lunes, 28 de septiembre de 2020

CAMINOS DEL CRISTIANISMO El Místico y el Iniciado / Pascal Gambirasio d’Asseux

 


https://fcrosti.com/video/il-monte-tabor/
 


Pascal Gambirasio d’Asseux


CAMINOS

DEL

CRISTIANISMO

El Místico y el Iniciado

Traducción:


RAMÓN MARTÍ BLANCO


LA VÍA INICIÁTICA A LA LUZ DE LOS SACRAMENTOS  


2.- Dos derivas modernas

No volveremos a tratar aquí, pues ya lo hemos hecho anteriormente, sobre la falsificación, la confiscación y, por decirlo todo, la desnaturalización de esta vía de interioridad por parte de individuos y corrientes múltiples, pero comulgando todos ellos (¡si acaso puede utilizarse ese término aquí!) en una perversión funesta de ésta.

Contemplaremos pues dos actitudes, dos tendencias aparecidas desde hace ya largo tiempo en Occidente, pero que parecen acentuarse conforme se debilitan la fe y los suficientes conocimientos catequéticos en la mayoría de cristianos.

Podríamos calificar estas dos actitudes de la manera siguiente: la primera como el retorno a la Antigüedad; la segunda, como el viaje a Oriente. Añadiremos que estos dos movimientos integran, llegado el caso, un gusto por el chamanismo (o magia) que existe o ha podido existir en una u otra de estas civilizaciones.

Examinemos la cuestión.

En reacción, se podría decir, a esta marginalización o a esta condena generalizada, sistemática y sin matices de la vía iniciática auténtica por parte de las Autoridades religiosas -en particular católicas-, algunos de nuestros contemporáneos, desde hace más de un siglo y medio, se han comprometido en dos acciones:
- La primera, agregándose a formas antiguas de iniciación reputadas por haber                  subsistido o  asumiendo su recreación moderna.
- La segunda, reuniéndose a tradiciones extrañas al Cristianismo, tanto                              espiritualmente como geográficamente y culturalmente.

En lo que concierne a estas iniciaciones antiguas, es sin embargo evidente que han perdido, en tanto que tales y desde hace largo tiempo, toda filiación ininterrumpida y por tanto tan necesaria a su legitimidad como a su eficiencia espiritual.

En resumidas cuentas, aunque pudieran demostrar la realidad de tales filiaciones, no por ello harían menos caduca la supervivencia de estas formas antiguas respecto a la Nueva Alianza y sus sacramentos como ya hemos evocado anteriormente.

En efecto, todo lo que ha merecido ser conservado al respecto lo está, pero en lo sucesivo cumplido y ordenado, componiendo estos aspectos de la vía iniciática a partir de ese momento cristiana que acabamos de enumerar hace un instante. No vemos ni entendemos que estas iniciaciones se inscriban y se iluminen en lo sucesivo en referencia al Evangelio y los sacramentos.

De tal suerte que, aunque esas filiaciones fuera del Cristianismo hubieran sido conservadas hasta hoy, agregarse a ellas significaría para todo cristiano una vuelta atrás, una regresión espiritual, no solamente temporal lo que ya de por sí sería constitutivo de un anacronismo retardatorio (suficientemente mortífero dentro del marco espiritual para que nadie se libre al mismo) sino, mucho más grave, de una verdadera herida ontológica al persistir así en permanecer fuera de Cristo, exiliados voluntariamente a sus sacramentos y a la Salvación a la que los cristianos están ordenados.
 
Al riesgo de repetirnos, tocaremos aquí un punto esencial que conviene clarificar muy bien para nuestros contemporáneos, relacionado con un pretendido “retorno a las fuentes” de las antiguas espiritualidades, de estos cultos a los Misterios de la Antigüedad, que no traen ningún cumplimiento, ninguna revelación, ninguna gracia que pudieran faltar al Cristianismo.

En realidad, esta acción se realiza, no por un retorno a las fuentes sino, como hemos dicho, por una vuelta atrás. La extravagante elección de permanecer en la prefiguración y no en la revelación culminada: la Encarnación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, plenamente hombre y plenamente Dios.

Si se perciben, en efecto, similitudes entre el Cristianismo y ciertos elementos de las tradiciones antiguas (el culto a Mitra constituye el ejemplo más significativo) en sus formas no alteradas por eventuales desviaciones sobrevenidas a lo largo de las generaciones, ello no significa de ninguna de las maneras que hayan conservado, o que conservaran en su aleatoria supervivencia, poderes operatorios de los que el cristianismo estaría desprovisto, lo que es rigurosamente incompatible con la teología sacramental.

De igual modo, el Cristianismo no ha tomado “prestado” nada de estas espiritualidades anteriormente existentes sino que, en realidad, las ha cumplido revelando su naturaleza propedéutica: la de la prefiguración del Misterio divino absoluto, universal y único que terminaría realizándose una vez llegado el momento.

Esta realidad pone en evidencia la divina pedagogía (si se nos permite esta formulación) preparando a la humanidad para la plenitud de la revelación cumplida por la Encarnación de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, ofreciéndole a la par,  en el curso de los siglos, diversos medios de gracias adaptadas pero que no encontrarían su perfecto cumplimiento y su plena eficacidad espiritual -en sentido teológico del término- que en los sacramentos instituidos por el Señor.

Hay pues un “salto ontológico” si podemos utilizar aquí este término: paso del rito (humano) teúrgico (entendido de acuerdo al significado etimológico que hemos recordado) y que, en el marco cristiano se analizaría en un sacramental, al Acto de Dios mismo, instituido y operado por él. Volveremos sobre ello.

En este análisis, solo hacemos que retomar las enseñanzas de san Agustín evocando “la tradición universal y unánime” que, en la Plenitud de los Tiempos, se revela como Cristianismo (ver nota 122).

Por lo que concierne a iniciaciones transmitidas en el seno de tradiciones específicas, que en ciertos ámbitos resuenan actualmente (tales como por ejemplo el Hinduismo, el Budismo, el Taoísmo o el Islam), muchos se refieren a ellas, incluso, dicen pertenecer a las mismas, sin que la mayor parte no hayan sido nunca recibidos previamente, en el seno del corpus doctrinal general: lo que en lenguaje común llamaríamos su exoterismo.

A nuestro juicio, solo existe una excepción, la cual no implica ninguna conversión previa, y esta es el Judaísmo: el estudio cristiano de la Cábala o Torá oral recibida por Moisés en el Monte Sinaí, conjuntamente con la Torá escrita (las Tablas de la Ley).
 
En primer lugar, porque la Buena Nueva es el cumplimiento de la revelación de Dios a los hombres de acuerdo a un desvelamiento progresivo, una continuidad o, más exactamente, una pedagogía divina como la hemos nombrado, desde Abraham, luego por Moisés hasta llegar a esta Plenitud de los Tiempos en que se realiza la Encarnación del Verbo divino, Jesucristo; puesto que Israel deviene (o hubiera debido devenir por entero) Ecclesia.

En segundo lugar, porque las palabras de Cristo 21 que hemos citado fundamentan e iluminan esta canonicidad de la Cábala en el seno de la revelación cristiana, incluyéndola como parte integrante de estos Misterios.

Por lo que respecta a las dos actitudes que acabamos de describir, se trata, en realidad, de esa misma atracción por los esoterismos “exóticos22 que, por naturaleza, permanecerán siempre exteriores para aquellos que deciden afiliarse y, así pues, resultando no aptos para permitir una real realización espiritual.

Si, en casos excepcionales, pudiera llegar a suceder que una tal conversión a espiritualidades extranjeras perennes -según su propia historia- fuera posible y, de alguna manera, legítima, es preciso que dicha conversión sea verificada y conducida por las autoridades competentes particulares de estas tradiciones espirituales y que el propio interesado integre, primero, el cuerpo doctrinal general antes de pretender poder acceder a su interioridad metafísica, es decir, a lo que se ha convenido en denominar su esoterismo. Por lo demás, nada de más lógico desde un estricto punto de vista del buen tino y de una sana acción espiritual.

Dicho esto, añadiremos inmediatamente que ello realmente vale, únicamente entre otras espiritualidades que no sean el Cristianismo y para la conversión entre una y otra espiritualidad. En efecto, y sin que esto surja de ningún tipo de “integrismo” religioso ni de un desconocimiento o desprecio respecto a estas espiritualidades, la conversión de un cristiano no es de ningún punto concebible incluso si ésta se opera de buena fe. Este era el caso para decirlo.

¿Por qué esta diferencia?

Porque, como ya hemos tenido ocasión de señalar al igual que otros más grandes que nosotros anteriormente también, la Buena Nueva y los sacramentos instituidos por Cristo, luego, por Dios mismo, constituyen la última y perfecta revelación de Dios dirigida a todos los hombres, lo que explica y justifica este mandamiento de Cristo:
         “Marchad, pues, y adoctrinad a todas las gentes bautizándolos en el nombre del            Padre,  del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándolos a guardar todo aquello que             yo os encargué. Y  he aquí que yo estoy con vosotros por todos los días hasta la            consumación del  tiempo.23

Cuando la Providencia nos hace nacer en el seno de esta revelación y que nos reviste de Cristo a través de sus sacramentos, ¿cómo esperar encontrar algo “mejor” fuera de ella?
 
Es así que lo entiende la respuesta de Pedro, en nombre de todos los apóstoles (y hoy,  en nombre de todos los bautizados), a Jesús que le pregunta:
         “Entonces dijo Jesús a los doce: ¿Acaso también vosotros queréis iros?                         Contestóle Simón Pedro: Señor ¿a quién iremos? Tú tienes dichos de vida                     eterna; y nosotros hemos  creído, y hemos conocido que tú eres el Santo de                   Dios.”24

Así pues, no es por una prohibición formal como la del Islam que pide a sus fieles bajo pena de muerte (lo que nunca ha sido revocado por ninguna autoridad del mundo musulmán) no renunciar al Islam ni convertirse a cualquier otra forma de espiritualidad, que el compromiso con el Cristianismo debe ser, en su evidencia de fe, irrevocable sino porque dicho compromiso encarna (en el pleno sentido del término) la revelación divina en su plenitud a la vez recapitulativa y trascendente a las otras espiritualidades que la han precedido en la Historia de los hombres.

Porque en ninguna parte, Dios se revela más íntimamente al hombre, ni se le ofrece una renovación ontológica de tales características por la gracia de los sacramentos; en ninguna otra parte Dios manifiesta, de la manera más absoluta, su ser divino que es amor.

He aquí precisamente este Misterio esencial (en todos los sentidos del término) que no está presente en el corazón de las tradiciones extrañas al Cristianismo y al Judaísmo: la naturaleza de Dios es Amor.

Ahora bien, este amor sólo puede venir de un Dios-Persona (Uno y Trinitario en su última revelación), incluso si no somos capaces de concebir la verdadera naturaleza de la Persona de Dios, para siempre inaccesible a “otro” que no sea Él, y no de un  Principio indiferenciado, de cualquier nombre que quiera designarse.

De igual modo es a este Dios-Persona -que, por añadidura, ha creado a su imagen y semejanza- que el amor del hombre puede dirigirse en retorno, y no a un Principio indiferenciado como acabamos de evocar.

Es por lo que, no hay que confundir ni asimilar este amor divino con la compasión profesada en el Budismo, en particular, compasión que no surge en absoluto de un tal amor sino de la conciencia de unidad de las criaturas terrestres y de sus sufrimientos comunes -cuales sean las modalidades- ligadas a este estado encarnado.

Pero, en el Budismo, cada ser creado, cada hombre en primer lugar, es dejado a su propio juicio y a sus propias fuerzas para entregarse o no, incluso si se encuentra acompañado por las plegarias de aquellos que han cumplido el camino antes que él.

En esta perspectiva, a diferencia de la revelación cristiana, estos sufrimientos no son asumidos y recapitulados en Dios encarnado, Jesucristo, que los conoce realmente en su humanidad y los lleva en su divinidad. Dichos sufrimientos no son transfigurados por este amor divino ni iluminados por la virtud teologal de la esperanza.

Volvamos a los sacramentos.
 
No hay que olvidar nunca que estos sacramentos no son de creación humana, sino un acto de Dios, realizado únicamente por Él y aplicados a cada uno en el seno y a través de generaciones por mediación de hombres consagrados 25.

Por otra parte, los hay otros que se unen a las tradiciones chamanistas (amerindias, africanas, de las que son salidas el vudú, siberianas o extremo-orientales) lo que no solamente se inscribe en el cuadro general que hemos trazado sino que se agrava con un descenso de nivel espiritual puesto que, en efecto, se trata aquí de formas primeras (primitivas se gustaba decir antaño, pero que a nuestro juicio y a la vista de la historia de la humanidad, preferimos calificarlas más exactamente de degradadas) en las que la magia y el plano “intermedio”, el de los “espíritus” tienen un papel mayor. No es preciso decir que es en este sector que acabamos de acotar donde las sectas de toda naturaleza captan desviados a porfía.

Sea como sea o, dicho de otro modo, cualquiera que sea la tendencia seguida, resulta insensato, (en su sentido más radical: ser privado del sentido -primordial en este orden de cosas- de la orientación, de la orientación de espíritu, es decir, sin ninguna posibilidad de alcanzar “el feliz término de su búsqueda” para aquel que se pierde) es insensato, decíamos, desheredarse así de su bautismo.

Las consecuencias de esta desviación (en todos los sentidos del término) se hacen sentir, por otra parte, con independencia que los interesados conserven o no una participación por motivos diversos -a menudos sociales y de fachada-, en estos mismos sacramentos. Muy al contrario, es tanto más grave porque tal forma de ver la cosa, se presenta en hombres divididos en sí mismos y contra sí mismos por mucho que algunos pretendan una compatibilidad que sólo existe en su imaginación.

Esta actitud, hablando en propiedad, constituye la definición de superstición en su sentido más literal: lo que se persiste en querer tener por pertinente e inmutable pero que ya no justifica su estado, confundiendo así la forma (mutable) y el fondo (la Verdad o Principio eterno e inmutable).

Es a esta manera de ver la cuestión a la que se acogen aquellos llamados comúnmente como tradicionalistas: los que se aferran a la forma sin comprender siempre la necesidad de que sea así, ni captar el fondo sin el cual la forma no es nada. Los hombres de tradición, por su parte, saben hacer la distinción entre lo que puede -y debe- cambiar (por qué, de qué manera y cuándo) y lo que es intangible.

La tradición, que es viviente y fuente de vida, es la médula y la sangre, el principio de vida de los trazados rectores, vectoriales, principiales como en un blasón; la forma que ella reviste es su expresión en color: importante, fundamental si se quiere; pero susceptible de adaptación.

Atención: adaptación no significa conmoción intempestiva ni manipulación caprichosa o ligada a algún tipo de ignorancia o posicionamiento ideológico cualquiera, o sea y, en consecuencia, decadencia de las luces espirituales en las almas empequeñecidas o el deseo insensato de inscribirse en “el aire de los tiempos que corren”, que no es más que un efecto de la moda tan superficial como inconstante.

Es por lo que estas adaptaciones, cuando aparecen como necesarias, deben ser conducidas con prudencia y sabiduría por hombres cualificados y de alta espiritualidad: los clérigos en el pleno sentido de la palabra que aúnan conocimiento y amor. Los clérigos que son igualmente “claros” y “de relámpagos” (parecidos a los Boanerges del Evangelio) 26: translúcidos a la luz del Señor.

Por retomar las referencias heráldicas, una cruz, por ejemplo, según sea de tal color (de gules, de sable…) y de tal forma (rectilínea, patada, angrelada…) tomará un significado particular, pero la cruz en su principio de vida no cambia ni de sentido ni de potencia espiritual. Y si hay que velar muy exactamente por tal que su forma y su color manifiesten lo más íntimo del corazón de su portador, no hay que dudar tampoco en modificar los contornos o los fuegos si este mismo portador viene a presentar (de manera significativa y evidentemente perenne) un nuevo estado de su ser.

La vinculación a formas iniciáticas antiguas reconstruidas (por lo demás, con el margen de error que implica un conocimiento imperfecto de lo que exactamente fueron en sus enseñanzas y en sus rituales, agravado además por una mentalidad cultural y psicológica actual, muy alejada de la de sus primeros adeptos), esta vinculación, pues, es motivada por la eficacidad que algunos le atribuyen y se asemeja, al menos en sus motivaciones, a la acción de aquellos que se agregan a iniciaciones ligadas a tradiciones espirituales presentes hoy en el mundo no cristiano sin, no obstante, adherir primero o incluso nunca, el corpus general en el que ellas operan.

Tiene que ver también en la atracción por este tipo de acción -resulta de fácil percepción-, un elemento culturalmente exótico, como anteriormente hemos señalado, consiste en una búsqueda de “experiencias” fuera de senderos considerados como demasiado trillados en la que algunos de nuestros contemporáneos se enmarañan, sin plantearse por otro lado la cuestión, de saber por qué -justamente- estos senderos les parecen tan trillados.

Y que -paradójicamente- no se les pasa por la imaginación ni, aunque sea por un solo instante -a estos “buscadores de experiencias”- que son precisamente ellos los que no se han recorrido ni descubierto a sí mismos, en todos los sentidos de la palabra…

En otros términos, si estas antiguas formas iniciáticas o estas formas tradicionales extranjeras son tan atractivas a sus ojos, es precisamente porque conservan para ellos este carácter deliciosamente extraño o antiguo: exótico como nosotros decimos.

Ahora bien, es justamente cuando una tradición espiritual permanece así extraña (exógena) a aquel que se compromete en la misma, es porque ella denota, por su radical exterioridad a su ser, su incapacidad para llevarlo a buen puerto.

Repitámoslo, ya que esta verdad es de importancia: sea cual sea el sentimiento que anime al cristiano cuando se comprometa en una de estas vías, como cristiano marcado por el carácter imborrable del bautismo, no hace más que recubrirlo con una chapa de olvido y cortocircuitar (si se nos permite el término) las gracias.

En cualquier caso, nunca obtendrá mayores ni más poderosas gracias santificantes que le abran el Reino de los Cielos, que las directamente dadas por el Señor si ha permanecido “a su lado” como Pedro y sus compañeros, de los que hemos citado las edificantes palabras al respecto unos pocos párrafos antes; y peor aún si se priva del sacramento mayor respecto al que todos los otros están ordenados: la eucaristía.

Podemos tener incluso la certeza, aunque el interesado no tome nunca consciencia de ello, que su acción le instalará en su ser disonancias espirituales entre su sello cristiano y los ritos de su nueva vía.

En el fondo, la razón que impulsa a estos hombres a seguir vías extrañas, sean estas cuales sean, continúa siendo idéntica: permanecer fuera de Cristo el cual llama por tanto a todos los hombres de todas las tradiciones y de todas las vías espirituales a encontrarse con Él, plenamente: “Venid, y lo veréis” 27, a conocerle, a seguirlo porque es Aquél que ofrece la clave única y definitiva de las que esas diversas vías constituyen sus premisas.

En su más exacta realidad, y cualquiera que sea la conciencia que puedan tener aquellos que sucumben a la atracción, este apego a formas antiguas convertidas en supersticiones en el sentido que hemos definido, incluso a tradiciones exógenas, ¿no será acaso el simple rechazo a “venir y ver”; a seguir al Maestro de Vida? En otros términos, al rechazo de ser cristiano. Al rechazo a la Palabra de Dios y al diálogo con Él, así pues y, en definitiva, a la plegaria y los sacramentos cristianos.

Haciendo esto, estos hombres olvidan o rechazan la respuesta dada por Pedro a Jesús que pedía a los doce:
        “¿Acaso también vosotros queréis iros? Contestóle Simón Pedro: “Señor, ¿a                   quién iremos? Tú tienes dichos de vida eterna; y nosotros hemos creído, y                     hemos conocido que tú eres el Santo de Dios.”28

Pedro, en nombre de todos, hizo la única respuesta posible para el cumplimiento en la fe y la contemplación en plenitud de la Verdad.

Este rechazo a Cristo se identifica con la renegación de Pedro cuando el arresto y condena de Jesús, pero sin la excusa del miedo que podía entrañar entonces al apóstol sobre el que todavía no se había posado el Espíritu Santo de Pentecostés para fortalecerlo en la fe: sí, estos hombres reniegan de Cristo, o al menos se apartan de él, de cualquiera manera que lo presenten -o quieran justificar ante sus propios ojos- la problemática de su acción.

Esta amonestación de Pablo les concierne de manera evidente:
        “Pero entonces, como no conocíais a Dios, servíais a los que por naturaleza no              eran  dioses; pero ahora, después de conocer a Dios, o más bien, ser conocidos            por Dios, ¿cómo os volvéis de nuevo a los impotentes y pobres elementos, a los              que, como si nada hubiera pasado, queréis otra vez servir?”.29

Sin embargo, nada está definitivamente perdido puesto que, a imitación de Pedro, justamente, estos mismos hombres pueden siempre arrepentirse de su negación y darse de nuevo y por completo al Señor.

Esto solo depende de su lucidez, de su voluntad y de su amor.

 La cuestión esencial es pues la siguiente:
     ¿Por qué algunos de nuestros contemporáneos se apartan de su religión de                    nacimiento, el  Cristianismo, y conceden un mayor crédito a espiritualidades                 e iniciaciones que les son  extrañas, en el espacio o en el tiempo?

¿Qué no han entendido o qué es aquello que no les ha permitido captarlo?

Ya que es también ahí donde puede residir una de las claves de este desfavor y la responsabilidad por parte de aquellos que tienen a su cargo el llevar los Misterios cristianos, aún y sabiendo, sin embargo, que no les está permitido decir todo a todos en el estado actual de la humanidad y su grado de limitación intelectual, cultural y, sobre todo, espiritual.

Las autoridades espirituales deben pues discernir entre los distintos fieles y adaptar su enseñanza. Pero adaptar, no quiere decir negar, olvidar o caricaturizar este camino de interioridad como podemos ver demasiado a menudo hoy entre ciertos eclesiásticos o en el seno de medios católicos “tradicionalistas” (insistiremos por nuestra parte en este término, bien diferente del de católicos de tradición).

¿Discernir, qué, precisamente?

Pues aquellos que presentan una cualificación o capacidad iniciática, dicho de otro modo, un carisma -por retomar las palabras de san Pablo 30- apropiado a seguir un camino de interioridad de tales características que induce en particular un conocimiento metafísico. Y estos que presentan dicha cualificación, tiene el deber espiritual de responder a su vocación, de igual modo que nadie tiene el derecho de ponerles trabas ni disuadirlos, a fin que sus minas y sus talentos fructifiquen según la palabra del Evangelio 31.

Este es el lugar para recordar, al respecto, la frase de “la sirvienta de Dios” que la Iglesia ha hecho Venerable, Elisabeth Leseur (1866-1914): “un alma que se eleva, eleva al mundo entero”.

Los Ortodoxos tienen sobre este asunto, una aproximación bastante diferente ya que toda la espiritualidad de la Ortodoxia está impregnada del misticismo en el sentido profundo y teologal del término; vía mística, que, en el seno de la Religión cristiana, es hermana de la vía iniciática. Volveremos sobre este punto de importancia capital.

Grandes figuras cristianas como san Serafín de Sarov (Rusia, 1754-1833) serían ilustración de cuanto decimos.

Pero se podría decir igual en el marco católico de tradición 32, evocando de nuevo, y por citar tan solo a ellos, a santa Hildegarda de Bingen, santa Teresa de Ávila, san juan de la Cruz o bien al Maestro Ekhart, dominico y primero de los místicos renanos y a los escritos espirituales que nos han dejado, verdadera pedagogía del camino de contemplación que no es otro que el de la realización espiritual auténtica, sea esta conducida en modo iniciático o místico, según el lenguaje corriente.

En efecto, ¿qué tendrían de menos estas santas y santos, cuando conocemos los estados espirituales con que fueron gratificados en vida, en comparación con lo que detentarían los iniciados, sobre todo aquellos -los más numerosos- cuyo recorrido surge (en el  mejor de los casos) más del mero ámbito intelectual que de una realización espiritual efectiva?

En corolario, la perfecta realización iniciática ¿podrían conducir a un cristiano viviendo plenamente los sacramentos a otra resurrección de la carne, a otra Vida eterna, a otro Reino de los Cielos que no sean los prometidos por Cristo, Él, que precisamente es, esta Vida y este Reino?


NOTAS

21 Mt V, 17-18.
22 Del latín exoticus, a su vez del griego antiguo exôtikós, ἐξωτικός: extraño, adjetivo salido de éxô, ἔξω: al exterior.
23 Mt XXVIII, 19-20.
24 Jn VI, 67-69.
25 La teología precisa que los sacramentos operan en cada ser por su propio poder: ex opere operatio, y no por la virtud o la santidad del oficiante porque están instituidos y aplicados directamente por Jesucristo mismo que actúa, en el tiempo y el espacio de las generaciones humanas a través de este mismo oficiante (sacerdote, obispo) configurado a Él a dichos efectos y que actúa pues in Personna Christi.
Sucede diferentemente con los sacramentales: son signos sensibles y sagrados que, aunque presentando una analogía con los sacramentos, no lo son del todo al no ser portadores de una realidad espiritual. Ejemplos de sacramentales: las bendiciones (el agua bendita, las medallas, los escapularios). Estos sacramentales producen sus efectos de gracia en la medida de la fe del oficiante y de aquel que los recibe cuando se trata de un ser humano. Es lo que la teología designa bajo la formulación: ex opere operantis. En el Cristianismo, los ritos iniciáticos como por ejemplo el adobamiento caballeresco, son sacramentales que responden de este modo a esta doble necesidad, al igual que los ritos y bendiciones de las espiritualidades no cristianas.
Sin embargo, estos sacramentales cristianos comportan igualmente un carácter imborrable en el ser que los ha recibido, incluso si este reniega de ellos o descuida abrirse a las gracias que de ellos se desprenden. Volveremos más adelante sobre este punto.
En el seno de las espiritualidades extrañas al Cristianismo, lo que vendría a corresponder a los sacramentales serían sus ritos, rituales y ejercicios espirituales: actos teúrgicos en sentido etimológico (incluso si las tradiciones orientales y extremo-orientales solo profesan la creencia en un Cielo impersonal) en apoyo de los cuales estas mismas tradiciones invocan la ayuda de sus grandes figuras, tales como Buda, por ejemplo, pero no la de Dios revelado que por otra parte ellas no conocen, a diferencia de la plegaria del cristiano que se dirige directamente al Señor para obtener la efusión de sus gracias santificantes.
26 Sobrenombre que se traduce por “hijos del trueno”, dado por el Señor a Santiago y a su hermano Juan, ambos hijos de Zebedeo (Mc III, 17). Como la tormenta es el ruido del rayo, de los relámpagos, este nombre puede también entenderse como “hijos de la luz, de los relámpagos”.
27 Jn I, 35-39.
28 Jn VI, 67-69.
29 Gál IV, 8-9.
30 I Cor XII, 4-7.
31 Lc XIX, 12-27; Mt XXV, 14-15.
32 En contrapartida y salvo puntuales excepciones, el conjunto del mundo Reformado es por naturaleza extraño o refractario a este encaminamiento espiritual tal como lo acabamos de describir.

Acerca del Autor

Pascal Gambirasio d'Asseux

Pascal Gambirasio d'Asseux nació en París en 1951. Abogado, se ha dedicado también a la espiritualidad cristiana. Escritor, conferenciante (invitado de France Culture y de Radio Chrétienne Francophone), ha publicado varios libros -que ahora son referencias reconocidas- sobre la dimensión espiritual de la caballería y la heráldica o la ciencia del escudo de armas, sobre la naturaleza cristiana de la realeza francesa y del rey de Francia, así como sobre el camino cristiano de la iniciación como camino de interioridad y de encuentro con Dios: iniciático, de hecho, lejos de las interpretaciones desviadas que han distorsionado su significado desde al menos el siglo XIX, significa al mismo tiempo origen, inicio e interiorización del proceso espiritual para que, como enseña San Anastasio Sinaí, "Dios haga del hombre su hogar". De este modo, quiere contribuir al (re)descubrimiento de esta dimensión dentro del Misterio cristiano, olvidada o incluso rechazada por unos porque está desfigurada por otros.






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lunes, 21 de septiembre de 2020

Ramsay y la Tradición Escocesa / Eduardo Callaey




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Lo que ha convertido a Ramsay en protagonista principal de la trama de conspiraciones, misterios y sociedades secretas de su época son dos discursos pronunciados en el seno de la francmasonería francesa. El primero, en la logia de San Juan el 26 de Diciembre de 1736 y el segundo –al que nos referiremos específicamente- en 1737 en la Gran Logia. En ellos remontaría el origen de la francmasonería a la época de las cruzadas, ligándola taxativamente con la nobleza cristiana que conquistó la Tierra Santa. Ambos discursos reivindicaban el vínculo y la responsabilidad de los escoceses en la custodia de una antigua tradición a través de los siglos; una tradición que –según su juicio- debía encontrar en Francia su restauración definitiva.

Ramsay y sus hermanos escoceses creían sinceramente que en Francia podía restaurarse la antigua orden. Una Orden Real, heredera de las glorias más sublimes de la cristiandad... ¡Una Orden que reviviera el ideal de la caballería cruzada para unirlo a una nueva moral, una nueva ciencia, un nuevo hombre! Una Orden abrazada por la nobleza, sostenida por la alta burguesía, insuflada por la fuerza de las nuevas ideas, imbuida de la verdadera filantropía: la piedad y el amor de los caballeros de Cristo. Una Orden Real que tuviese al propio rey como su Gran Maestre.

¿No era acaso el Imperio Franco la cuna de los francmasones? Bajo los estandartes de las casas de Lorena, Normandía y Tolosa habían partido los ejércitos de la primera gran cruzada. Francia había sido la cuna de Hugo de Payns y de sus hermanos templarios antes de que San Bernardo les diera la regla que los convertiría en “militia christi”.

El noble auditorio que escuchaba a Ramsay –más de doscientos de los más ilustres caballeros de Francia- se sentía heredero de los constructores de las primeras catedrales, pero mucho más de aquellos hombres que habían reconquistado Jerusalén y fundado la Orden de los Caballeros Templarios. Para Ramsay, ambas instituciones -canteros y templarios- eran el corazón y el cerebro de la francmasonería (1)  

La versión de 20 de marzo de 1737 fue publicada en Lettres de M. V. avec plusiers pièces de différens auteurs, La Haya, 1738, pp. 47-70.

I.- “El mundo entero no es más que una gran República, en la cual cada nación es una familia y cada individuo un niño. Nuestra sociedad se estableció para hacer revivir y para propagar las antiguas máximas tomadas de la naturaleza del hombre. Queremos reunir a todos los hombres de mente preclara y de humor agradable no sólo mediante el amor por las bellas artes, sino además mediante los grandes principios de la virtud; en ellos, el interés por la confraternidad se vuelve interés por todo el género humano, por su medio todas las naciones pueden obtener conocimientos sólidos y todos los súbditos de los diferentes reinos pueden cooperar sin celos, vivir sin discordia y quererse mutuamente sin renunciar a su patria”. Además, “Nuestros ancestros, los Cruzados, procedentes de todos los lugares de la cristiandad y reunidos en Tierra santa, quisieron de esta forma agrupar a los súbditos de todas las naciones en una sola confraternidad. Qué no le debemos a estos hombres superiores quienes, sin intereses vulgares y sin escuchar el deseo natural de dominar, imaginaron una institución cuyo único fin es reunir las mentes y los corazones con el propósito de que sean mejores. Y, sin ir contra los deberes que los diferentes estados exigen, formar con el tiempo una nación espiritual en la cual se creará un pueblo nuevo que, al tener características de muchas naciones, las cimentará todas, por así decirlo, con los vínculos de la virtud y de la ciencia” 

II.- Hace derivar los grados o categorías profesionales masónicas de la jerarquía de los cruzados: “no nos limitamos a las virtudes puramente civiles. Tenemos entre nosotros tres categorías de hermanos: principiantes o aprendices, compañeros o profesos, maestros o perfectos. A los primeros les damos a conocer las virtudes morales y filantrópicas, a los segundos las virtudes heroicas; a los últimos las virtudes sobrehumanas y divinas. De manera que nuestra institución encierra toda la filosofía de los sentimientos y toda la teología del corazón”. Explica los deberes de todos ellos.

III.- La masonería es heredera de los secretos de la antigüedad: “Tenemos secretos: son signos figurativos y palabras sagradas que constituyen un lenguaje a veces mudo y a veces muy elocuente, con el fin de transmitirlo a grandes distancias y reconocer a nuestros hermanos sin importar su lengua o país... Estos signos y estas palabras nos recuerdan un aspecto de nuestra ciencia, una virtud moral o un misterio de la fe”. Y más concretamente, “las famosas fiestas de Ceres en Eleusis, de las que habla Horacio, así como aquellas de Isis en Egipto, de Minerva en Atenas, de Urania entre los Fenicios y de Diana en Escitia tenían relación con nuestras solemnidades. En estas fiestas se celebraban misterios donde se podían encontrar muchos vestigios de la antigua religión de Noé y de los patriarcas”.

III.- El masón ha de ser educado a traves de las siete Artes liberales: “La cuarta cualidad que se requiere para entrar en nuestra Orden es el gusto por las ciencias útiles y por las artes liberales de todo género... Todos los Grandes Maestros de Alemania, de Inglaterra, de Italia y de toda Europa exhortan a todos los eruditos y a todos los artistas de la confraternidad a unirse con el fin de proveer la documentación para un Diccionario universal de todas las artes liberales y de todas las ciencias útiles, con la única excepción de la teología y la política. Ya se ha comenzado la obra en Londres”.

IV: Orígenes prestigiosos de la masonería: Explica los orígenes de la Masonería resumiendo lo ya dicho en el anterior discurso y añadiendo que “Los reyes, los principes y los señores, regresando de Palestina a sus países, establecieron diferentes logias. Desde la época de las últimas cruzadas ya se observa la fundación de muchas de ellas en Alemania, Italia, España, Francia y de allí en Escocia, a causa de la íntima alianza que hubo entonces entre estas dos naciones... Jacobo Lord Estuardo de Escocia fue Gran Maestro de una logia que se estableció en Kilwinning en el oeste de Escocia en el año 1286, poco tiempo después de la muerte de Alejandro III rey de Escocia, y un año antes de que Jean Baliol subiera al trono. Este señor escocés inició en su logia a los condes de Gloucester y de Ulster, señores inglés e irlandés”. 

A diferencia de la primera versión, el tema dominante no es ya el esoterismo del libro del rey Salomón heredado por los masones. Ahora ramsay insiste en otros aspectos:

a) Origen monástico-militar de la masonería. Mientras en el discurso de 1736 Ramsay situa el origen de las logias masónicas de San Juan en la época de las cruzadas y concretamente en los constructores de catedrales góticas herederos de la tradición salomónica, en la versión de 1737, menciona a “nuestros antepasados los cruzados” y el esoterismo de las catedrales góticas que no surge en París, sino en Palestina, en las construcciones edificadas por los cruzados. La prueba de ello es que todavía se conserva el nombre de logia de San Juan en recuerdo de la orden de San Juan de Jerusalén, denominación de la antigua orden del Hospital. Y que los tres grados masónicos proceden de los tres grados de las ordenes monástico-militares como el temple; novicio, profeso y perfecto. Pero Ramsay se equivoca dado que el arte gótico no se origina en Palestina sino en París. La denominación de logia de San Juan no procede de la orden de San Juan de Jerusalén sino de San Juan Bautista como precursor de Jesucristo. Y los tres grados ya están mencionados en la antigüedad, por ejemplo Filón y la Iglesia primitiva.

En todo caso,  conviene advertir que Ramsay no menciona expresamente a los templarios.

b) El conocimiento universal. Ramsay sustituye la búsqueda del esoterismo salomónico por el proyecto de elaboración de un diccionario enciclopédico universal. Para ello hace un llamamiento a los masones para colaborar en este diccionario enciclopédico que refleje todo el saber de las bellas artes, las ciencias útiles y las artes liberales. Esta división de las bellas artes en ciencias útiles y artes liberales la toma de la Nueva Atlántida de Francis Bacon. Y la idea de un diccionario enciclopédico también es tomada del mencionado Bacon.

c) El pacifismo de la masonería. Para Ramsay la masonería es esencialmente humanista, por lo que su filosofía es medio para superar las diferencias teológicas o religiosas, las desigualdades sociales, conflictos políticos internos o internacionales, las guerras, etc.

Está muy influido por la Nueva Atlántida de Francis Bacon. Esto supone que en el discurso de 1836 basado esencialmente en la existencia de un esoterismo salomónico, queda minimizado para acentuar como fines de la masonería su vocación universalista, humanista y de contribuir al conocimiento. Según Negrier (p. 323), este cambio se debió a que en 1736 los masones destinatarios del discurso de la logia parisina estaba compuesta mayoritariamente por anglosajones conocedores de la obra de Bacon y por tanto era redundante toda referencia a su pensamiento. Pero en 1737 la logia está compuesta por una mayoría de franceses poco familiarizados con las ideas de Bacon y los Antiguos Deberes, lo que explica la introducción del tema de la herencia medieval caballeresca de la masonería tan al gusto de la aristocracia francesa.(2)


Notas:

(1) Discurso del Caballero Ramsay (1737) Ambas versiones han sido publicadas y comentadas por P. Négrier, Textes fondateurs de la Tradition maçonnique, Paris, 1995, pp. 305-335. Traducción al español: Nadia Citon y Jamileth Brenes

https://www2.uned.es/dpto-hdi/museovirtualhistoriamasoneria/3documentos_fundacionales/discursos%20Ramsay%201736-1737.htm

(1) El Otro Imperio Cristiano,  De la Orden del Temple a la Francmasonería, Capítulo VIII. Ramsay y la Tradición Escocesa, cap 5. La hora del caballero Ramsay  Autor Eduardo Callaey




lunes, 14 de septiembre de 2020

Santisima Virgen Maria, La Reina del Cielo, Estrella del Mar / Luis María Grignion de Monfort

Quien es la Santísima Virgen María 

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La devoción mariana es un camino sencillo para llegar a la unión con Nuestro Señor, perfección del cristiano. Es un camino que Jesucristo ha abierto viniendo a nosotros y en el que no hay obstáculos para llegar a él.
Se puede en realidad llegar a la unión divina por otros caminos, pero habrá más cruces, muertes extrañas y más dificultades, que venceremos difícilmente. Habrá que pasar por noches oscuras, combates y agonías extrañas, por montañas escarpadas, por espinas agudas y terribles desiertos. Pero por el camino de María, se pasa más suave y tranquilamente.
Se encuentran en realidad grandes combates y grandes dificultades para vencer. Pero esta buena Madre y Maestra se hace próxima y presente a sus fieles servidores para iluminar sus tinieblas, aclarar sus dudas, tranquilizarlos en sus temores, sostenerlos en sus combates y dificultades. En realidad ese camino virginal para encontrar a Jesucristo se convierte en un camino de rosas y miel, comparado con otros caminos.


Acerca del autor

Luis María Grignion de Montfort, conocido también como el Padre de Montfort o San Luis María de Montfort (Montfort-sur-Meu31 de enero de 1673Saint-Laurent-sur-Sèvre28 de abril de 1716) fue un teólogosacerdote misionero y escritor católico francés, canonizado en 1947.

https://es.wikipedia.org/wiki/Luis_Mar%C3%ADa_Grignion_de_Montfort
https://es.wikipedia.org/wiki/Tratado_de_la_verdadera_devoci%C3%B3n_a_la_Sant%C3%ADsima_Virgen

martes, 8 de septiembre de 2020

La cuestión de los Collegia Fabrorum y el enigma de los Maestros del lago de Como / Eduardo Callaey


En la larga controversia sobre los orígenes de la francmasonería se enfrentan diversas corrientes. Hay quienes sostienen -como es mi caso- que hay evidencia absoluta en cuanto a que las corporaciones de constructores laicos de la Edad Media fueron inspiradas y creadas por los monjes benedictinos. Por otra parte existe una corriente alineada con la historiografía alemana del siglo XIX que afirma que el origen de la tradición masónica se encuentra en las ligas de constructores de Mediterráneo Oriental (los maestros dionisíacos), los Colegios romanos y las corporaciones lombardas del Lago de Como. Por último -y es bueno señalarlo- hay una tercer corriente que dice que la francmasonería es un invento moderno que nada debe ni a la Antigüedad Clásica ni a la Edad Media sino que es un evento sociológico propio de la modernidad. En este artículo analizo sucintamente la segunda de estas corrientes.


Ruinas romanas de la ciudad de Cesarea, en el Mediterráneo Oriental 

Hacia 1811 el  historiador Carl C. Krause publicó su obra “Los tres documentos más antiguos sobre la fraternidad de los francmasones” y se puso a la cabeza de quienes sostenían como predecesores de la francmasonería a las fraternidades dionisíacas de Tiro y los Colegios de Arquitectos (Colegia fabrorum) romanos.
Esta generación de historiadores alemanes desató una furiosa disputa que contribuyó a que un gran número de masones revisaran muchas teorías carentes de todo sustento para ingresar en una concepción más ajustada en cuanto a los orígenes de su fraternidad. J.G. Findel celebraba esta nueva etapa diciendo: “... El examen crítico de los documentos masónicos es muy conveniente en la época actual del trabajo de composición particular de las diversas logias y sociedades, trabajo que contribuirá eficazmente a asegurar la posibilidad de los trabajos históricos ulteriores a los que servirá de base...[1]
Era la época en la que se enfrentaban duramente los racionalistas influidos por los Iluminados de Baviera y los que sostenían que la francmasonería era la heredera de la Orden del Temple.
Si bien no existe acuerdo acerca de una fecha cierta para la aparición de los Colegios de Arquitectos en Roma, los autores mencionados la fijan en el reinado del mítico rey Numa, en el siglo VII a. C. de quien la leyenda afirma que era amigo de Pitágoras. Según esta historia mítica, Numa Pompilio estableció un conjunto de colegios de artesanos (Collegia artíficum) “a cuya cabeza estaban los colegios de arquitectos” (Collegia fabrorum). [2]
Estos colegios gozaban de ciertos privilegios, algunos de los cuales podemos conocer gracias a la legislación de Solón; jurisdicciones propias con tribunales especiales; derecho a establecer sus propios estatutos, franquicias e inmunidades contributivas especiales, etc. La incorporación de sacerdotes las convirtió tanto en asociaciones civiles como religiosas. Se establecían, generalmente, en las cercanías del templo a cuyo dios veneraban, regidos por una compleja trama de leyes que reglamentaban su relación con el Estado romano.
La acción de estos colegios dejó su impronta a lo largo de toda la península itálica y desarrolló nuevos sistemas de construcción al introducir hacia el siglo IV a.C. el verdadero arco y la verdadera bóveda. De esta misma época datan probablemente los descubrimientos de nuevas técnicas que se extendieron rápidamente en las regiones romanas, latinas y etruscas, tales como el ladrillo cocido y unido con argamasa (opus latericium) y la producción de una forma de hormigón con piedra y cemento (opus caementitium).
Hacia el siglo II a.C. los arquitectos romanos habían alcanzado tal fama que sus servicios se extendieron a tierras helénicas. Según Vitrubio, en 175 a.C. Antíoco Epifanes confió a un romano, Marcio Cossucio, la construcción del Olimpieo de Atenas.[3]
Existe en la actualidad un consenso general entre los historiadores acerca del carácter legendario del rey Numa Pompilio. Los orígenes de Roma pertenecen hoy al campo de la mitología y es allí donde podemos comprender el aspecto simbólico de sus primeros reyes. Según la leyenda, Roma tuvo 6 o 7 reyes después de Rómulo. Los cuatro primeros fueron Tito Tacio -que compartió el trono con Rómulo- Numa Pompilio, Tulio Hostilio y Anco Marcio. La tradición otorgaba a cada uno de ellos una obra y un poder particular, atribuyéndole a Numa la creación del calendario y la fundación de los ritos religiosos.[4]
El origen de los collegia es tan incierto como el rey al que se los atribuye. Se desarrollaron a lo largo de un vasto período (8 o tal vez 9 siglos) al punto que cuando Constantino se convirtió al cristianismo (374 d.C.) el tiempo que lo separaba de los primeros colegios era el mismo que nos separa a nosotros del tiempo de las catedrales. [5]
Los collegia nunca fueron una institución independiente del Estado romano, sino que por el contrario representaban en la estructura social un rol importante en el sistema de delegación del poder que aplicaba el gobierno central en beneficio de las estructuras provinciales y municipales. Establecidos en ciudades que raramente excedían las 5.000 almas -excepción hecha de algunas grandes urbes que reunían 20.000 como París, Londres o Colonia y la misma Roma , casi 1.000.000, hacia el siglo II- agrupaban la gente según su oficio del mismo modo que existían sociedades funerarias, clubes, asociaciones de mercaderes etc. Peter Brown[6], catedrático de la Universidad de Princeton, afirma que “...todas esas asociaciones de carácter voluntario, llamadas collegia, raramente contaban con más de cien miembros y aprovechaban todas las ocasiones solemnes o de naturaleza ceremonial para mostrarse en público. Junto con las barriadas urbanas, perfectamente organizadas, los collegia desempeñaban un papel esencial como medio de control social de una población urbana, por lo demás conscientemente poco controlada por el gobierno...
En cuanto al estatus de los collegia fabrorum dentro del amplio esquema de los collegia artificum, parece claro que ocupaban la cúspide de la pirámide. Cicerón concedía a los arquitectos un lugar preponderante en la jerarquía de los artesanos.[7] Pero es importante tener en cuenta que esta diferenciación no estaba establecida en función de un ars superior sino en que había en el arquitecto una sabiduría (prudentia) por encima de una utilidad económica inmediata (utilitas). A diferencia de otros grupos de artesanos, no tenía un manejo cotidiano del dinero, al menos en el ejercicio ordinario de la función. Por otro lado, y a diferencia del tallista de piedra medieval -que bien puede considerarse un artista- el arquitecto romano no escapa a la consideración general de “artesano” (artificum). En Roma, al igual que en todo el mundo antiguo, es difícil distinguir entre “ars” y “artíficum”.

Lo que resultó fundamental para relacionar a la francmasonería con los colegios romanos son ciertas particularidades:
                     1.  Cada colegio debía estar presidido por un maestro (Magister) y dos decuriones (¿vigilantes?) que ejercían la autoridad en los demás miembros. A su vez estaba integrado por oficiales como un tesorero, un secretario, un guarda sellos, etc. Sesionaban en secreto y en secreto transmitían las reglas particulares de su arte, que juramentaban no revelar y al que accedían a través de una iniciación.
                    2.   Ejercían la caridad entre sus miembros y llevaban a cabo ritos fúnebres, enterrando a cada cual bajo el emblema de su oficio (la escuadra, el compás, y el nivel).

Un ejemplo importante del porqué esta corriente histórica se vio afirmada en el tiempo y aceptada por muchos masones fue el hallazgo, en 1878, de las ruinas del famoso collegium de Pompeya. Entre la gran cantidad de signos masónicos encontrados se destaca una curiosa obra de arte que está actualmente en el Museo Nacional de Nápoles y cuya descripción hecha por S.R. Forbes está incluida en la obra de Joseph Fort Newton[8]

Es un mosaico de forma cuadrada, fijo sobre un fuerte armazón de madera. El fondo es de piedra de color gris verdoso. En el centro hay una calavera humana, dibujada con blanco, gris y negro que parece casi natural. Todo está en ella dibujado: los ojos, las narices, los dientes, las orejas, el coronal. Encima de la calavera hay un nivel de madera pintada, cuyas puntas son de bronce, y de cuyo vértice pende un nivel de madera pintada cuyas puntas son de bronce y de cuyo vértice pende un hilo blanco con su plomada...Debajo de la calavera se ve una rueda de seis rayos, en cuya parte superior se posa una mariposa de alas rojas, festoneadas de amarillo con los ojos azules. A la izquierda se encuentra una lanza que representa estar clavada en tierra y tiene la punta hacia arriba. Cuelga de la lanza un traje escarlata atado con un cordón de oro y también uno rojo, mientras que un galón con dibujos diamantinos rodea la parte superior de la lanza. A la derecha se ve un bastón nudoso, del que cuelga una vasta y peluda tela cuyos colores son el amarillo, el gris y el pardo, atada con una cinta. Encima hay una mochila de cuero. Evidentemente esta obra de arte debe ser de carácter místico y simbólico por su composición...”

Es absolutamente cierto que cualquier masón moderno podría reconocer el significado de esta obra peculiar y que la misma contiene elementos que exceden largamente las connotaciones propias de un oficio.
Los colegios crecieron y se expandieron junto con Roma, acompañando a las legiones y estableciéndose en todas las ciudades del Imperio, construyendo templos, basílicas, fortificaciones y puentes.
Con el advenimiento del cristianismo sufrieron la importante influencia de la nueva fe y pronto la adoración de los viejos dioses se vio reemplazada por la de los santos. Se cree que cuando Dioclesiano desató la “Gran Persecución” de los cristianos fue en principio condescendiente con los colegios, aun con los que estaban mayoritariamente constituidos por cristianos. Sin embargo -de acuerdo con una leyenda recogida en el manuscrito Regius- furioso por la negativa de los colegios a erigir estatuas a Esculapio desató una violenta represión en la que cuatro maestros y un aprendiz fueron martirizados. Muy posteriormente se convertirían en los Santos Patronos de los francmasones de Alemania, Francia e Inglaterra.
El fin de los colegios de arquitectos es aún materia de controversias. Es posible que el cristianismo haya contribuido al abandono de las antiguas prácticas. De hecho la actividad de la arquitectura en los tiempos de Constantino se centró fundamentalmente en convertir en iglesias consagradas a la nueva religión los grandes edificios del Imperio.
Gallatin Mackey[10] cree que la última etapa de los Collegia fabrorum debe analizarse en su adopción de la vida cristiana y la doctrina de la nueva fe. Joseph Fort-Newton lo atribuye, como hemos dicho, a las persecuciones de Diocleciano y su decreto de expulsión. Algunos autores sugieren que hubo un breve renacimiento de los colegios cuando el Imperio se convirtió al cristianismo. Lo que quedaba de ellos en Occidente desapareció finalmente con las invasiones bárbaras. En la porción oriental del Imperio continuó una importante actividad en la arquitectura, pero como sabemos, con estructuras completamente cristianizadas.
En los tiempos en que Krause, Fichte y Heldmann defendían a capa y espada la relación entre los colegios romanos y los francmasones –acérrimos opositores a cualquier vínculo de la francmasonería con el cristianismo medieval-, quedó en evidencia la existencia de un enorme vacío entre la desaparición de los primeros y el surgimiento de las corporaciones medievales. Es en ese interregno en donde irrumpe la fuerza constructora del monasticismo y las estructuras creadas por los benedictinos de la que tanto hemos hablado, que es el tema central de mi libro La Masonería y sus orígenes cristianos.

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Notas:
[1] Findel, Historia general de la francmasonería 
[2] Resulta por cierto posible la influencia de las doctrinas pitagóricas entre los arquitectos romanos. Algunos autores modernos, críticos de la tésis de G. Dumezil creen encontrar elementos de la formación mítica de Numa Pompilio en el pensamiento pitagórico del siglo IV. Ver El nacimiento de las ciudades Claude Mossé (Prof. Historia Antigua Universidad de Paris VIII), Historia Universal Salvat Vol II, España 1984.
[3] “Historia de la Humanidad” (Comisión Internacional para una historia del desarrollo cultural y científico de la humanidad) UNESCO; editado por Sudamericana Buenos Aires, 1969 (p. 747 y ss.)
[4] La discusión relativa a los primeros reyes de Roma está dominada por la tesis de Dumezil, que veía en estos reyes la expresión de la característica trifuncional de las civilizaciones indoeuropeas: Numa Pompilio, Tulio Hostilio y Anco Marcio representarían así, las tres funciones, religiosa, guerrera y constructora (Ver Claude Mossé, obra ya citada). Esta trifuncionalidad puede encontrarse en la Ariavarta con las figuras y funciones de los Bhodisatva, Manu y Mahachohan de las culturas del Valle del Indo.
[5] Considerando los avatares de la historia de Roma ¿Podemos aceptar la estabilidad de estas corporaciones a lo largo de semejante período de tiempo? ¿Podemos considerar que los arquitectos de tiempos de la República pertenecían a la misma cofradía que levantó las basílicas en tiempos de Constantino?
[6] Peter Brown, El Primer Milenio de la Cristiandad Occidental (Universidad de Princeton) Colección La Construcción de Europa dirigida por Jacques Le Goff; Critica/Grijalbo, Barcelona  1997.
[7] Para Cicerón, Maximo Valerio y otros grandes autores romanos, la práctica de las artes no concedía gloria alguna. Ver “La Antigüedad Grecorromana”, Vida Social y Artística; Historia Universal Salvat por Pierre Gross (Université de Provence, Aix) España 1984. p. 332 y ss.).
[8] Fort Newton, Joseph, Los Arquitectos, Historia de la Fracmasonería, Editorial Diana, México (P.108 y ss.)
[10] “Enciclopedia de la Francmasonería” , Gallatín Mackey; Ver voz “Colegios Romanos”

 Publicado por eduardocallaey.blogspot.com, martes, 14 de junio de 2016


Acerca del autor


Masonería Cristiana
Eduardo R. Callaey




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