"No vayas fuera, vuelve a ti mismo. En el hombre interior habita la verdad".
San Agustín de Hipona
354 d. C. - 430 d. C.
354 d. C. - 430 d. C.
La filosofía agustiniana se centra en dos temas esenciales: Dios y el hombre. Para llegar a Dios primero tenemos que preguntar al mundo, después volverse hacia uno mismo y por último trascenderse. El mundo responde que él ha sido creado y el itinerario continúa; se procede a la ascensión interior, y el hombre se reconoce a sí mismo intuyéndose como ser existente, pensante.
Puede por ello ascender a Dios por tres vías: la vía del ser, de la verdad y del amor. Se trata de trascenderse a uno mismo, de poner nuestros pasos "allí donde la luz de la razón se enciende". Ahora bien, llegaremos a un Dios incomprensible, inefable. Dios es el ser sumo, la verdad, y eterno amor.
San Agustín, explora el misterio del hombre, su naturaleza, su espiritualidad y su libertad. El ser humano está compuesto por un cuerpo y el espíritu. Teniendo en cuenta que la cárcel del alma no es el cuerpo humano, sino el cuerpo corruptible; por lo que el alma no puede ser dichosa sin el cuerpo.
El alma fue creada de la nada y es el complemento del cuerpo, ayuda a entender el misterio del hombre en su creación a imagen de Dios. La creación del hombre a Imagen y semejanza de Dios, se ha deformado por el pecado y será la gracia la que se encargara de restaurar la correcta relación de Dios con el hombre.
El hombre sólo adhiriéndose al ser inmutable puede alcanzar su felicidad. En este encuentro de Dios y el hombre, San Agustín examina la delicada cuestión de la gracia y la libertad. San Agustín defendió la libertad contra los maniqueos y la existencia de una sola alma y una sola voluntad: era yo mismo quien quería, yo quien no quería; yo era yo. Por último, también exploró el tema de las pasiones, reduciéndolas a la raíz común del amor.
El Hombre Interior.
La concepción agustiniana obedece a la dinámica profunda del trascender, al “deseo de infinitud”, traducida en cierta orientación “personalista” o en un “humanismo abierto” regido por una ley. En el centro está el hombre interior, cuya realidad y virtualidad filosófica descubrió San Agustín, dice él mismo, en el platonismo ratificando expresiones paulinas, y también la tendencia general interiorista del cristianismo.
El hombre es un ser con nueva dimensión de realidad, modo inédito de ser que le permite obviar todo determinismo absoluto y todo “naturalismo” en general, se posee y vuelve sobre sí, retorna desde su exterior. Interioridad es distintivo de la filosofía de San Agustín, “el más agustiniano de todos los conceptos” Cabe distinguir tres niveles:
1) Nivel vivencial o psicológico, al que corresponde la actitud descriptiva de San Agustín, el reconocimiento de la geografía interior, su descollante fenomenológia del yo y cuyo mérito es universalmente reconocido como caso único en el pensamiento antiguo.
2) Nivel gnoseológico en el que la interioridad se hace vía, modo, método de conocimiento como encuentro con la verdad o sede del “maestro interior”.
3) Nivel ontológico o realidad peculiar, modo originario de ser, propio del hombre. No cabe, pues, reducir la interioridad agustiniana a simple método. Por su sentido de reflexividad y apelación al primado de la subjetividad, se insiste en que San Agustín patrocina a Descartes y a la modernidad. San Agustín contrapone a veces con extrema tensión autobiográfica hombre exterior e interior. Sin embargo, lo exterior ha de colaborar en el conocer, pues la verdad. Hay, así, una secuencia ascensional del trascender, a Dios, a la luz.
El verdadero misterio no reside en el mundo, sino que lo somos nosotros, para nosotros mismos. ¡Qué misterio tan profundo que es el hombre! Pero tú, Señor, conoces hasta el número de sus cabellos, que no disminuye sin que tú lo permitas. Y sin embargo, resulta más fácil contar sus cabellos que los afectos y los movimientos del corazón del hombre. San Agustín, empero, no plantea el problema del hombre en abstracto, el problema de la esencia del hombre en general. En cambio, plantea el problema más concreto del “yo”, del hombre como individuo irrepetible.
San Agustín apela todavía a fórmulas griegas para definir al hombre y, en particular, a aquella fórmula de origen socrático, que el Alcibíades de Platón hizo famosa, según el cual el hombre es un alma que se sirve de un cuerpo. No obstante, la noción del alma y del cuerpo, asumen un nuevo significado para él, debido al concepto de creación, al dogma de la resurrección y sobre todo al dogma de la encarnación de Cristo.
Para San Agustín el hombre interior es imagen de Dios y de la Trinidad. Y la problemática de la Trinidad que se centra sobre las tres personas y sobre su unidad substancial y, por lo tanto, sobre la específica temática de la persona iba a cambiar de modo radical la concepción del “yo”, el cual, en la medida en que refleja las tres personas de la Trinidad y su unidad, se convierte él mismo en persona.
San Agustín encuentra en el hombre toda una serie de tríadas, que reflejan la Trinidad de modos diversos. He aquí uno de los textos más significativos al respecto, perteneciente a la Ciudad de Dios:
“Aunque no iguales a Dios, sino más bien infinitamente distantes de Él, pero puesto que entre sus obras somos la que más se acerca a su naturaleza, reconocemos en nosotros mismos la imagen de Dios, es decir, de la Santísima Trinidad; imagen que aún debe perfeccionarse, con objeto de que cada vez se le acerque más.”
En el hombre, por lo tanto, hay algo más profundo que el hombre mismo. Lo que de su pensamiento permanece oculto no es más que el secreto inagotable de Dios mismo; al igual que la suya, nuestra vida interior más profunda no es otra cosa que el desplegarse dentro de sí misma del conocimiento que un pensamiento divino posee de sí, y del amor que se dirige hacia sí.”
"El hombre exterior es la puerta abatible; el hombre interior es la bisagra."
Maestro Eckhart
1260 -1328
El hombre está dividido en dos: en el hombre exterior y el hombre interior, el cuerpo y el espíritu. Lo exterior es visible, lo contrario a lo interior, que, de acuerdo al Apóstol Pedro, “radica en la integridad de un alma dulce y apacible” (I Pedro 3, 4). También San Pablo nos explica esa doble naturaleza humana:
“Aunque nuestro hombre exterior vaya perdiendo, nuestro hombre interior se renueva de día en día” (II Corintios 4, 16).
El Apóstol nos habla claramente de un hombre exterior y uno interior. Así, el hombre exterior está conformado por distintos miembros, en tanto que el hombre interior alcanza la perfección con su mente, el discernimiento, el temor de Dios y la Gracia Divina. Los actos del hombre exterior son visibles, en tanto que los del hombre interior quedan ocultos, de acuerdo al salmista: “el hombre es insondable, su corazón es un abismo” (Salmos 63, 7).
Lo mismo dice el Apóstol:
“¿Qué hombre, en efecto, conoce lo íntimo del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él?” (I Corintios 2, 11).
Solamente lo sabe Aquel que conoce el corazón y el cuerpo del hombre. Por eso, también la enseñanza es doble: una exterior y otra, interior, en la meditación sobre Dios. La exterior comprende el oficio de hablar, la interior comprende la oración. La exterior se centra en tener una mente aguda, la interior en adquirir el fuego del espíritu. La exterior busca cómo obrar lo bello, la interior se interesa en la contemplación de lo que no se ve.
La enseñanza exterior provoca la soberbia, “En cuanto a lo sacrificado a los ídolos, sabemos que todos tenemos conocimiento. El conocimiento envanece, pero el amor edifica.” (I Corintios 8, 1), mientras que la enseñanza interior nos muestra el camino de la humildad.
El conocimiento exterior quiere saberlo todo, en tanto que el conocimiento interior se analiza a sí mismo y no desea nada más que conocer a Dios, para poder declirle, como David:
“De Ti mi corazón me ha dicho: 'Busca su rostro'; es Tu rostro, Señor, lo que yo busco” (Salmos 26, 13). Y: “Como la cierva busca corrientes de agua, así mi alma te busca a ti, Dios mío” (Salmos 41,1).
La oración también es doble: exterior e interior; una se hace visiblemente y otra en lo secreto. Una se hace en asamblea y otra en la soledad. Una se hace por deber y la otra con toda voluntad.
Es necesario que él crezca, pero que yo mengüe.
San Juan 3:30
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