano con la llana y el mortero, llevaban en la otra la espada y el escudo.”

Nuestra Orden por consiguiente no se debe considerar como una renovación de las bacanales y una fuente de excesivo derroche, de libertinaje desenfrenado y de intemperancia escandalosa, sino como una Orden moral, instituida por nuestros ancestros en Tierra Santa para hacer recordar las verdades más sublimes, en medio de los inocentes placeres de la sociedad”  

Los reyes, los príncipes y los señores, regresando de Palestina a sus países, establecieron diferentes logias. Desde la época de las últimas cruzadas ya se observa la fundación de muchas de ellas en Alemania, Italia, España, Francia y de allí en Escocia, a causa de la íntima alianza que hubo entonces entre estas dos naciones.”  

Jacobo Lord Estuardo de Escocia fue Gran Maestro de una logia que se estableció en Kilwinning en el oeste de Escocia en el año 1286, poco tiempo después de la muerte de Alejandro III rey de Escocia, y un año antes de que Jean Baliol subiera al trono. Este señor escocés inició en su logia a los condes de Gloucester y de Ulster, señores inglés e irlandés.”  

Poco a poco nuestras logias, nuestras fiestas y nuestras solemnidades fueron descuidadas en la mayoría de los países en los que se habían establecido. Esta es la razón del silencio de los historiadores de casi todos los reinos con respecto a nuestra Orden, a excepción de los historiadores de Gran Bretaña. Sin embargo, éstas se conservaron con todo su esplendor entre los escoceses, a los que nuestros reyes confiaron durante muchos siglos la custodia de su sagrada persona. Después de los deplorables reveses de las cruzadas, la decadencia de las armadas cristianas y el triunfo de Bendocdar Sultán de Egipto, durante la octava y última cruzada, el hijo de Enrique III de Inglaterra, el gran príncipe Eduardo, viendo que ya no había seguridad para sus hermanos en Tierra santa los hizo regresar a todos cuando las tropas cristianas se retiraron, y fue así como se estableció en Inglaterra esta colonia de hermanos. Puesto que este príncipe estaba dotado de todas las cualidades del corazón y del espíritu que forman a los héroes, amó las bellas artes, se declaró protector de nuestra Orden, le otorgó muchos privilegios y franquicias y desde entonces los miembros de esta confraternidad tomaron el nombre de francmasones.” 

Desde este momento Gran Bretaña se volvió la sede de nuestra ciencia, la conservadora de nuestras leyes y la depositaria de nuestros secretos. Las fatales discordias de religión que inflamaron y desgarraron Europa en el siglo dieciséis hicieron que nuestra Orden se desviara de la grandeza y nobleza de su origen. Se cambiaron, se disfrazaron o se suprimieron muchos de nuestros ritos y costumbres que eran contrarios a los prejuicios de la época. Es así como muchos de nuestros hermanos olvidaron, al igual que los judíos antiguos, el espíritu de nuestra ley y sólo conservaron su letra y su apariencia exterior. Nuestro Gran Maestro, cuyas cualidades respetables superan aún su nacimiento distinguido, quiere regresar todo a su constitución inicial, en un país en que la religión y el Estado no pueden más que favorecer nuestras leyes.” 

Desde las islas británicas, la antigua ciencia comienza a pasar a Francia otra vez bajo el reino del más amable de los reyes, cuya humanidad es el alma de todas las virtudes, con la intervención de un Mentor que ha realizado todo lo fabuloso que se había imaginado. En este momento feliz en que el amor por la paz se vuelve la virtud de los héroes, la nación más espiritual de Europa llegará a ser el centro de la Orden; derramará sobre nuestras obras, nuestros estatutos y nuestras costumbres, las gracias, la delicadeza y el buen gusto, cualidades esenciales en una Orden cuya base es la sabiduría, la fuerza y la belleza del genio. Es en nuestras logias futuras, como en escuelas públicas, donde los franceses verán, sin viajar, las características de todas las naciones y es en estas mismas logias donde los extranjeros aprenderán por experiencia que Francia es la verdadera patria de todos los pueblos. Patria gentis humanae.”




Citas bibliográficas

[1] Tort-Nouguès, Henri; “La Idea Masónica; Ensayo sobre una filosofía de la Masonería”; (Barcelona Ediciones Kompas 1997); pag 19
[2] Barudio, Günter; “La Época del Absolutismo y la Ilustración”; (Historia Universal Siglo XXI), pag. 296, 297.
[3] La cita es de A. Gallatin Mackey; Enciclopedia de la Francmasonería.
[4] Bernard Faÿ, “La Francmasonería y la Revolución Intelectual del siglo XVIII” Editorial Huemul S.A., 1963, pag. 122-123
[5] Kervella, André; “La Maconnerie Ecossaise dans la France de l’Ancien Régime; les années obscures 1720-1755” (Ed. du Rocher, 1999), p. 130
[6] Algunos autores –principalmente Alec Mellor- han querido ver una antítesis entre el documento inglés de 1723 y el francés de 1735 Este manuscrito, se encuentra en la Biblioteca Nacional en París, en el Departamento de Manuscritos, bajo el Nº de adquisición 20240. Su marca es F. M. 4 146. Fue propiedad de importantes coleccionistas hasta que fue subastado en Amsterdan en 1956. Una síntesis del mismo puede consultarse en la obra de Alec Mellor ya citada: “La Desconocida Francmasonería Cristiana”.
[7] Marcos, Ludovic; Histoire du Rite Français au XVIIIe Siecle; Ver en particular el Cap. III, “Las evoluciones rituales de la masonería francesa en el siglo XVIII.
[8] Mellor cita dos opiniones en torno a Moret o Moore: un artículo de la “Revue internationale des Sociétés secrètes” (R.I.S.S) comenta que “…En lo concerniente al abad Moret, que firma en calidad de Gran Secretario los procesos verbales de la Gran Logia celebrada en 1735 y 1736, prototipo de esos abades anfibios que nadan entre las dos aguas clerical y masónica, no hemos podido encontrar ninguna información sobre él. En 1737, según el documento de Estocolmo, existió un nuevo Gran Secretario, llamado J. Moore…” A lo que Mellor agrega que probablemente Moret y Moore fueran la misma persona, habida cuenta que en la correspondencia de Fleury se hace referencia a “un abad More, irlandés”, que se encargaba de la ejecución de las órdenes de lord Derwentwater. Ob. cit. 93-94
[9] Bricaud, Joany; “Les Illuminés d’Avignon” (París, Libr. Critique É. Nourry, 1927) pp. 21-36
[10] Mellor, ob. cit. 146-147
[11] Le Forestier, R.; “L’Occultisme et la franc-maçonnerie écossaise”
(Paris, Librairie Académique, 1928) p. 180
[12] Faÿ. Ob. cit. p. 194
[13] Kervella, ob. cit. p.  410




 Fuente:
 http://eduardocallaey.blogspot.com/2013/01/los-jacobitas-ramsay-y-la-masoneria.html


Acerca del autor


Masonería Cristiana
Eduardo R. Callaey



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