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Los Maestros Escoceses y la Orden de la Estricta Observancia
La Restauración Templaría y La Orden de la Estricta Observancia
Nota: por lo extenso del articulo se presentara en dos partes.
1ra Parte
Nota: por lo extenso del articulo se presentara en dos partes.
1ra Parte
Introducción:
La tradición templaria está presente en numerosos sistemas masónicos. Se la puede encontrar en el grado de Caballero Kadosh, 30º del Rito Escocés Antiguo y Aceptado. En las Islas Británicas, tanto en Escocia como en Inglaterra, se han creado Ordenes Templarías que actualmente se reúnen bajo las denominadas Ordenes Aliadas. Sin embargo, el renacimiento templario, también denominado neotemplarismo, fue consecuencia de la acción de los estuardistas exiliados en Francia, tal como hemos publicado recientemente.
El resultado de esta nueva caballería de tradición jerosolimitana, inspirada en la Cruzadas, tuvo su apogeo –y su apoteosis- en la Orden de la Estricta Observancia creada por el barón Gottel von Hund a instancia de la Casa Estuardo. Su acción se extendió por décadas, principalmente en Alemania y el Imperio, llegando a acumular un poder masónico, político y militar sin precedentes. En 1782, como consecuencia de los acuerdos llevados a cabo en el Convento de Wilhelmsbad, la Estricta Observancia y los Masones Rectificados de Lyon se fusionaron en una nueva Orden Masónica que se denominaría con el nombre de Régimen Escocés Rectificado. Este sistema masónico-caballeresco es el heredero directo de aquella caballería neotemplaria del siglo XVIII y sin ella no podría comprenderse cabalmente su razón de ser.
Como ocurre con muchos otros aspectos de la historia de la masonería, existe una profunda ignorancia –no exenta de mala fe- respecto de esta impronta caballeresca, así como del contexto histórico en el que se desarrolló, impregnando a la masonería de toda su tradición cristiana y militar. Si bien el Rito Escocés Rectificado debe su doctrina –que la tiene- al genio y la inspiración de Willermoz, no es menos cierto que el aspecto caballeresco de su Segunda Clase es la espina dorsal de su estructura. Desconocerlo es lisa y llanamente desconocer la historia del Rectificado y de gran parte de la masonería continental europea del siglo XVIII. Las investigaciones en torno al neotemplarismo de la Estricta Observancia están lejos de conocerse ampliamente en lengua española y queda por delante un enorme trabajo al respecto. Este ensayo, deliberadamente extenso, incluso inapropiado para un blog, se publica en un momento crucial de la Orden Rectificada y de la Masonería de tradición, pues si no entendemos esta historia tampoco entenderemos nunca qué hacen las espadas en una Orden que supuestamente recibió una única herencia de los constructores de catedrales. Retomamos entonces, la historia iniciada semanas atrás, cuando publicamos el ensayo sobre “Los Jacobitas, Ramsay y la masonería escocesa”
1.- El espíritu de “Cruzada”
El espíritu –y el lenguaje- “cruzado” que Ramsay utiliza en su discurso, es el que animaba a los jacobitas en su “epopeya restauradora”. Pero es también, en todo caso, la consecuencia de los acontecimientos que sacudían Europa.
La realidad que estos hombres vivían les imponía, ante todo, un deber militar en la defensa de las distintas “cristiandades” que abonaban Europa. Pero también es cierto que a las guerras de religión que diezmaban la unidad cristiana, se sumaba el recuerdo, aun latente, de la amenaza de los turcos islámicos. Hasta fines del siglo XVII, el este europeo había padecido el jaque del Imperio Otomano, que soñaba con extender las fronteras del Islam hacia el corazón geográfico del cristianismo.
Apenas unas décadas atrás Europa había tenido nuevamente ante las puertas de Viena a los ejércitos turcos liderados por el visir Kara Mustafá. La conquista de Viena era la carta de triunfo del Islam en el centro de Europa.
En aquel momento, fue Sobiesky el que lideró la batalla decisiva, ocurrida en la mañana del el 12 de septiembre de 1663. Al amanecer de aquella jornada, en una pequeña iglesia erigida sobre el monte Kahlenberg, frente a 150.000 soldados turcos, el capuchino Marco de Aviano, legado papal, celebró la Santa Misa. Junto al rey de Polonia estaban nobles y príncipes alemanes, austriacos, húngaros y voluntarios italianos cuyo número era apenas la mitad del de los atacantes.
No era esta una gesta romántica ni una batalla más de las que se libraban en Europa entre facciones cristianas.
Nuevamente, como había sucedido en el año 730 en las llanuras de Poitier, -donde Carlos Martel detuvo al general berebere Abd al-Rahman ben Abd Allah al Gafidi que había invadido la Aquitania- o como en la batalla de los Cuernos de Hattin –donde fue derrotado el ejército cristiano por el kurdo Saladino, precipitándose la caída de Jerusalén- la cristiandad estaba seriamente amenazada.
Todos estos hombres reunidos en torno a Sobiesky –cuyos descendientes constituían el auditorio de Ramsay- vivían su misión con un verdadero espíritu de cruzada en el que no podía estar ausente la inspiración de sus propios ancestros, el eco de aquellos lejanos parientes que se habían batido con los musulmanes en las arenas del Levante.
La nobleza europea, nuevamente convertida en “militia christi” estaba unida frente al Islam. La rueda de la historia había recorrido una vuelta completa y sobre el campo de batalla sobrevolaba la mítica caballería templaria. Todos los actores parecían haber retornado, hasta los traidores que apostaban a la derrota cristiana, esperada, en este caso, no por los griegos de Bizancio sino por el propio rey de Francia que alentaba a los turcos.
Emulando a los hombres de Godofredo de Bouillón, el rey polaco -al grito de “En el nombre de Dios”- se lanzó contra los turcos. Quiso la providencia que triunfaran los cristianos. Veinte mil turcos fueron muertos en aquella trágica jornada y otros tantos miles huyeron dispersos para no volver nunca más al corazón de Europa. Pero de aquella epopeya surgieron nuevas alianzas y lealtades junto a una conciencia renovada de reconstruir la “cristiandad”. ¿Quién lo haría sino la nobleza cristiana? Allí, junto a Jan Sobiesky estaban el markgrave Luis de Badem, el duque Carlos de Lorena –el abuelo de Francisco Esteban, duque de Lorena que, como veremos, erigiría un Estado de inspiración masónica en el Gran Ducado de Toscana- y tantos otros señores.
Muchos de los hijos y nietos de los combatientes de Kahlenberg, su habían unido a la francmasonería jacobita del siglo XVIII
La nieta de Sobiesky, la princesa Marie-Charlotte Sobieska se casaría con Charles Godefroy de La Tour Auvergne, 5º Duque de Bouillón (1706-1771), protector de Ramsay, señor del mítico castillo de las Ardenas y fundador de la logia “La Perfecta Armonía” que permanecería activa hasta los tormentosos días de la Revolución Francesa.
La masonería que Ramsay proponía no sólo sintonizaba con el nuevo espíritu cruzado de la nobleza europea. Constituía –como bien lo señala Andreas Beck- el vector en el cual la reunificación del cristianismo encontraba su más formidable herramienta. De alguna manera, el jacobitismo participaba de la misma esperanza, representada en la restauración de la dinastía católica de los Estuardo. En todo caso, estos hombres habían encontrado una organización capaz de contener en su seno a aquellos que buscaban una renovada religión en “la que todo cristiano conviene”.
El vínculo de Ramsay con los duques de Bouillón no deja de ser una pieza clave en el entramado que une a cruzados, templarios y masones. Charles de La Tour Auvergne, 5º Duque de Bouillón formaba parte de la nobleza ilustrada. No sólo era fundador de logias –se llegó a hablar de una verdadera “Orden Masónica de Bouillón”- con asiento en las Ardenas, sino que introdujo en aquella región una imprenta que devino en la conformación de un polo editor de la “Ilustración” de gran prestigio.
Su hijo, Godefroy III Charles Henri de La Tour d'Auvergne, 6º Duque de Bouillon, (1728-1792)[1], que había sido educado por Ramsay, sería Gran Chambelán de Francia y se convertiría luego en una pieza clave de la francmasonería de la “Estricta Observancia Templaria” creada por el barón von Hund. En 1774 era Gran Maestre de los cuatro Directorios Escoceses de Auvernia, con sede en Lyon; de Occitania, con sede en Bordeaux; de Borgoña, con sede en Estrasburgo y de Septimania con sede en Montpellier.
2.- La trama masónica en torno a la sucesión de Polonia
Hemos hecho referencia a la compleja trama diplomática que enfrentaba a Francia y Gran Bretaña en 1737 y al especial cuidado con el que la policía de Fleury vigilaba las actividades de los francmasones “escoceses”. También hemos mencionado que uno de los acontecimientos que tenía en vilo a Europa era la cuestión de la sucesión de Polonia que permanecía estancada. Ni la francmasonería inglesa ni la francesa estaban ausentes a esta cuestión; a tal punto que, como veremos, la solución se tejió en base a un acuerdo entre prominentes masones ligados a la masonería jacobita y al duque de Lorena -nieto de aquel que había enfrentado a los turcos junto con Sobiesky- caballero francmasón y emblema de la masonería “cruzada”
La “Guerra de Sucesión” de Polonia provocaba un profundo conflicto en el que intervenían Alemania, que apoyaba los derechos de Augusto de Sajonia –hijo del extinto Augusto II, casado con la sobrina del emperador Carlos VI- y Francia, que sostenía al partido de Estanislao Leszczynsky, suegro de Luis XV. El conflicto afectaba los intereses de otras potencias, como España, Rusia, Austria y los Países Bajos.
Fleury trataba por todos los medios de mantener al margen a Inglaterra, que había dado evidentes muestras de querer mediar en el conflicto.
En 1737 -año en el que Ramsay propone a Fleury que el propio Luis XV se coloque al frente de la masonería católica- el hábil canciller francés estaba a punto de lograr la paz con el emperador alemán mediante un tratado por el cual Estanislao Leszczynsky –un masón con fuertes vínculos en las logias jacobitas- recibía el ducado de Lorena de manos de otro masón, Francisco Esteban, que a cambio se quedaba con el ducado de los Médici, destrabando así el acceso de Augusto de Sajonia al trono polaco.
Allec Mellor ha sostenido la hipótesis de que Ramsay no pudo haber elegido peor momento para plantear su plan a Fleury: “…No era momento de descontentar al gabinete de Londres, ya decepcionado y amargado, pues no había podido representar en su provecho el papel de mediador. Mezclar la causa de los Estuardo con todas estas intrigas, en semejante momento, hubiera sido catastrófico…” [2]
En efecto, el 2 de mayo de 1738, Francia, España, Gran Bretaña, Holanda y el Imperio firmaron el “Tercer Tratado de Viena” por el cual Leszczynsky renunciaba al trono polaco y reconocía la legalidad de Augusto de Sajonia, a cambio de Lorena, con la condición de que esos territorios fueran heredados por su hija, la esposa de Luis XV. Francia –a su vez- aceptaba la sucesión de Maria Teresa Habsburgo como emperatriz del Imperio Austro Húngaro. Francisco de Lorena, esposo de María Teresa, recibía Toscana, en contra de los deseos de los españoles, de modo que Francia no solo evitaba el peligro en sus fronteras sino que también conseguía –con la futura anexión de Lorena- un sueño secular. Carlos Manuel de Piamonte reconocía la sucesión austro húngara a cambio de las ciudades de Novara y Tortona. El Milanesado pasaba de nuevo al emperador, además de Parma y Piacenza. Augusto de Suabia, finalmente, asumía el trono polaco, comprometiéndose a respetar las tradiciones del país y la defensa del catolicismo.
No es un hecho menor que la soberanía de Toscana pasara a manos de un francmasón, situación que sin dudas causaría profunda preocupación a Roma. Veamos quién era este duque de Lorena devenido en “Gran Duca de Toscana”.
Francisco Esteban había sido iniciado “aprendiz” en 1731, en el seno de la primera logia establecida en La Haya, cuyo venerable maestro era el conde de Chesterfield. Un año después, en tenida magna, se inauguró en Londres una nueva logia francesa bajo la enseña del “Duque de Lorena” en la que le fueron conferidos los grados de compañero y maestro. El marco de esta ceremonia permite establecer hasta qué punto se asignaba la mayor importancia a su incorporación a la Orden. Se realizó en Houghtou-Vall, la residencia de Robert Walpole, conde de Orfolk -quien era nada menos que el primer ministro de su majestad Jorge II Hannover- y contó con la participación de los más ilustres masones ingleses, con su Gran Maestre a la cabeza.
Francisco Esteban, Duque de Lorena
Hijo de Leopoldo, duque de Lorena, -y nieto de Carlos de Lorena que, como hemos visto, había combatido a los turcos en las filas de Sobiesky- Francisco Esteban había nacido en Nancy en 1708 y heredado el ducado en 1729. En los años siguientes a su iniciación se vio envuelto en la guerra de Sucesión Polaca como consecuencia de su casamiento con María Teresa Habsburgo. En compensación por la cesión de Lorena a Leszczynsky recibió el Gran Ducado de Toscana, cuya soberanía había quedado vacante en 1737 con la extinción de la dinastía de los Médici.
Cuando Francisco Esteban asumió el control del Gran Ducado, la masonería ya estaba establecida en Toscana –donde operaban hannoverianos y estuardistas- y atravesaba duras dificultades con el clero. En 1737 se habían fundado algunas logias en Florencia, contra las cuales dispuso prevenciones inmediatas el último gran duque de la Casa de los Médicis. Pero su muerte, ocurrida ese mismo año, animó a los masones a continuar sus actividades. El clero florentino, que había azuzado al duque contra la sociedad, ahora recurría a Clemente XII quien, ya un año antes de dictar la bula que excomulgaría a los francmasones, se encargó de enviar un inquisidor a Florencia que arrojaró a los calabozos a numerosos miembros de las logias. Inglaterra había logrado la libertad de algunos masones hannoverianos, pero la situación del resto permanecía en extremo complicada.
Todo esto se modificó radicalmente luego del Tratado de Viena firmado en 1738 por el cual Francisco Esteban asumía la soberanía de Toscana. Uno de sus primeros actos de gobierno fue liberar a los francmasones que permanecían presos de la Inquisición y pese a que su esposa María Teresa Habsburgo no profesaba ninguna simpatía hacia la francmasonería, él desplegó una intensa actividad en la creación de logias, no sólo en Florencia sino en otras importantes ciudades de su territorio. Estableció un Consejo de Regencia que se convirtió en la máxima institución del Estado; se rodeó de hombres con una enorme experiencia política, cuya principal misión era la de modernizar las estructuras de gobierno poniendo en práctica políticas reformistas en lo económico, en lo eclesiástico y lo social.
Las logias establecidas en Toscana gozaron de su protección a partir de entonces y no las afectaría la bula de 1738. Su actividad masónica no se limitó al entramado político que la Orden tejía por toda Europa. Francisco Esteban abrazó el esoterismo masónico y las corrientes templarias, pero en particular la alquimia, ciencia a la que dedicó ingentes esfuerzos como tantos otros soberanos y nobles de aquel tiempo.
Al morir Carlos VI, la emperatriz María Teresa lo nombró corregente y en 1745, luego de disputarle la corona al elector de Babiera fue reconocido por la Dieta como emperador de Alemania. Sin embargo, su actividad se centró en Toscana, en donde estableció un régimen de tolerancia religiosa inédito en el continente. Durante su largo reinado muchos documentos oficiales del ducado llevaron impresos una escuadra y un compás y otros símbolos masónicos.
Cabe preguntarse si la petición de Ramsay a Fleury había sido “inoportuna” o si, por el contrario, los “escoceses” eran conscientes de que ésta era la última oportunidad. Las persecuciones en Holanda y en España eran un antecedente cierto del rumbo que podría tomar la propia Francia y –más peligroso aun- la Sede Apostólica. Entre 1737 y 1738 ocurrieron hechos que aceleraron la decisión pontificia relativa a la francmasonería y uno de ellos es sin dudas la situación que acabamos de describir en torno a Toscana.
3.- “Y por otros motivos justos y razonables por nos conocidos”
“Aliisque de justis ac rationabilibus causis Nobis notis” El 25 de Julio de 1737, Clemente XII convocó a Roma a los cardenales Ottobone, Spinola y Jondedari. Del cónclave participó el inquisidor del Santo Oficio en Florencia. La cuestión a tratar era qué hacer con la francmasonería: Los capítulos de “caballeros elegidos” es expandían sin cesar y ya se hablaba de “caballería templaria”
Se decía que el clero regular estaba apoyando el movimiento y que algunos monasterios albergaban capítulos clandestinos. Para colmo, los acuerdos por Polonia colocaban a un príncipe masón en el antiguo bastión florentino, a las puertas de los Estados Pontificios. A esto se sumaba la creciente actividad masónica que lord Balmerino desplegaba en Avignon, en las propias barbas del legado pontificio en la ciudad de los papas. Es muy probable que en esa reunión ya se hablara de la excomunión de los masones. Pese a los esfuerzos de la masonería católica francesa y de la acción del jacobitismo masónico, crecía en Roma la certeza del peligro letal que se cernía sobre la Iglesia.
Los franceses insistían en el carácter cristiano de la francmasonería. Prueba de ello es el documento francés de 1735 que hace mención a “…la religión en la que todo cristiano conviene…”. Pero en 1738 se produjo otro hecho indicativo del rumbo que tomaba la francmasonería inglesa y sus logias aliadas: La publicación de las Constituciones de Anderson modificadas en su artículo 1º.
Muchos masonólogos del campo católico han remarcado que la primera condena pontificia es posterior a la nueva redacción de las “Constituciones” de 1738, puesto que estas concluían con la “protestantización” de la francmasonería hannoveriana. [3] Esta cuestión precipitó la reacción del papado.
He aquí los dos textos:
El texto de 1723
“Un Masón está obligado por su título a obedecer la Ley moral y si comprende bien el Arte, no será jamás un ateo estúpido, ni un libertino irreligioso. Sin embargo, en los tiempos antiguos los Masones fueron inducidos en cada país a pertenecer a la religión de ese País o de aquella Nación, cualquiera fuese, no obstante, se le considera ahora como aceptable de someterlo a la Religión que todos los hombres aceptan, dejando a cada uno su particular opinión, y que consiste en ser hombres buenos y leales u hombres de honor y de probidad, cualesquiera fuesen las denominaciones o creencias que pudiesen distinguirlos; de este modo, la Masonería deviene el centro de unión y el medio de anudar una verdadera amistad entre personas que hubiesen debido permanecer perpetuamente alejadas entre sí.”
El texto de 1738.
“Un masón está obligado por su título obedecer a la ley moral en tanto que verdadero noaquita y si comprende bien la profesión, él no será nunca un ateo estúpido, ni un libertino irreligioso ni actuará en contra de su conciencia.” “En los tiempos antiguos, los masones cristianos eran llamados a actuar de acuerdo con las costumbres cristianas de cada país donde ellos viajaban. Pero la masonería existente en todas las naciones, aun de religiones diversas, lleva a que los masones adhieran a la religión según la cual todos los hombres están de acuerdo (dejando a cada hermano sus propias opiniones), es decir, ser hombres de bien y leales, hombres de honor y de probidad, cualquiera sean los nombres, religiones o confesiones que ayuden a distinguirlos: pues todos se articulan sobre los tres artículos de Noé suficientes para preservar el fundamento de la Logia. De este modo la Masonería es el centro de la unión y el feliz medio de unir a las personas, quienes, de otro modo, habrían permanecido perpetuamente desconocidas entre sí.”
Está claro que en el proyecto Andersoniano de 1738 las cláusulas restrictivas en torno a la religión “en la que todo hombre conviene” debían ser eliminadas a fin de abrir la orden aún a aquellos que no eran cristianos. O tal vez, simplemente, los protestantes doblaran la apuesta.
Pero hay otro detalle en el texto de 1738 que merece particular atención: la frase “un verdadero noaquita”, concepto al que ya hemos hecho referencia y que colocaba a la francmasonería como paradigma de una religión arcaica, poseedora de la tradición común de las tres grandes religiones monoteístas.
Luego de la publicación de la bula, la represión se produjo en forma desigual según el país y la influencia que el clero ejerciera sobre los estados. Pese a que su texto era lo suficientemente virulento como para no dejar dudas, el edicto de publicación mereció una aclaración por parte del cardenal Firrao en 1739 -en un decreto para los Estados Pontificios- que agregaba “…Que ninguna persona pueda reunirse, juntarse o agregarse, en lugar alguno, con la indicada sociedad, ni hallarse presente en sus asambleas, bajo pena de muerte, y confiscación de sus bienes, en las que incurrirá irremisiblemente el contraventor, sin esperanza alguna de perdón…” Pero ya era tarde. En pocos años, el Discurso de Ramsay se convertiría en el factor aglutinante de la antigua nobleza dispuesta a una nueva cruzada que no sólo reafirmaría el carácter cristiano de la Orden sino su voluntad de construir una nueva cristiandad más allá de las opiniones del Obispo de Roma.
Mientras tanto, se había abierto la caja de Pandora. Lo francmasonería capitular tenía ahora un perfil definido y una legitimidad institucional. Las tradiciones escocesas, prolijamente excluidas de los protocolos masónicos ingleses, se habían filtrado durante décadas a Francia. Los antiguos grados escoceses y su herencia templaria, mantenidos en secreto por generaciones de masones en las Islas Británicas se expandían en el continente con velocidad pasmosa. Esto significaba un traspié para la masonería hannoveriana que en 1717 había “fundado” la masonería moderna obviando toda referencia a las antiguas tradiciones de origen templario. Las Constituciones de Anderson, señalaban una línea divisoria tras la cual se había borrado y destruido tanto como se había podido la génesis de los grados escoceses. En el futuro, pese al malestar que esto provocaba a la Gran Logia de Londres, el proceso de “templarización” de la francmasonería francesa no se detendría hasta la Revolución.
El 28 de abril 1738, un fatigado y ciego Clemente XII, jaqueado por sus cardenales, incitado por el Gran Inquisidor de Toscana -que veía con horror alzarse un ducado masónico en el emblemático principado de los Médici- promulgó, por fin, la bula “In Eminenti”.
De esta forma Roma, que durante siglos había protegido a los masones operativos, que había tenido en ellos a los eficaces constructores de las iglesias y catedrales de la cristiandad y que había mantenido un discreto apoyo a las logias estuardistas, cuya causa alentaba, condenó por primera vez a la sociedad de los francmasones.
El documento, que entró en vigencia el 4 de mayo de aquel año, no es aún condenatorio del espíritu que subyace detrás de las logias. Es, en rigor de verdad, un abierto golpe a una sociedad -sospechosa y sospechada- que pretende mantener el secreto de sus actividades, el ocultamiento de sus fines y una liberalidad absolutamente “perniciosa” para todo católico.
Pese a que se había solicitado a los episcopados que controlen esta situación, la misma se desmadró. Como si se hubiese recreado la antigua alianza benedictina-masónico-templaria, los abades asumen la presidencia de numerosas logias y establecen su asiento en los propios capítulos de sus abadías. De allí que, en el futuro, a la francmasonería de los “Altos Grados” se la conozca también como “masonería capitular”, puesto que las tenidas se llevaban a cabo en las “Salas Capitulares”, lugar de la abadía reservado a la lectura diaria de un capítulo del Evangelio y al diálogo de la comunidad de monjes. Del mismo modo, los presidentes de las logias compartían el título de “venerables”, dignidad otorgada comúnmente a los abades y monjes destacados en la orden benedictina.
Pero antes de avanzar en la “conspiración de los abades” echemos una mirada sobre la bula en cuestión y sus consecuencias inmediatas.
En principio, en la sociedad del siglo XVIII, ningún estado estaba dispuesto a tolerar la existencia de una sociedad secreta. Antes de 1738, diversos países, como Holanda y España, condenaron y prohibieron la actividad de las logias. Como hemos visto, el Consejo del Rey en Francia había recomendado la eliminación de “esta Orden de Caballería”. La bula papal avanzaba en asuntos más complejos.
Decía Clemente: “…Hemos sabido, y el estado público del asunto no nos ha dejado duda al respecto, de la formación de cierta sociedad, asamblea o asociación, bajo el nombre de francmasones o de Liberi Muratori, o con una denominación equivalente, de acuerdo con la diversidad de los idiomas, en la que son admitidas indiferentemente personas de cualquier religión o secta, las cuales, afectando la apariencia de una probidad natural, condición esta que es exigida como único requisito, han establecido para ellas ciertas leyes, determinados estatutos que los ligan entre sí, y que, en particular, los obligan, bajo las penas más graves, en virtud de un juramento prestado sobre las Sagradas Escrituras, a guardar un secreto inviolable acerca de todo cuanto ocurra en sus asambleas…”
“Si sus actos fueran irreprochables, los francmasones no evitarían con tanto cuidado la luz… Estas asociaciones son siempre dañinas a la tranquilidad del Estado y a la salud de las almas; y, desde nuestro punto de vista, ellas no concuerdan con nuestras leyes civiles y canónicas…”
Desde antaño, la cuestión del secreto y los juramentos de las corporaciones de oficio era tema de preocupación para los reyes y los papas. Las condenas del Concilio Provincial de Avignon en 1326, las persecuciones sufridas en Inglaterra bajo el reinado de Isabel I y las requisitorias dirigidas contra las corporaciones por la Facultad de Teología de París, el 14 de marzo de 1645, son ejemplos suficientes que demuestran que desde el siglo XIV en adelante estas practicas estuvieron en la mira de la Iglesia y de los monarcas. En todo caso, lo novedoso de la bula debe buscarse en las acusaciones de “herejía” e “inmoralidad” con las que se despacha el papa. Curiosamente las mismas que habían sufrido los templarios en el siglo XIV: “Herejía e Inmoralidad”.
Pero sin dudas, la más enigmática de las frases contenidas en el documento papal es la última, en la que luego de describir las múltiples causas anteriormente señaladas agrega la sentencia: “…y por otras razones por nos conocidas”. Develar cuales fueron esas misteriosas razones ha sido la obsesión de muchos historiadores.
Nosotros creemos que hay que buscarlas en la perturbadora alianza que volvía a pergeñarse entre el clero regular, las corporaciones masónicas y esta nueva caballería templaria. Eran numerosos los monasterios plegados a esta “cristiandad” masónica. No se trataba ya de los obreros de “metier”, ni de burgueses en busca de títulos, honores y reconocimiento social. Eran príncipes de sangre real. Hombres con mando y disposición de tropas. Y estaban dispuestos a edificar una sociedad cristiana alejada de las sinuosidades dogmáticas de Roma. La caballería templaria estaba de regreso.
[1] Reunía también los títulos de Príncipe de Turenne y de Raucourt, 5º Duque de Albret y Par, Duque de Château-Thierry y Par, Conde de Auvergne y de Beaumont-le-Roger, Barón de La Tour, Vizconde de Conches y de Turenne.
[2] Mellor, ob. cit. p. 138.
[3] Colinon, Maurice; “La Iglesia frente a la masonería”
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