Enrique III de Inglaterra acompañando al
maestro de obras.
La vida de los santos Albano y Amfíbalo
Los cluniacenses y el simbolismo en la construcción
medieval
La
expansión Cluniacense
En el siglo X la Orden Benedictina sufrió una profunda reforma que
afectó gran parte de la Iglesia. Esta reforma se originó en la abadía borgoñona
de Cluny, fundada en el año 910 por Guillermo, el Piadoso, duque de Aquitania,
que estaba directamente subordinada a la Santa Sede. En la misma acta de
fundación el duque Guillermo renunciaba a todas las rentas del monasterio como
también a las investiduras. Pero establecía que nadie —obispos, señores o
papas— podía quedarse en el futuro con las propiedades de la abadía. En un
principio, Guillermo nombró abad a Berno, con quien acordó que a su muerte los
propios monjes elegirían a su sucesor. En el año 932, el abad Odón solicitó y
recibió de Roma el permiso para llevar adelante una reforma de la regla
benedictina que regía el monasterio de Cluny. La reforma cluniacense preveía la fundación de nuevos monasterios
y la transformación de otros, sujetos a la nueva autoridad.
Con la identificación en una misma regla, la reforma se constituyó en
una herramienta política, pues los nuevos monasterios —así como los reformados—
desde este momento no contaron con su propio abad, sino un prior dependiente de
Cluny. La consecuencia de esta unificación (bajo la misma regla y autoridad)
generó una estrecha unión entre los monasterios cluniacenses, pero transformó
al abad de Cluny en un poderoso señor feudal, depositario de grandes rentas
provenientes de los monasterios filiales y dueño de sus investiduras. Cluny se
convirtió rápidamente en el destino de grandes señores que abrazaban la vida
monástica en el final de sus días, o de los hijos de acaudalados nobles que
vieron en los abades cluniacenses la voluntad de aristocratizar el monacato.
Las donaciones que la Orden impuso para su ingreso no hicieron más que generar
cada vez mayores recursos, que fueron administrados sin ningún prurito por esta
nueva clase de monjes ricos, quienes consideraron que tales tesoros debían
utilizarse —a través de la liturgia y la ornamentación— para la mayor gloria
del Señor.
Otra circunstancia potenció la acción de Cluny: la particular longevidad
de sus abades —sólo tres gobernaron la abadía entre 958 y 1109— que posibilitó
una estrategia profundamente planificada y el tiempo para llevarla a cabo.
Todos estos elementos contribuyeron a convertir al movimiento cluniacense en
un factor político fundamental, gravitante en muchos de los problemas políticos
que sacudían a la cristiandad en aquellos siglos. La época de esplendor de
Cluny coincide con la expansión del románico. Paul Naudon, que ha estudiado en
detalle al arte románico y su vínculo con las órdenes monásticas, coloca a los
monjes de la Orden de San Benito en un lugar preponderante como constructores
de catedrales e iglesias. Afirma Paul Naudon: "Es
innegable que la propagación del arte romano fue hecha por asociaciones
monásticas, y especialmente por los frailes de la Orden de San Benito. Se
explica por el hecho de que las abadías benedictinas eran las únicas herederas
de la cultura antigua."
La cantidad de documentos que atestiguan el protagonismo y la
responsabilidad de la Orden Benedictina en la construcción de las grandes
abadías y catedrales de los siglos X, XI y XII es muy vasta y excede el marco
de esta investigación. No se trata, solamente, del proyecto y dirección de las
obras o del aporte del artesanado calificado para llevarlas a cabo, sino
también de su concepción estética, del plan estratégico y pedagógico con que las construcciones fueron realizadas
y el espíritu del que se encuentran impregnadas.
Teófilo
y su manual para el artífice
Cabe señalar, sin embargo, ciertos testimonios que permiten recrear la
luminosa atmósfera que respiraban estos hombres, aun en medio de todas las
dificultades que padecían las obras de esta naturaleza en aquella época. Para
arredrarlas, el artista no sólo debía entrenarse en su técnica y su habilidad,
sino también en la praxis de una moral cuyos ejemplos debía buscar en las
sagradas escrituras. Al leer la obra de Teófilo (circa 1080 - post 1125) acerca
de las técnicas del arte, titulada Diversarum Artium Schedula —considerada
como una de las más importantes de aquellos siglos por su significación
técnica— un masón no puede menos que reconocer
la premisa de la construcción de un templo interior en el que
reine la virtud, misión a la que está convocado a partir del
aprendizaje en el uso de las herramientas.
No se aprende el arte sino para construir una nueva dimensión
espiritual. Teófilo les recuerda a los aprendices que David, “el más célebre
de los profetas... no se consideró digno de edificar la casa de Dios porque
había derramado, muy a menudo, sangre humana...”. Les dice que “el Señor había ordenado a Moisés la
construcción del Tabernáculo y había elegido, llamándolos por su nombre, a los
arquitectos, calmándolos de sabiduría, inteligencia y ciencia... Porque sin Su
inspiración ninguno hubiera podido construir una obra de tal magnitud...”.
Y les muestra, con razones evidentes que todo aquello
que se puede aprender, comprender e idear en el campo del arte, lo concede la gracia del espíritu de diversas formas.
Para Teófilo, estas virtudes que adornan el espíritu del maestro del arte son:
el espíritu de sabiduría, del intelecto, el espíritu de fortaleza, de la
ciencia, el espíritu de piedad y del temor a Dios.
El texto parece evocar a Beda, cuando describe la naturaleza virtuosa de
aquellos que construían el Templo de Salomón, comparándolos con piedras preciosas:
Luego
de conformado el fundamento con tales y tan grandes piedras, hay que edificar
la casa, diligentemente preparadas las maderas y las piedras, y colocadas en el
orden establecido, las que antes fueran arrancadas de su antiguo sitio o raíz:
porque después de los rudimentos de la fe, después de puestos en nosotros los
fundamentos de la humildad siguiendo el ejemplo de sublimes varones, hay que
alzar la pared de las buenas obras, como órdenes de piedras superpuestos uno a
otro, marchando y prosperando de virtud en virtud...
En la interpretación simbólica de Beda sobre el Templo de Salomón,
tampoco se escapa la alegoría de las siete virtudes que Teófilo cree concedidas
por la gracia del espítitu. Al describir las columnas Jakin y
Boaz, erectas en el pórtico, a la entrada del templo, El Venerable menciona las cadenillas colocadas —como
símbolo de comunión— en las cabezas de las columnas, y expresa:
Estas
cadenas entonces están entretejidas en admirable labor, porque en definitiva la
mirifica gracia del Espíritu Santo obra para que la vida de los fieles, en
diversos lugares y tiempos, según grado y condición, y sexo y edad, aunque
existan muchas cosas secretas entre unos y otros, sin embargo permanezca
mutuamente unida en una y la misma fe y amor. Que la fraterna congregación de
los justos, que viven en tiempos y lugares distintos, sea producto pues de la
propiedad unificadora de los dones espirituales, se refleja en las siguientes
palabras que se añaden en referencia a la hechura de los capiteles: Guirnaldas
de siete hilos en un capitel y guirnaldas de siete en el otro. Pues el
número septenario suele indicar la gracia del Espíritu Santo, como lo atestigua
Juan en el Apocalipsis, quien como viera que el Cordero que le hablaba tenía
siete cuernos y siete ojos, enseguida dio la explicación siguiente: los
cuales son los siete Espíritus de Dios enviados a toda la tierra (Apoc. I).
Lo cual el profeta Isaías explica abiertamente cuando, al hablar del Señor que
había de nacer en la carne decía: descansará sobre él el Espíritu del Señor,
Espíritu de sabiduría e intelecto, Espíritu de consejo y fortaleza, Espíritu de
ciencia y piedad, y lo llenó del Espíritu del temor de Dios (Is.XI). Había
pues siete guirnaldas formadas de hilos en ambos capiteles, y los padres de
ambos testamentos, por la gracia recibieron de uno y del mismo septiforme
Espíritu para que fueran elegidos.
El texto desborda en imágenes simbólicas y, aun, esotéricas. La
fraternidad aparece descrita como la mutua unión, la fraterna congregación de los justos en la fe y el
amor, más allá del grado, condición, edad, y aunque existan muchas cosas
secretas entre unos y otros.
Roza el misterio del número septenario —la interpretación numerológica
se mantiene a lo largo de los veinticinco capítulos del libro— y remata con
los arcanos contenidos en el Apocalipsis de Juan, preanunciados en las
profecías de Isaías.
Honorio
de Autum y las piedras pulidas
Honorio de Autum (Honorius Augustodunensis circa 1095 - post 1135),
contemporáneo de Teófilo y autor de Imago Mundi —también
mencionado en el M. Cooke— escribe en su obra De gemma animae sus reflexiones sobre los templos
cristianos desde el mismo ángulo que Teófilo.
Para Honorio —al igual que para la mayoría de los escritores
medievales—, los templos cristianos son una prefiguración de la Jerusalén
Celeste. Su aporte fundamental es que presenta a la arquitectura como la gran
herramienta que Dios utiliza para llevar a cabo su plan, de modo que la
arquitectura terrestre es una continuidad de la celeste, y el simbolismo de aquélla se corresponde con
esta. Las imágenes de Dios como Arquitecto del Universo, midiendo al mundo con
un compás, son contemporáneas a estos autores y corresponden a esta idea.
... El templo, que el pueblo poseía en paz en su patria —dice Honorio—
simboliza, en piedras reales, el templo glorioso construido en la Jerusalén
Celeste, en el que la Iglesia exulta en constante paz... Esta casa está
construida con sólidas piedras, la Iglesia aúna la fuerza de aquéllas en su fe
y en sus obras. Las piedras se mantienen unidas con mortero y los fieles se
unen con el lazo del amor.
Si la arquitectura es la herramienta de los planes de Dios, el templó es
el reflejo de su obra que —con sus piedras, sus elevadas columnas, sus
vitrales, su mobiliario litúrgico y sus imágenes y ornamentos— permite al
masón que lo construye, tanto como al hombre piadoso que eleva su plegaria
desde su interior, captar la armonía universal que reina en él. Para Honorio,
las piedras trabajadas y pulidas, colocadas en el templo, son las almas perfectas,
a las que define homines quadrati. Son los hermanos, a los que Beda señala como “grandes y
preciosas piedras”:
Sed
en generaliter perfecti quique,
qui fideliter ipsi Domino adhaedere, et impositas sibi fratrum necessitates
fortiter (erre didicerint, his possunt lapidibusgrandibus ac pretiosis indican.
Qui bene lapides primo quadrari, ac sic in fundamento poni jubentur Quadratum
namque omne, quocumque vertitur, fixum stare consuevit...
Cuadrar la piedra. He aquí magistralmente resumido todo el simbolismo
del masón medieval.
Junto a los libros de Teófilo y Honorio, circulan por los obradores y
las fábricas de las iglesias el manual de Vitrubio, De
Architectura, y la obra de Heraclio, De colonbus et artibus
romanorum, considerada una de las más importantes de los siglos XII
y XIII. Los arquitectos que estudian estos libros persiguen un renovado ideal
estético que lleva un mensaje profundamente religioso; las artes figurativas
del románico —como ya se ha expresado— incorporan un concepto pedagógico, una
forma de transmisión de los modelos bíblicos sobre los que descansa la
sociedad cristiana, mediante las imágenes.
La Iglesia es el ámbito en donde el hombre sufre una transformación
psicológica; por lo tanto, su construcción, su aspecto externo e interno, los
elementos utilizados en el ritual y la liturgia deben provocar en el alma
aquel estado de gracia en el que el hombre encuentra su punto de contacto con
Dios. De hecho, las propias plantas de las catedrales cruciformes, con sus
naves y cruceros, recuerdan a Cristo crucificado. El hombre que penetra en el
santuario debe salir de él en un estado superior. Y el mensaje debe llegar
tanto al corazón del docto cuanto al asombro del simple.
Si esta
transformación se espera del hombre que ora en el templo, de quien lo construye
se espera algo más: debe haberse preparado moral y espiritualmente para
participar en tan gradada tarea.
Fuente:
Blog de reflexiones personales
Eduardo Callaey | El último bastión
Eduardo R. Callaey