PRÓLOGO
2da Parte
“En nombre de Dios, las gentes de armas batallarán y Dios les dará la victoria”
Santa Juana de Arco
“Es preciso confiar en Dios como si todo dependiera de Él, y al mismo tiempo, comprometerse con generosidad como si todo dependiera de nosotros.2”
Juan Pablo II
El presente libro, como bien precisa el subtítulo, tiene por único objeto tratar de plantear una aproximación de lo que constituye el alma caballeresca, de lo que le confiere su identidad espiritual en el seno del cristianismo y tipifica pues su modo de plegaria y acción.
Deseamos avanzar en este camino “arriesgado” de la caballería, que a la vez y simultáneamente es un encaminamiento espiritual, a modo de prolongación de nuestra precedente obra dedicada a La vía del blasón. Ya que, no existen verdaderos escudos de armas que no sean -tanto en sus fuentes como en su cumplimiento-, caballerescos en su razón íntima, en su vitalidad y en su significado. De igual modo, no existe alma caballeresca que no tenga en sí, aunque sea velada en sus trazos o simplemente en su sentido interior, blasón que la encarne y realmente, la “nombre”, es decir la designe por su vocación, que no es otra cosa que su ser mismo llamado por el Padre. Alma hermana en el seno de una multitud en la que todos sus miembros son amados y llamados, pero no comparable a ninguna otra.
Situaremos nuestro discurso bajo el patronazgo luminoso de estos grandes modelos de la espiritualidad cristiana y caballeresca que son el rey Luis IX (san Luis) y Juana de Arco, que conjugan misteriosamente la gracia de ser a la vez la Dama perfecta soñada por la caballería y el modelo cumplido del caballero. Ambos ilustran, en el sentido pleno del término, gracias a sus actos, las plegarias y las palabras que la Providencia nos ha conservado de ellos, la naturaleza de esta espiritualidad que construye y anima la caballería, que le confiere una “atmósfera” o modo específico: música interior de la oración que “resuena” en el mundo de la acción en que ella se encarna y actúa.
Solo pueden tratarse de humildes pasos tras tan grandes almas y no está en la capacidad ni así pues en la intención de este libro, el marcar la integralidad de las “huellas” en esta vía mayor de la espiritualidad cristiana. No invitamos por tanto al lector, ni a una exégesis, ni a un curso de historia, sino simplemente a contemplar y a seguir, si tal es la llamada, un camino de vida, en y hacia Dios. Un camino abierto a los “corazones de amor encendidos” como escribía el rey René d’Anjou, otro entre los gentiles15 caballeros de Cristo. Por otra parte, es preciso recordar que, en este orden de cosas, no tenemos el derecho de inventar, sino el deber de transmitir.
La caballería como vía espiritual es perenne.
Desde la Encarnación de nuestro Señor y Salvador Jesucristo, dicha vía se afirma entre las actitudes del bautizado, de acuerdo a los carismas de cada uno, evocados por san Pablo16.
En estos tiempos de confusión mental y perversidad moral, de discursos manipuladores e hipócritas, de cinismo crepuscular y arrogante, de violencia contra el Espíritu y así pues trágicamente suicidas, el espíritu de la caballería, sin embargo, perdura y mantiene a través de los caballeros actuales las virtudes evangélicas que animaban a los caballeros de antaño.
De hecho, no hay caballeros de antaño y caballeros modernos, ya que el corazón de la caballería es único e intemporal y batía en los bravos pechos de antaño al mismo ritmo y con la misma fuerza que bate en los de nuestro tiempo. El “palenque”, el campo de batalla ha cambiado simplemente de dimensión, incluso de modo (no de naturaleza) pero, precisamente, el carácter espiritual de la caballería no hace sino ponerse más de manifiesto. Y si en estos días tenebrosos que nos ha tocado vivir, su existencia puede parecernos anacrónica, su papel ha de ser precisamente el hacerse presente y resonar, como el Apóstol afirma que hay que proclamar la Palabra del Señor “a tiempo y fuera de tiempo”17.
Esta naturaleza caballeresca comporta pues una particularidad, un “estado de espíritu”, que traduce lo que hemos denominado su identidad espiritual. Dicha identidad se refleja en los valores que ella privilegia hasta el punto de hacerse literalmente un solo “cuerpo” (diríamos por nuestra parte más precisamente en este orden de cosas “cuerpo y alma”) con ellos.
Son estos valores o virtudes fundamentales y fundadores del alma caballeresca, que “firman” su carisma propio tanto en el plano de la realización espiritual personal como en el plano de su vocación escatológica ya que: “toda alma que se eleva, eleva al mundo” enseña santa Teresa de Jesús (santa Teresa de Ávila) los que nosotros hemos tratado de evocar.
Las virtudes a que nos estamos refiriendo, de alguna manera, se imponen por sí mismas para aquel que es conocedor de la caballería, sin que ello resulte de una elección arbitraria por nuestra parte. Estamos hablando aquí de las virtudes teologales y cardinales que son -o al menos deberían serlo- la riqueza común a todo cristiano, sea cual sea su encaminamiento específico y que son las únicas que pueden hacer germinar y crecer los carismas de cada uno en la unidad y por el bien del Cuerpo Místico por entero (la Iglesia). Tal es el caso igualmente de las Beatitudes, camino real del cristiano, claves de la santidad.
Estas virtudes constitutivas de la caballería -sello del espíritu caballeresco y así pues de toda nobleza, de su Gesta y de su dimensión interior- son en número de tres que son, como si dijéramos, sus tres corazones o mejor aún las tres caras de un único corazón: proeza, cortesía y honor.
Veremos que estas tres virtudes caballerescas significan mucho más que lo que el lenguaje moderno puede dejar suponer y que el mundo medieval tenía, sobre este punto como en tantos otros, una fineza “de espíritu” que nuestros contemporáneos han perdido desde hace largo tiempo, ya que, en efecto, estas virtudes deben entenderse según su “secreto”, o dicho de otra manera, según su dimensión y amplitud espirituales.
Son justamente estas virtudes las que confieren plenamente y lo más legítimamente la capacidad heráldica, también dicha el derecho (espiritual y moral y no únicamente, ni tampoco “en primer lugar”, jurídico) de llevar blasón.
Hemos dedicado un libro a este particular 18 por lo que no volveremos sobre ello en la presente obra. Permítasenos sin embargo precisar que este lenguaje heráldico propio de la caballería (pero que sabrá ganarse muy rápidamente, desde finales del siglo XII, a la sociedad medieval entera), este lenguaje -repetimos- a la vez significante y poético - podríamos decir su canto si nos concentráramos en el blasonamiento o arte de describir un blasón- es un lenguaje sagrado puesto que habla del y al corazón del hombre: la heráldica, que los Antiguos denominaban “la noble ciencia” o “ciencia heroica”, creación original y que a la vez tiene su origen en el Occidente cristiano.
Estas tres virtudes quedan resumidas, o más bien concentradas, en la divisa tan conocida del gentilhombre: “mi fe en Dios, mi vida al rey, el honor para mí”19. Esta triple afirmación, en nuestra opinión, debe explicitarse así:
- La primera corresponde al fundamento metafísico y en consecuencia espiritual de toda vida “noble”. Se trata de su enraizamiento cristiano que determina, justifica e ilumina las dos otras.
- La segunda encarna y anuncia el servicio desinteresado que se desprende del “deber de estado” cumplido en total lucidez de espíritu porque se es consciente de estar así en armonía, en el plano de la acción, con el principio espiritual evocado. Esta segunda frase de la divisa induce, con toda evidencia, a la virtud de la proeza, al igual que implica también, y de manera general, la virtud de la cortesía, entendida entonces en su sentido pleno.
- La tercera, por último, expresa simplemente pero firmemente, en toda su exigencia una de las virtudes mayores de la caballería. Ella es firme, ya que indica que no puede haber verdadera acción caballeresca si no es portadora en sí misma de honor; ella es simple, ya que es humilde bajo esa apariencia de gloria y de soberbia. Es de hecho, el sentimiento de “humilde orgullo” del caballero que sabe “hacer lo que debe”, fielmente, imperturbablemente.
Pero antes de contemplar estas virtudes de frente, es preciso aprender a “ver” y así pues traspasar el misterio 20 del espejo en el que la verdad se revela o se refleja. Es en este sentido desde el que invitamos a comprender la razón del título del presente libro, en directa filiación con el de una de las obras magistrales de Marc de Vulson de La Colombière Le vray théâtre d’honneur et de chevalerie ou le miroir de la noblesse 21 y el de Aelred de Rievaulx22 Le miroir de la charité.
Volveremos sobre ello en el capítulo siguiente. Por lo demás, proeza, cortesía y honor se responden entre sí, precisamente en un “juego de espejos” y se trenzan para formar la trama del alma caballeresca. Por no hablar por otro lado de “la tela de los héroes”.
En efecto, la proeza consiste en cumplir todas las acciones de la vida (militar o civil) con valentía y cuidado del bien común, sin temor a los peligros que ello pueda conllevar. Por otra parte, la proeza no se realiza “por sí misma” ni para la propia gloria del caballero, sino al precio de la abnegación y desinteresadamente.
Entendida y vivida de este modo, la proeza es claramente la marca, el sello y en consecuencia el honor mismo de la caballería, así como signo de la cortesía que le es debida en cumplimiento de estos “altos hechos” a fin de ser y hacerse digno de ella con el fin de hacerla querer, respetar y desear en todas partes donde se halle requerida.
En efecto, la cortesía no se resume al simple cumplimiento o a la buena educación, sino que expresa un real “mantenimiento” del ser, consciente de reconocer en el otro el rostro oculto del Señor, testimoniándole atención y benevolencia en el sentido cristiano; mantenimiento que se caracteriza, de manera general, por la elegancia de vida que traduce un alma distinguida, sin afectación ni amaneramiento sino poniendo de manifiesto la expresión natural de la nobleza del ser. La cortesía se presenta como el signo del honor que se le debe siempre testimoniar al otro en el “encuentro” con él (encuentros de la vida, duraderos o efímeros, justas o combates) y de la proeza de saberse guardar constante y verdadero, sea cual sea este “otro” y las circunstancias del “encuentro”.
En efecto, el honor consiste en no faltar a las exigencias a las que acabamos de referirnos y mantener la palabra de gentilhombre, sea al precio que sea, cuando ésta haya sido dada, ofreciendo únicamente a Dios y a la Virgen sus justas acciones, sin querer apropiárselas por una vana gloria, concediéndose tan solo ese “humilde orgullo”, como lo califica un antiguo texto caballeresco, de haber “hecho lo que se debía”.
Finalmente, el honor pide simplemente realizar las proezas que implican por esencia el estado caballeresco y que siempre se esperan de un caballero. El honor traduce, a través de esta voluntad de nunca defraudar ni derogar, la cortesía debida a ese estado, al igual que se espera y aguarda del caballero que en todas las acciones de la vida, esté “a la altura” de la caballería.
Notas:
15 En la época medieval este término no tenía el mismo significado que tiene hoy y tenía el sentido de “bien nacido”, en referencia al vocablo con que se nombraba a la gente -plural gentes- que en Roma formaban parte de las familias patricias que componían el Senado primero y luego la clase de los caballeros, de donde viene igualmente el nombre de gentilhombre que comportaba y connotaba una generosidad de alma y elevación moral.
16 I Corintios XII, 1-30; y Romanos XII, 3-8.
17 II Timoteo IV, 2.
18 La voie du blason. Lecture spirituelle des armoiries. Segunda edición aumentada. Éditions Télètes, 2012.
19 También: “mi espada al rey, mi alma a Dios, mi honor para mí”, frase atribuida a Blaise de Montluc (entre 1500/1502 y 1577), Mariscal de Francia, armado caballero en 1544 por el conde de Enghien, hermano de Antoine de Bourbon, en el campo de batalla (victoria de Cérisoles, durante las guerras de Italia). Su familia es una rama de la antiquísima familia de Montesquieu a la que pertenecía la madre del célebre d’Artagnan. Escribió Les Commentaires en 1577 (publicados en 1592) que se presentan como sus memorias cubriendo el período de la guerra de Italia con las guerras de Religión.
20 La palabra ‘misterio’ está construida a partir del
verbo griego muo (yo cierro los labios, lo que quiere decir, yo sello, yo callo). Sin embargo,
cierto número de especialistas refieren más bien el verbo muéo que significa precisamente ‘iniciar en los
misterios’. En cualquier caso, está claro que estas raíces griegas connotan la idea de silencio y de sagrado,
calificando pues aquello que está más allá de la palabra, del discurso y que no puede expresarse ni
sobre todo comprenderse sino es participando uno mismo de este misterio.
Lo sagrado resulta
de este silencio, no por voluntad
humana, sino por su naturaleza misma.
21 París, 1648.
22 Aelred de Rielvaux (1110-1167), monje cisterciense inglés, maestro de novicios y después padre Abad de Rielvaux (Yorkshire), redactó diversos tratados de vida espiritual, entre los cuales Le miroir de la charité y L’amitié spirituelle, ambos reeditados por la abadía de Bellefontaine, colección vida monástica nº 27 de 1992 y nº 30 de 1994, traducción, introducción, notas e índice, para el primero de Charles Dumont, o.c.s.o. y de Sor Gaëtane de Briey, o.c.s.o. y para el segundo, únicamente de Sor Gaëtane de Briey, o.c.s.o.