lunes, 24 de agosto de 2020

CAMINOS DEL CRISTIANISMO El Místico y el Iniciado 1 - / Pascal Gambirasio d’Asseux



http://www.saint.gr/518/saint.aspx


Pascal Gambirasio d’Asseux


CAMINOS

DEL

CRISTIANISMO

El Místico y el Iniciado

Traducción:


RAMÓN MARTÍ BLANCO


LA VÍA INICIÁTICA A LA LUZ DE LOS SACRAMENTOS  



“Si hay muchas moradas en el cielo, hay muchas maneras de llegar allí” 



1.- La Alianza Nueva y Eterna 14
En el Cristianismo -y ésta es una de sus especificidades, su “novedad”, en sentido evangélico exactamente, en relación al conjunto de espiritualidades tradicionales- la vía iniciática no constituye una vía espiritual de naturaleza distinta de la vía de piedad y devoción ni tampoco de la vía mística (en el sentido corriente del término) que es la sublimación de esta última, sino “simplemente” un modo o modalidad de realización particular: un modus operandi spiritualis.

Particular si se quiere, ciertamente, pero estrictamente acorde con la pureza de la fe como es, por ejemplo, el encaminamiento propio de cada santo o de cada Orden monástica o religiosa.

La vía iniciática cristiana no se caracteriza en modo alguno por una naturaleza distinta del encaminamiento espiritual de todo cristiano, sino y en todo caso, por la modalidad específica que esta reviste.

Dicho de otro modo, no es que profese -ni jamás debe profesarlos - ningún otro dogma que las verdades de la fe (sintetizadas por el Credo) ni que enseñe ni practique ningún substitutivo más o menos mágico al poder divino, única fuente de los sacramentos.

Si esa vía iniciática viene seguida de un corpus que se acostumbra a denominar ritos o rituales, dichos rituales únicamente constituyen -en ello radica toda su dignidad y operatividad- a la vez los ejercicios espirituales y los símbolos vectores de una profundización, de una interiorización del Misterio cristiano en toda su integridad, tal como la Iglesia es garante y portadora.

Estamos hablando, stricto sensu, de ejercicios espirituales que, por la gracias del Espíritu Santo siempre activas en el corazón del hombre de plegaria y deseo espiritual, le dan acceso al conocimiento de Dios y de sí mismo; que lo despiertan y lo guían en la reedificación de su verdadera persona, creada in principio por el Eterno a su imagen y según su semejanza; que, finalmente y, como todo ejercicio espiritual, lo reconfortan y contribuyen a ahondar en su fe, lo ayudan a acoger y a recoger las gracias de Dios sin las cuales nada de cristiano puede realizarse.

Ya que no son los ritos, ni por otro lado los ejercicios espirituales, los que, de por sí, hacen a los santos, sino la gracia de los sacramentos cuando son recibidos y vividos con el deseo y el amor a Dios.

Incluso si estos ritos puedan parecer singulares o incluso superfluos (y en ocasiones sospechosos) para alguien ajeno a ellos, no son más que auténticas vías de ascesis15 y de conocimiento a condición, muy evidentemente, que nadie los desnaturalice y que permanezcan fieles a sus orígenes y a su finalidad, los cuales se enraízan en los artículos de la fe cristiana auténtica.

De sus desviaciones, de sus manipulaciones ateas o anticristianas incluso específicamente anticatólicas (exponenciales desde el siglo XIX, en particular en Francia) proviene, con razón entonces, la sospecha a que nos referimos y el rechazo de una parte de la comunidad cristiana, así como de las Autoridades eclesiásticas.

Y es así que la Francmasonería, desde el siglo XVIII, especialmente en los países latinos y todavía más notablemente en Francia, con la excepción de esta ínfima parte que entiende inscribirse siempre en el marco puramente espiritual y más exactamente cristiano de la masonería, denominada Rito Escocés Rectificado; es preciso prestar suma atención al contexto en que es practicada, ya que existen en su seno formas alteradas e incluso desviadas.

Hablábamos de estos ritos y rituales o símbolos “accionados” a modo de ejercicios espirituales propios a una vía específica. ¿Es acaso necesario sorprenderse de esta especificidad entre los carismas dispensados entre los cristianos?

En efecto, los medios de ascesis y la mística de san Francisco de Asís no son exactamente los mismos que los de san Benito o de san Ignacio de Loyola; los de san Bernardo de Claravall no son idénticos a los de san Bruno y los de santa Teresa de Jesús o san Juan de la Cruz no han sido calcados por san Francisco de Sales.

Lo que no impide en absoluto a estas diversas orientaciones espirituales constituir una misma mística cristiana, una única familia de bautizados obrando -cada una de ellas de manera complementaria y consonante-, encaminando, hacia Dios a las almas que corresponden a dichas orientaciones y que encuentran en ellas sus inclinaciones espirituales, su propia acción y sensibilidad; su vocación, en definitiva.

Pero volvamos a esta vía iniciática, stricto sensu, a que nos referíamos.

En este modo o modalidad de realización espiritual específica, todas las vías iniciáticas anteriores que se encontraban y perduraban en Occidente han sido bautizadas, es decir, cristianizadas, dicho de otro modo, integradas, regeneradas y orientadas por la Buena Nueva: la Revelación de Cristo y los sacramentos por él instituidos.

A partir de la Buena Nueva, han quedado en lo sucesivo marcadas con la cruz redentora que las ilumina con una luz “nueva”, a saber, la de la perfecta Luz hacia las que ellas tienden sin todavía poder nombrarla por su verdadero nombre: Jesucristo, el Emmanuel, el Verbo de Dios venido a este mundo en la Plenitud de los Tiempos como bien enseña la Iglesia.

Sucede así para los distintos modos de espiritualidad, de tradiciones y usos (los ritos y rituales) propios de las diversas Ordenes de la sociedad tradicional: la de los Laborantes (los Oficios o Deberes llamados también Compañerazgo; habiendo conservado esta última hasta hoy, poco más o menos intacta la autenticidad de sus orígenes a diferencia de la Masonería -de la que surgió- como hemos indicado) y la de los Bellatores (la Caballería o Militia Christi). Los Oratores (las gentes de Iglesia), los cuales, por su parte, vienen a tener su vía específica: el sacerdocio (obispos, presbíteros y, en cierta medida, diáconos) o la vía monástica.

Sucede también así para las ciencias en general, las de la Naturaleza y el Cosmos en particular, para las cuales, en el seno de las tradiciones humanas dignas de este nombre, la dimensión espiritual ha sido siempre indisociable de un saber práctico y dicho saber subordinado a dicha dimensión, en inmediata aplicación de esta verdad primera que reza “ciencia sin conciencia no es más que la ruina del alma” según expresión bien conocida de François Rabelais en su Pantagruel.

Sucede finalmente así para el mismo conocimiento teologal o Teología (θεολογία)16, es decir, que tiene a Dios por “sujeto” inmediato, la cual concierne en primer lugar a los Oratores, por supuesto, pero también a toda persona movida por el deseo de “entender” mejor a Dios, en todos los sentidos del término.

Algunos incluyen la teúrgia17 en el seno de este conocimiento teologal, pero conviene mostrarse muy prudente con este término y las prácticas que pueda recubrir. Si se trata de la manera de nombrar, finalmente en el plano estrictamente etimológico, los efectos de las gracias obtenidas por los ejercicios espirituales (que detallaremos un poco más adelante), en primer rango de los cuales la oración como la plegaria del corazón o la lectio divina, entonces este término puede ser aceptado como traductor de la ascesis del hombre de deseo y a su recolección, en retorno, de las bendiciones divinas y angélicas.

Pero si se trata de prácticas más o menos mágicas teniendo por finalidad “convocar” la presencia divina bajo un u otro de sus modos, o de provocar la manifestación de ángeles, entonces es preciso apartarse resueltamente ya que no puede “asignarse” al Señor ni a sus ángeles a comparecer ante uno mismo, lo que es a la vez una ofensa, un pecado de orgullo y una falta a las virtudes teologales de la fe y la esperanza; práctica que comporta, por otra parte, la desastrosa posibilidad de abrir en realidad la puerta del alma a otras presencias que las esperadas: tenebrosas y hostiles, todas ellas.

En hebreo y en el marco de la espiritualidad judía, mantillo nutricio y “adviento” del Cristianismo, esta teología metafísica que constituye el corazón de la mística judía, es denominada Kabalah: Cábala significa Tradición, lo que es recibido y transmitido, enseñado.

Esta referencia en una obra dedicada a los caminos del cristianismo puede ciertamente llegar a sorprender a un cierto número de lectores y exige pues algunas palabras más de explicación.

El Judaísmo comprende, en el seno de la Torá recibida del Eterno por Moisés en el Monte Sinaí y transmitida de generación en generación, dos componentes, como por otra parte las Tablas de la Ley son también en número de dos: la Torá escrita (el Pentateuco) y la Torá oral (los comentarios rabínicos, hablando en propiedad la hermenéutica, que fueron más tarde puestos ellos mismos por escrito y que componen el Talmud, la Mishná y los Midrashim).

La Cábala es parte integrante de la Torá oral para constituir la revelación más interior (el esôterikós) dicho de otro modo la más metafísica y, en este sentido, reservada a aquellos que Moisés, y después de él sus sucesores, consideraran como más cualificados espiritualmente para ser admitidos a su estudio.

La Cábala fue objeto a su vez de tratados específicos: es así que el corpus principal de la Cábala está constituido por el Sepher ha Zohar (libro de los esplendores), el Sepher ha Bahir (libro de la luz) y por el Sepher Yetsirah (libro de la creación o de la formación).

Los rabinos Akiba Ben Yoseph (50-137 después de Cristo), su discípulo Shimon Bar Yohaï (finales del siglo I-siglo II después de Cristo), Isaac el Ciego (1160-1235), Abraham Ben Samuel Aboulafia (1240-1291), Moisés de León (1250-1305), Isaac Louria (1534-1572) cuentan entre las grandes figuras de la Cábala a lo largo de los siglos.

Se le puede añadir igualmente la vía de la Merkabah. Este nombre significa carro, e incluso carro de fuego como el de la asunción del profeta Elías, ya que se refiere al cuerpo de gloria o cuerpo de luz. Lo que nosotros, los cristianos, llamamos cuerpo de resurrección contemplando el fundamento de nuestra fe la resurrección de la carne en el Reino de los Cielos. Se designa esta vía, dentro del judaísmo, bajo el nombre de Ma’aseh Merkabah: la Obra del Carro.

Esta corriente de la Mística judía se enraíza en el primer capítulo del Libro de Ezequiel, la Mishna Haguiga I, 2. Los textos talmúdicos relatan que este capítulo había sido objeto de comentarios de los rabinos de la Antigüedad, en particular de rabi Yohanan Ben Zakkai, rabi Akiba Ben Yossef, rabi Eliezer Ben Hyrcanos; como por otra parte el primer capítulo del Génesis bajo la denominación de Ma’aseh Bereshit: la Obra del Comienzo.

A aquellos que siguen esta vía se les llama los yordei Merkabah (aquellos que descienden hacia la Merkabah). Ellos enseñan que su ascensión a los Cielos más elevados y la reedificación de este cuerpo de luz se realiza por medio de ejercicios espirituales, es decir, plegarias repetidas y ciertas sonoridades.

Los principales tratados de la Merkabah datan de los siglos V y VI. Llegaron a Europa provenientes de las escuelas de Babilonia, vía Italia y Alemania y fueron compilados en manuscritos de la baja Edad Media. La mayor parte de ellos llevan el nombre de Libro de los Hikaloth (plural de hikal, el Santo del Templo de Salomón), es decir Libro de los Palacios, porque describen los Palacios o Moradas divinas (los Cielos) así como las pruebas que la mística recorre en su encaminamiento espiritual.

Encontraremos en todo esto un parentesco certero en el seno de la Mística cristiana, en particular con santa Teresa de Jesús (santa Teresa de Ávila): El castillo interior o Libro de las Moradas, así como con la obra de san Juan de la Cruz, especialmente su Subida al Carmelo. Se podría también evocar junto a los anteriores a santa Hildegarda de Bingen y su tratado sobre las visiones directas de la Gloria de Dios: el Libro de las obras divinas.

En cuanto a las plegarias repetidas y las sonoridades evocadas, estas nos recuerdan, en el seno del Cristianismo, a la invocación del Nombre divino y a la plegaria del corazón, así como, mutatis mutandis, a los mantras de las tradiciones Hindú y Budista.

A todos los efectos y propósitos, recordaremos también que el Cristianismo (en el seno del Catolicismo y de la Ortodoxia, pero no del Protestantismo) profesa esta doble manifestación de la Palabra de Dios, como lo recuerda por otra parte Monseñor Athanasius Schneider, obispo auxiliar de la archidiócesis de Santa María de Astana en Kazaksthan en su texto, traducido por Jeanne Smith, sobre la crisis actual de la Iglesia: se trata de las Santas Escrituras (Antiguo y Nuevo Testamento) y de la Tradición sagrada (revelación continuada del Evangelio de Cristo a su Iglesia por el Espíritu Santo). Una y otra deben ser transmitidas e interpretadas sin alteraciones ni ambigüedades.

Volvamos ahora al corpus designado bajo el nombre de Cábala y a su “interés” para un encaminamiento cristiano.

Para el cristiano, al menos para aquel a quien su carisma propio lo impulsa a conocer los aspectos metafísicos (pero, que recordémoslo, no constituye una obligación en absoluto para alcanzar la santidad) nos estamos refiriendo a la Cábala estudiada y entendida a la luz de la Encarnación del Verbo divino, el Mesías prometido a Israel, para entendernos, tal cual es descubierta y puesta en práctica por aquellos a los que se ha llamado Cabalistas cristianos del Renacimiento, como es el caso de Giovanni Pico della Mirandola y Johannes Reuchlin 18.

Se trata pues de la Cábala judía pero contemplada, en pleno sentido del término, a la luz (que es una Persona: Jesús, el Verbo encarnado) de la revelación cristiana, en perfecta aplicación de estas palabras de Cristo:
            “No penséis que vine para abolir la Ley ni los Profetas; no vine para desatar, sino                  para cumplir. Pues en verdad os digo que mientras no se desvanezcan el cielo y la              tierra no se desvanecerán de cierto una jota ni un acento de la Ley hasta que todo                 se realice.”19

Es significativo recordar que Pico della Mirandola, en su Discurso sobre la dignidad del hombre (1486) declara:
                 “Haber encontrado en los libros de la Cábala menos de la religión de Moisés                           que de la cristiana”.

Volveremos sobre este punto unos párrafos más adelante.

De estas ramas mayores nacieron otras ramas como los Fieles de Amor en la época medieval y en el Renacimiento de las que el poeta Dante fue miembro.

Poco importa, en realidad, el velo de los nombres y las formas particulares. Estos caminos de interioridad en sus raíces inalteradas han vivido todos ellos a la luz del cristianismo y respetando cada una de las enseñanzas del Credo.

Si acaso ha sucedido, para desgracia de todos, que hombres oscurecidos o simplemente limitados en sus capacidades espirituales han venido a pervertir estos modos de realización espiritual, haciéndolos degenerar en pobres falsificaciones o desnaturalizándolos en groseras maquinarias anticlericales y anticristianas (principalmente anticatólicas) ello no hace más que confirmar que es preciso considerarlos en su estado auténtico, es decir, como apóstatas o desviados.

Repitámoslo pues para que quede bien entendido: no existe ningún “cristianismo iniciático” ni “cristianismo esotérico”, más o menos escondido, mientras sí que hay, como bien hemos indicado, una vía iniciática y, así pues, un esoterismo en el corazón mismo del encaminamiento cristiano o, más exactamente, que constituye la revelación cristiana en toda su plenitud, induciendo esta modalidad de realización espiritual y la interioridad contemplativa y orante que ella implica, debidamente ordenadas a una puesta en práctica, pedagógicamente estructurada, generalmente denominada bajo el nombre de instrucciones, ritos y rituales.

Mutatis mutandis, Ignacio de Loyola no ha hecho otra cosa al crear sus Ejercicios espirituales 20.

No es pues el sendero el que se ha convertido en “maligno” (en el sentido evangélico de una huella del Diablo) enmarañándose y donde se pierde entonces el viajero porque ya no distingue ni los contornos ni la dirección, sino aquellos que lo han dejado yermo o que han favorecido o generado su degradación a los que hay que culpar; son ellos los hijos de la perdición.

Y desgraciados ellos pues aquel que pierde a otro se pierde antes a sí mismo.


Notas:

14 Cf. las palabras de Cristo cuando la Cena (institución de la eucaristía) en el momento en que toma la copa: “Y tomando un cáliz y dando gracias, lo dio a ellos, y bebieron de él todos. Y les dijo: “Esto es mi sangre del Testamento derramada por muchos en remisión de los pecados”. (Mt XXVI, 27 y también:  Mc XIV, 23-24; Lc XXII, 20, 1 Cor XI, 25.
A este respecto, como escribe Mns Jacques Perrier, obispo emérito de Tarbes y Lourdes: «En diversas ocasiones, en las profecías de Jeremías y Ezequiel, esta alianza “nueva” es dicha también “eterna”. La palabra, retomada por la liturgia, no es empleada en ninguna de las narraciones de la Institución. Nos recuerda las palabras de Jesús: “Quien come mi carne y bebe mi sangre tendrá vida eterna”.»
15 Askêsis, ἄσκησις, en griego: ejercicio, entrenamiento.
16 Del griego Theos (Dios) y logos (palabra).
17 Del griego Theos (Dios) y ergon (trabajo). Literalmente, esta palabra significa pues lo que religa a y manifiesta una modalidad de la presencia divina.
18 En castellano, Juan Pico de la Mirandola (1463-1496) y Juan Reuchlin (1445-1522).
19 Mt V, 17-18.
20 “Exercitia spiritualia” (1548), Desclée de Brouwer Bellarmin – Collection Christus nº 61, 2004.



Acerca del Autor

Pascal Gambirasio d'Asseux

Pascal Gambirasio d'Asseux nació en París en 1951. Abogado, se ha dedicado también a la espiritualidad cristiana. Escritor, conferenciante (invitado de France Culture y de Radio Chrétienne Francophone), ha publicado varios libros -que ahora son referencias reconocidas- sobre la dimensión espiritual de la caballería y la heráldica o la ciencia del escudo de armas, sobre la naturaleza cristiana de la realeza francesa y del rey de Francia, así como sobre el camino cristiano de la iniciación como camino de interioridad y de encuentro con Dios: iniciático, de hecho, lejos de las interpretaciones desviadas que han distorsionado su significado desde al menos el siglo XIX, significa al mismo tiempo origen, inicio e interiorización del proceso espiritual para que, como enseña San Anastasio Sinaí, "Dios haga del hombre su hogar". De este modo, quiere contribuir al (re)descubrimiento de esta dimensión dentro del Misterio cristiano, olvidada o incluso rechazada por unos porque está desfigurada por otros.






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