lunes, 28 de septiembre de 2020

CAMINOS DEL CRISTIANISMO El Místico y el Iniciado / Pascal Gambirasio d’Asseux

 


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Pascal Gambirasio d’Asseux


CAMINOS

DEL

CRISTIANISMO

El Místico y el Iniciado

Traducción:


RAMÓN MARTÍ BLANCO


LA VÍA INICIÁTICA A LA LUZ DE LOS SACRAMENTOS  


2.- Dos derivas modernas

No volveremos a tratar aquí, pues ya lo hemos hecho anteriormente, sobre la falsificación, la confiscación y, por decirlo todo, la desnaturalización de esta vía de interioridad por parte de individuos y corrientes múltiples, pero comulgando todos ellos (¡si acaso puede utilizarse ese término aquí!) en una perversión funesta de ésta.

Contemplaremos pues dos actitudes, dos tendencias aparecidas desde hace ya largo tiempo en Occidente, pero que parecen acentuarse conforme se debilitan la fe y los suficientes conocimientos catequéticos en la mayoría de cristianos.

Podríamos calificar estas dos actitudes de la manera siguiente: la primera como el retorno a la Antigüedad; la segunda, como el viaje a Oriente. Añadiremos que estos dos movimientos integran, llegado el caso, un gusto por el chamanismo (o magia) que existe o ha podido existir en una u otra de estas civilizaciones.

Examinemos la cuestión.

En reacción, se podría decir, a esta marginalización o a esta condena generalizada, sistemática y sin matices de la vía iniciática auténtica por parte de las Autoridades religiosas -en particular católicas-, algunos de nuestros contemporáneos, desde hace más de un siglo y medio, se han comprometido en dos acciones:
- La primera, agregándose a formas antiguas de iniciación reputadas por haber                  subsistido o  asumiendo su recreación moderna.
- La segunda, reuniéndose a tradiciones extrañas al Cristianismo, tanto                              espiritualmente como geográficamente y culturalmente.

En lo que concierne a estas iniciaciones antiguas, es sin embargo evidente que han perdido, en tanto que tales y desde hace largo tiempo, toda filiación ininterrumpida y por tanto tan necesaria a su legitimidad como a su eficiencia espiritual.

En resumidas cuentas, aunque pudieran demostrar la realidad de tales filiaciones, no por ello harían menos caduca la supervivencia de estas formas antiguas respecto a la Nueva Alianza y sus sacramentos como ya hemos evocado anteriormente.

En efecto, todo lo que ha merecido ser conservado al respecto lo está, pero en lo sucesivo cumplido y ordenado, componiendo estos aspectos de la vía iniciática a partir de ese momento cristiana que acabamos de enumerar hace un instante. No vemos ni entendemos que estas iniciaciones se inscriban y se iluminen en lo sucesivo en referencia al Evangelio y los sacramentos.

De tal suerte que, aunque esas filiaciones fuera del Cristianismo hubieran sido conservadas hasta hoy, agregarse a ellas significaría para todo cristiano una vuelta atrás, una regresión espiritual, no solamente temporal lo que ya de por sí sería constitutivo de un anacronismo retardatorio (suficientemente mortífero dentro del marco espiritual para que nadie se libre al mismo) sino, mucho más grave, de una verdadera herida ontológica al persistir así en permanecer fuera de Cristo, exiliados voluntariamente a sus sacramentos y a la Salvación a la que los cristianos están ordenados.
 
Al riesgo de repetirnos, tocaremos aquí un punto esencial que conviene clarificar muy bien para nuestros contemporáneos, relacionado con un pretendido “retorno a las fuentes” de las antiguas espiritualidades, de estos cultos a los Misterios de la Antigüedad, que no traen ningún cumplimiento, ninguna revelación, ninguna gracia que pudieran faltar al Cristianismo.

En realidad, esta acción se realiza, no por un retorno a las fuentes sino, como hemos dicho, por una vuelta atrás. La extravagante elección de permanecer en la prefiguración y no en la revelación culminada: la Encarnación de la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, plenamente hombre y plenamente Dios.

Si se perciben, en efecto, similitudes entre el Cristianismo y ciertos elementos de las tradiciones antiguas (el culto a Mitra constituye el ejemplo más significativo) en sus formas no alteradas por eventuales desviaciones sobrevenidas a lo largo de las generaciones, ello no significa de ninguna de las maneras que hayan conservado, o que conservaran en su aleatoria supervivencia, poderes operatorios de los que el cristianismo estaría desprovisto, lo que es rigurosamente incompatible con la teología sacramental.

De igual modo, el Cristianismo no ha tomado “prestado” nada de estas espiritualidades anteriormente existentes sino que, en realidad, las ha cumplido revelando su naturaleza propedéutica: la de la prefiguración del Misterio divino absoluto, universal y único que terminaría realizándose una vez llegado el momento.

Esta realidad pone en evidencia la divina pedagogía (si se nos permite esta formulación) preparando a la humanidad para la plenitud de la revelación cumplida por la Encarnación de Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, ofreciéndole a la par,  en el curso de los siglos, diversos medios de gracias adaptadas pero que no encontrarían su perfecto cumplimiento y su plena eficacidad espiritual -en sentido teológico del término- que en los sacramentos instituidos por el Señor.

Hay pues un “salto ontológico” si podemos utilizar aquí este término: paso del rito (humano) teúrgico (entendido de acuerdo al significado etimológico que hemos recordado) y que, en el marco cristiano se analizaría en un sacramental, al Acto de Dios mismo, instituido y operado por él. Volveremos sobre ello.

En este análisis, solo hacemos que retomar las enseñanzas de san Agustín evocando “la tradición universal y unánime” que, en la Plenitud de los Tiempos, se revela como Cristianismo (ver nota 122).

Por lo que concierne a iniciaciones transmitidas en el seno de tradiciones específicas, que en ciertos ámbitos resuenan actualmente (tales como por ejemplo el Hinduismo, el Budismo, el Taoísmo o el Islam), muchos se refieren a ellas, incluso, dicen pertenecer a las mismas, sin que la mayor parte no hayan sido nunca recibidos previamente, en el seno del corpus doctrinal general: lo que en lenguaje común llamaríamos su exoterismo.

A nuestro juicio, solo existe una excepción, la cual no implica ninguna conversión previa, y esta es el Judaísmo: el estudio cristiano de la Cábala o Torá oral recibida por Moisés en el Monte Sinaí, conjuntamente con la Torá escrita (las Tablas de la Ley).
 
En primer lugar, porque la Buena Nueva es el cumplimiento de la revelación de Dios a los hombres de acuerdo a un desvelamiento progresivo, una continuidad o, más exactamente, una pedagogía divina como la hemos nombrado, desde Abraham, luego por Moisés hasta llegar a esta Plenitud de los Tiempos en que se realiza la Encarnación del Verbo divino, Jesucristo; puesto que Israel deviene (o hubiera debido devenir por entero) Ecclesia.

En segundo lugar, porque las palabras de Cristo 21 que hemos citado fundamentan e iluminan esta canonicidad de la Cábala en el seno de la revelación cristiana, incluyéndola como parte integrante de estos Misterios.

Por lo que respecta a las dos actitudes que acabamos de describir, se trata, en realidad, de esa misma atracción por los esoterismos “exóticos22 que, por naturaleza, permanecerán siempre exteriores para aquellos que deciden afiliarse y, así pues, resultando no aptos para permitir una real realización espiritual.

Si, en casos excepcionales, pudiera llegar a suceder que una tal conversión a espiritualidades extranjeras perennes -según su propia historia- fuera posible y, de alguna manera, legítima, es preciso que dicha conversión sea verificada y conducida por las autoridades competentes particulares de estas tradiciones espirituales y que el propio interesado integre, primero, el cuerpo doctrinal general antes de pretender poder acceder a su interioridad metafísica, es decir, a lo que se ha convenido en denominar su esoterismo. Por lo demás, nada de más lógico desde un estricto punto de vista del buen tino y de una sana acción espiritual.

Dicho esto, añadiremos inmediatamente que ello realmente vale, únicamente entre otras espiritualidades que no sean el Cristianismo y para la conversión entre una y otra espiritualidad. En efecto, y sin que esto surja de ningún tipo de “integrismo” religioso ni de un desconocimiento o desprecio respecto a estas espiritualidades, la conversión de un cristiano no es de ningún punto concebible incluso si ésta se opera de buena fe. Este era el caso para decirlo.

¿Por qué esta diferencia?

Porque, como ya hemos tenido ocasión de señalar al igual que otros más grandes que nosotros anteriormente también, la Buena Nueva y los sacramentos instituidos por Cristo, luego, por Dios mismo, constituyen la última y perfecta revelación de Dios dirigida a todos los hombres, lo que explica y justifica este mandamiento de Cristo:
         “Marchad, pues, y adoctrinad a todas las gentes bautizándolos en el nombre del            Padre,  del Hijo y del Espíritu Santo; enseñándolos a guardar todo aquello que             yo os encargué. Y  he aquí que yo estoy con vosotros por todos los días hasta la            consumación del  tiempo.23

Cuando la Providencia nos hace nacer en el seno de esta revelación y que nos reviste de Cristo a través de sus sacramentos, ¿cómo esperar encontrar algo “mejor” fuera de ella?
 
Es así que lo entiende la respuesta de Pedro, en nombre de todos los apóstoles (y hoy,  en nombre de todos los bautizados), a Jesús que le pregunta:
         “Entonces dijo Jesús a los doce: ¿Acaso también vosotros queréis iros?                         Contestóle Simón Pedro: Señor ¿a quién iremos? Tú tienes dichos de vida                     eterna; y nosotros hemos  creído, y hemos conocido que tú eres el Santo de                   Dios.”24

Así pues, no es por una prohibición formal como la del Islam que pide a sus fieles bajo pena de muerte (lo que nunca ha sido revocado por ninguna autoridad del mundo musulmán) no renunciar al Islam ni convertirse a cualquier otra forma de espiritualidad, que el compromiso con el Cristianismo debe ser, en su evidencia de fe, irrevocable sino porque dicho compromiso encarna (en el pleno sentido del término) la revelación divina en su plenitud a la vez recapitulativa y trascendente a las otras espiritualidades que la han precedido en la Historia de los hombres.

Porque en ninguna parte, Dios se revela más íntimamente al hombre, ni se le ofrece una renovación ontológica de tales características por la gracia de los sacramentos; en ninguna otra parte Dios manifiesta, de la manera más absoluta, su ser divino que es amor.

He aquí precisamente este Misterio esencial (en todos los sentidos del término) que no está presente en el corazón de las tradiciones extrañas al Cristianismo y al Judaísmo: la naturaleza de Dios es Amor.

Ahora bien, este amor sólo puede venir de un Dios-Persona (Uno y Trinitario en su última revelación), incluso si no somos capaces de concebir la verdadera naturaleza de la Persona de Dios, para siempre inaccesible a “otro” que no sea Él, y no de un  Principio indiferenciado, de cualquier nombre que quiera designarse.

De igual modo es a este Dios-Persona -que, por añadidura, ha creado a su imagen y semejanza- que el amor del hombre puede dirigirse en retorno, y no a un Principio indiferenciado como acabamos de evocar.

Es por lo que, no hay que confundir ni asimilar este amor divino con la compasión profesada en el Budismo, en particular, compasión que no surge en absoluto de un tal amor sino de la conciencia de unidad de las criaturas terrestres y de sus sufrimientos comunes -cuales sean las modalidades- ligadas a este estado encarnado.

Pero, en el Budismo, cada ser creado, cada hombre en primer lugar, es dejado a su propio juicio y a sus propias fuerzas para entregarse o no, incluso si se encuentra acompañado por las plegarias de aquellos que han cumplido el camino antes que él.

En esta perspectiva, a diferencia de la revelación cristiana, estos sufrimientos no son asumidos y recapitulados en Dios encarnado, Jesucristo, que los conoce realmente en su humanidad y los lleva en su divinidad. Dichos sufrimientos no son transfigurados por este amor divino ni iluminados por la virtud teologal de la esperanza.

Volvamos a los sacramentos.
 
No hay que olvidar nunca que estos sacramentos no son de creación humana, sino un acto de Dios, realizado únicamente por Él y aplicados a cada uno en el seno y a través de generaciones por mediación de hombres consagrados 25.

Por otra parte, los hay otros que se unen a las tradiciones chamanistas (amerindias, africanas, de las que son salidas el vudú, siberianas o extremo-orientales) lo que no solamente se inscribe en el cuadro general que hemos trazado sino que se agrava con un descenso de nivel espiritual puesto que, en efecto, se trata aquí de formas primeras (primitivas se gustaba decir antaño, pero que a nuestro juicio y a la vista de la historia de la humanidad, preferimos calificarlas más exactamente de degradadas) en las que la magia y el plano “intermedio”, el de los “espíritus” tienen un papel mayor. No es preciso decir que es en este sector que acabamos de acotar donde las sectas de toda naturaleza captan desviados a porfía.

Sea como sea o, dicho de otro modo, cualquiera que sea la tendencia seguida, resulta insensato, (en su sentido más radical: ser privado del sentido -primordial en este orden de cosas- de la orientación, de la orientación de espíritu, es decir, sin ninguna posibilidad de alcanzar “el feliz término de su búsqueda” para aquel que se pierde) es insensato, decíamos, desheredarse así de su bautismo.

Las consecuencias de esta desviación (en todos los sentidos del término) se hacen sentir, por otra parte, con independencia que los interesados conserven o no una participación por motivos diversos -a menudos sociales y de fachada-, en estos mismos sacramentos. Muy al contrario, es tanto más grave porque tal forma de ver la cosa, se presenta en hombres divididos en sí mismos y contra sí mismos por mucho que algunos pretendan una compatibilidad que sólo existe en su imaginación.

Esta actitud, hablando en propiedad, constituye la definición de superstición en su sentido más literal: lo que se persiste en querer tener por pertinente e inmutable pero que ya no justifica su estado, confundiendo así la forma (mutable) y el fondo (la Verdad o Principio eterno e inmutable).

Es a esta manera de ver la cuestión a la que se acogen aquellos llamados comúnmente como tradicionalistas: los que se aferran a la forma sin comprender siempre la necesidad de que sea así, ni captar el fondo sin el cual la forma no es nada. Los hombres de tradición, por su parte, saben hacer la distinción entre lo que puede -y debe- cambiar (por qué, de qué manera y cuándo) y lo que es intangible.

La tradición, que es viviente y fuente de vida, es la médula y la sangre, el principio de vida de los trazados rectores, vectoriales, principiales como en un blasón; la forma que ella reviste es su expresión en color: importante, fundamental si se quiere; pero susceptible de adaptación.

Atención: adaptación no significa conmoción intempestiva ni manipulación caprichosa o ligada a algún tipo de ignorancia o posicionamiento ideológico cualquiera, o sea y, en consecuencia, decadencia de las luces espirituales en las almas empequeñecidas o el deseo insensato de inscribirse en “el aire de los tiempos que corren”, que no es más que un efecto de la moda tan superficial como inconstante.

Es por lo que estas adaptaciones, cuando aparecen como necesarias, deben ser conducidas con prudencia y sabiduría por hombres cualificados y de alta espiritualidad: los clérigos en el pleno sentido de la palabra que aúnan conocimiento y amor. Los clérigos que son igualmente “claros” y “de relámpagos” (parecidos a los Boanerges del Evangelio) 26: translúcidos a la luz del Señor.

Por retomar las referencias heráldicas, una cruz, por ejemplo, según sea de tal color (de gules, de sable…) y de tal forma (rectilínea, patada, angrelada…) tomará un significado particular, pero la cruz en su principio de vida no cambia ni de sentido ni de potencia espiritual. Y si hay que velar muy exactamente por tal que su forma y su color manifiesten lo más íntimo del corazón de su portador, no hay que dudar tampoco en modificar los contornos o los fuegos si este mismo portador viene a presentar (de manera significativa y evidentemente perenne) un nuevo estado de su ser.

La vinculación a formas iniciáticas antiguas reconstruidas (por lo demás, con el margen de error que implica un conocimiento imperfecto de lo que exactamente fueron en sus enseñanzas y en sus rituales, agravado además por una mentalidad cultural y psicológica actual, muy alejada de la de sus primeros adeptos), esta vinculación, pues, es motivada por la eficacidad que algunos le atribuyen y se asemeja, al menos en sus motivaciones, a la acción de aquellos que se agregan a iniciaciones ligadas a tradiciones espirituales presentes hoy en el mundo no cristiano sin, no obstante, adherir primero o incluso nunca, el corpus general en el que ellas operan.

Tiene que ver también en la atracción por este tipo de acción -resulta de fácil percepción-, un elemento culturalmente exótico, como anteriormente hemos señalado, consiste en una búsqueda de “experiencias” fuera de senderos considerados como demasiado trillados en la que algunos de nuestros contemporáneos se enmarañan, sin plantearse por otro lado la cuestión, de saber por qué -justamente- estos senderos les parecen tan trillados.

Y que -paradójicamente- no se les pasa por la imaginación ni, aunque sea por un solo instante -a estos “buscadores de experiencias”- que son precisamente ellos los que no se han recorrido ni descubierto a sí mismos, en todos los sentidos de la palabra…

En otros términos, si estas antiguas formas iniciáticas o estas formas tradicionales extranjeras son tan atractivas a sus ojos, es precisamente porque conservan para ellos este carácter deliciosamente extraño o antiguo: exótico como nosotros decimos.

Ahora bien, es justamente cuando una tradición espiritual permanece así extraña (exógena) a aquel que se compromete en la misma, es porque ella denota, por su radical exterioridad a su ser, su incapacidad para llevarlo a buen puerto.

Repitámoslo, ya que esta verdad es de importancia: sea cual sea el sentimiento que anime al cristiano cuando se comprometa en una de estas vías, como cristiano marcado por el carácter imborrable del bautismo, no hace más que recubrirlo con una chapa de olvido y cortocircuitar (si se nos permite el término) las gracias.

En cualquier caso, nunca obtendrá mayores ni más poderosas gracias santificantes que le abran el Reino de los Cielos, que las directamente dadas por el Señor si ha permanecido “a su lado” como Pedro y sus compañeros, de los que hemos citado las edificantes palabras al respecto unos pocos párrafos antes; y peor aún si se priva del sacramento mayor respecto al que todos los otros están ordenados: la eucaristía.

Podemos tener incluso la certeza, aunque el interesado no tome nunca consciencia de ello, que su acción le instalará en su ser disonancias espirituales entre su sello cristiano y los ritos de su nueva vía.

En el fondo, la razón que impulsa a estos hombres a seguir vías extrañas, sean estas cuales sean, continúa siendo idéntica: permanecer fuera de Cristo el cual llama por tanto a todos los hombres de todas las tradiciones y de todas las vías espirituales a encontrarse con Él, plenamente: “Venid, y lo veréis” 27, a conocerle, a seguirlo porque es Aquél que ofrece la clave única y definitiva de las que esas diversas vías constituyen sus premisas.

En su más exacta realidad, y cualquiera que sea la conciencia que puedan tener aquellos que sucumben a la atracción, este apego a formas antiguas convertidas en supersticiones en el sentido que hemos definido, incluso a tradiciones exógenas, ¿no será acaso el simple rechazo a “venir y ver”; a seguir al Maestro de Vida? En otros términos, al rechazo de ser cristiano. Al rechazo a la Palabra de Dios y al diálogo con Él, así pues y, en definitiva, a la plegaria y los sacramentos cristianos.

Haciendo esto, estos hombres olvidan o rechazan la respuesta dada por Pedro a Jesús que pedía a los doce:
        “¿Acaso también vosotros queréis iros? Contestóle Simón Pedro: “Señor, ¿a                   quién iremos? Tú tienes dichos de vida eterna; y nosotros hemos creído, y                     hemos conocido que tú eres el Santo de Dios.”28

Pedro, en nombre de todos, hizo la única respuesta posible para el cumplimiento en la fe y la contemplación en plenitud de la Verdad.

Este rechazo a Cristo se identifica con la renegación de Pedro cuando el arresto y condena de Jesús, pero sin la excusa del miedo que podía entrañar entonces al apóstol sobre el que todavía no se había posado el Espíritu Santo de Pentecostés para fortalecerlo en la fe: sí, estos hombres reniegan de Cristo, o al menos se apartan de él, de cualquiera manera que lo presenten -o quieran justificar ante sus propios ojos- la problemática de su acción.

Esta amonestación de Pablo les concierne de manera evidente:
        “Pero entonces, como no conocíais a Dios, servíais a los que por naturaleza no              eran  dioses; pero ahora, después de conocer a Dios, o más bien, ser conocidos            por Dios, ¿cómo os volvéis de nuevo a los impotentes y pobres elementos, a los              que, como si nada hubiera pasado, queréis otra vez servir?”.29

Sin embargo, nada está definitivamente perdido puesto que, a imitación de Pedro, justamente, estos mismos hombres pueden siempre arrepentirse de su negación y darse de nuevo y por completo al Señor.

Esto solo depende de su lucidez, de su voluntad y de su amor.

 La cuestión esencial es pues la siguiente:
     ¿Por qué algunos de nuestros contemporáneos se apartan de su religión de                    nacimiento, el  Cristianismo, y conceden un mayor crédito a espiritualidades                 e iniciaciones que les son  extrañas, en el espacio o en el tiempo?

¿Qué no han entendido o qué es aquello que no les ha permitido captarlo?

Ya que es también ahí donde puede residir una de las claves de este desfavor y la responsabilidad por parte de aquellos que tienen a su cargo el llevar los Misterios cristianos, aún y sabiendo, sin embargo, que no les está permitido decir todo a todos en el estado actual de la humanidad y su grado de limitación intelectual, cultural y, sobre todo, espiritual.

Las autoridades espirituales deben pues discernir entre los distintos fieles y adaptar su enseñanza. Pero adaptar, no quiere decir negar, olvidar o caricaturizar este camino de interioridad como podemos ver demasiado a menudo hoy entre ciertos eclesiásticos o en el seno de medios católicos “tradicionalistas” (insistiremos por nuestra parte en este término, bien diferente del de católicos de tradición).

¿Discernir, qué, precisamente?

Pues aquellos que presentan una cualificación o capacidad iniciática, dicho de otro modo, un carisma -por retomar las palabras de san Pablo 30- apropiado a seguir un camino de interioridad de tales características que induce en particular un conocimiento metafísico. Y estos que presentan dicha cualificación, tiene el deber espiritual de responder a su vocación, de igual modo que nadie tiene el derecho de ponerles trabas ni disuadirlos, a fin que sus minas y sus talentos fructifiquen según la palabra del Evangelio 31.

Este es el lugar para recordar, al respecto, la frase de “la sirvienta de Dios” que la Iglesia ha hecho Venerable, Elisabeth Leseur (1866-1914): “un alma que se eleva, eleva al mundo entero”.

Los Ortodoxos tienen sobre este asunto, una aproximación bastante diferente ya que toda la espiritualidad de la Ortodoxia está impregnada del misticismo en el sentido profundo y teologal del término; vía mística, que, en el seno de la Religión cristiana, es hermana de la vía iniciática. Volveremos sobre este punto de importancia capital.

Grandes figuras cristianas como san Serafín de Sarov (Rusia, 1754-1833) serían ilustración de cuanto decimos.

Pero se podría decir igual en el marco católico de tradición 32, evocando de nuevo, y por citar tan solo a ellos, a santa Hildegarda de Bingen, santa Teresa de Ávila, san juan de la Cruz o bien al Maestro Ekhart, dominico y primero de los místicos renanos y a los escritos espirituales que nos han dejado, verdadera pedagogía del camino de contemplación que no es otro que el de la realización espiritual auténtica, sea esta conducida en modo iniciático o místico, según el lenguaje corriente.

En efecto, ¿qué tendrían de menos estas santas y santos, cuando conocemos los estados espirituales con que fueron gratificados en vida, en comparación con lo que detentarían los iniciados, sobre todo aquellos -los más numerosos- cuyo recorrido surge (en el  mejor de los casos) más del mero ámbito intelectual que de una realización espiritual efectiva?

En corolario, la perfecta realización iniciática ¿podrían conducir a un cristiano viviendo plenamente los sacramentos a otra resurrección de la carne, a otra Vida eterna, a otro Reino de los Cielos que no sean los prometidos por Cristo, Él, que precisamente es, esta Vida y este Reino?


NOTAS

21 Mt V, 17-18.
22 Del latín exoticus, a su vez del griego antiguo exôtikós, ἐξωτικός: extraño, adjetivo salido de éxô, ἔξω: al exterior.
23 Mt XXVIII, 19-20.
24 Jn VI, 67-69.
25 La teología precisa que los sacramentos operan en cada ser por su propio poder: ex opere operatio, y no por la virtud o la santidad del oficiante porque están instituidos y aplicados directamente por Jesucristo mismo que actúa, en el tiempo y el espacio de las generaciones humanas a través de este mismo oficiante (sacerdote, obispo) configurado a Él a dichos efectos y que actúa pues in Personna Christi.
Sucede diferentemente con los sacramentales: son signos sensibles y sagrados que, aunque presentando una analogía con los sacramentos, no lo son del todo al no ser portadores de una realidad espiritual. Ejemplos de sacramentales: las bendiciones (el agua bendita, las medallas, los escapularios). Estos sacramentales producen sus efectos de gracia en la medida de la fe del oficiante y de aquel que los recibe cuando se trata de un ser humano. Es lo que la teología designa bajo la formulación: ex opere operantis. En el Cristianismo, los ritos iniciáticos como por ejemplo el adobamiento caballeresco, son sacramentales que responden de este modo a esta doble necesidad, al igual que los ritos y bendiciones de las espiritualidades no cristianas.
Sin embargo, estos sacramentales cristianos comportan igualmente un carácter imborrable en el ser que los ha recibido, incluso si este reniega de ellos o descuida abrirse a las gracias que de ellos se desprenden. Volveremos más adelante sobre este punto.
En el seno de las espiritualidades extrañas al Cristianismo, lo que vendría a corresponder a los sacramentales serían sus ritos, rituales y ejercicios espirituales: actos teúrgicos en sentido etimológico (incluso si las tradiciones orientales y extremo-orientales solo profesan la creencia en un Cielo impersonal) en apoyo de los cuales estas mismas tradiciones invocan la ayuda de sus grandes figuras, tales como Buda, por ejemplo, pero no la de Dios revelado que por otra parte ellas no conocen, a diferencia de la plegaria del cristiano que se dirige directamente al Señor para obtener la efusión de sus gracias santificantes.
26 Sobrenombre que se traduce por “hijos del trueno”, dado por el Señor a Santiago y a su hermano Juan, ambos hijos de Zebedeo (Mc III, 17). Como la tormenta es el ruido del rayo, de los relámpagos, este nombre puede también entenderse como “hijos de la luz, de los relámpagos”.
27 Jn I, 35-39.
28 Jn VI, 67-69.
29 Gál IV, 8-9.
30 I Cor XII, 4-7.
31 Lc XIX, 12-27; Mt XXV, 14-15.
32 En contrapartida y salvo puntuales excepciones, el conjunto del mundo Reformado es por naturaleza extraño o refractario a este encaminamiento espiritual tal como lo acabamos de describir.

Acerca del Autor

Pascal Gambirasio d'Asseux

Pascal Gambirasio d'Asseux nació en París en 1951. Abogado, se ha dedicado también a la espiritualidad cristiana. Escritor, conferenciante (invitado de France Culture y de Radio Chrétienne Francophone), ha publicado varios libros -que ahora son referencias reconocidas- sobre la dimensión espiritual de la caballería y la heráldica o la ciencia del escudo de armas, sobre la naturaleza cristiana de la realeza francesa y del rey de Francia, así como sobre el camino cristiano de la iniciación como camino de interioridad y de encuentro con Dios: iniciático, de hecho, lejos de las interpretaciones desviadas que han distorsionado su significado desde al menos el siglo XIX, significa al mismo tiempo origen, inicio e interiorización del proceso espiritual para que, como enseña San Anastasio Sinaí, "Dios haga del hombre su hogar". De este modo, quiere contribuir al (re)descubrimiento de esta dimensión dentro del Misterio cristiano, olvidada o incluso rechazada por unos porque está desfigurada por otros.






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