Juan es el hijo de Zacarías, cuyo nombre significa ‘recuerdo’, y sobre todo ‘invocación’ de Yah (iod, he), uno de los Nombres divinos revelados en la Biblia.
Zacarías que solo recobrará el uso de la palabra, que así pues solo recuperará su palabra perdida (o su nombre, lo que es idéntico, sobre todo en la especie) conformándose a la Voluntad del Eterno, nombrará a su hijo Juan, Yahanan en hebreo, que se traduce por ‘Misericordia de Dios’, hanan teniendo la terminación a la vez el sentido de benevolencia, misericordia y alabanza. Según René Guénon, este último término, ascendente, se relaciona más bien con san Juan Evangelista.
Zacarías sorprende a sus congéneres con la elección de este nombre: “No hay nadie en tu parentela que lleve ese nombre” (Lc I, 60), lo que puede simbolizar que el parentesco de Israel, fruto de la Antigua Alianza, fundada en la Ley, pronto iba a transmutarse en filiación divina recobrada entre el hombre y su Creador, fruto del Primer Advenimiento del Hijo divino; Advenimiento a su vez fruto del Amor de las Tres Personas por toda la Creación.
De este modo, es con el sello de esta Buena Nueva con el que Juan será marcado en lo más íntimo de su ser, a través de su nombre que lo revela como el último de los Profetas de Israel y el primer santo de la Iglesia, como igualmente será su primer mártir (precediendo a Esteban).
La madre de Juan es Isabel, cuyo nombre, según ciertas tradiciones, significa siete veces Elías. Sabemos que la traducción habitual es ‘la casa de Elías’. Siete, número del cumplimiento y retorno al centro, al punto original, al corazón; siete, número del Sabbat que está dedicado a la reintegración de lo múltiple (la circunferencia del espacio-tiempo) al Uno original (el centro imponderable, sin mesura ni duración).
Hay aquí pues la indicación de que “los tiempos se han cumplido”, que el Advenimiento del Verbo debe sobrevenir, y haciendo esto, realizar la última emergencia de la Tradición Primordial en toda su amplitud.
Por otra parte, conviene señalar que el Ángel Gabriel, el mismo que anunciará a María el Misterio de la Encarnación, dice en particular a Zacarías, hablando de Juan y de Jesús:
“irá por delante en su presencia con el espíritu y el poder de Elías […] para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto”
(Lc I, 17).
Gabriel es el guardián del rio que fluye al este del Edén, luego el Ángel que contempla la Luz de Oriente. De alguna manera, es un arquetipo angélico del Bautista que, vuelto hacia Oriente, anuncia al mundo su Advenimiento (como el Arcángel Miguel sería el del Evangelista, sin duda alguna).
Elías tiene como sobrenombre el de Pasador, ya que detenta la llave de la revelación de los Misterios. Se ve también calificado como “el que verdece”. Igualmente, Juan figura este Pasador de almas entre la Antigua y la Nueva Alianza, puesto que en realidad se trata, no ya de una ruptura, sino más bien de un coronamiento, de una transfiguración: la Ley cuya interioridad es Amor (ahavah, Agape) es así como retornada y es su interioridad, el Amor, el Perdón divino, que se revela y envuelve la Ley; que la “justifica” e ilumina. Ilustración perfecta del paso de la columna del Rigor del árbol de los sefirots a la de la Gracia.
Por otra parte, san Juan está ligado a Elías por el color verde que “posee” igualmente, de manera velada, desde luego, pero certera.
En efecto, las Escrituras enseñan en primer lugar, y ello no es por casualidad o de manera anecdótica, que Juan, en el desierto, se vestía con piel de camello (Mc I, 6).
Camello en hebreo, se dice guimel (guimel, mem, lamed) que es por otra parte la tercera letra del alfabeto hebreo, y este animal es símbolo también de aquel que sabe y puede atravesar sin temor el desierto, porque guarda consigo una reserva de agua (fisiológicamente, se trata de reserva de grasa que se transforma en agua, cuando su organismo tiene necesidad).
Ahora bien, Juan, el Bautista más precisamente, que viaja y predica en el desierto, imagen del mundo caído, árido y hostil y del corazón seco y petrificado del hombre desviado, Juan, conserva sin embargo el viático de la Resurrección, el agua viva de la gracia bautismal que regenera a la humanidad sufriente, transmutando el desierto en el verde jardín de los Orígenes.
El Evangelio indica más detalladamente que Juan llevaba esta piel de camello alrededor de su cintura (Mt III, 4).
Es bajo esta forma que la iconografía y la estatutaria tradicionales lo ha representado a menudo con esta vestimenta, de suerte que aparece como el consorte y la prefiguración de la pieza de tela que sirvió para ocultar la desnudez de Jesús en la Cruz, el Perizonium…
Es bajo esta forma que la iconografía y la estatutaria tradicionales lo ha representado a menudo con esta vestimenta, de suerte que aparece como el consorte y la prefiguración de la pieza de tela que sirvió para ocultar la desnudez de Jesús en la Cruz, el Perizonium…
Los riñones, tendremos la ocasión de volver sobre ello, son la sede de la potencia de generación, tanto carnal como espiritual, y ¿qué hizo Juan el Bautista, sino generar en espíritu a todos los nuevos bautizados, haciéndolos renacer de las Aguas primordiales a través de las del Jordán?
La iconografía, por su parte, y el arte de los vitrales al igual que el de los escultores de la Edad Media han representado a menudo la Santa Cruz de color verde, simbolizando entonces la Potencia vivificante de este nuevo Árbol de Vida, como lo ha calificado tantas veces la tradición cristiana.
La zona de los riñones, anatómica y simbólicamente, engloba el ombligo y “signo” del retorno al centro, el omphalos, el Pardes de la Tradición Primordial y así pues cristiana; el retorno al centro del Cosmos y del ser es una sola y misma cosa. Es entonces “la edad de oro” o estado bienaventurado de la infancia:
“En verdad os digo que el que no reciba el reino de Dios como un niño, de cierto no entrará en él…” (Lc XVII, 17; Mc X, 15).
Es justamente en esta parte de las caderas (las caderas están comprendidas en esta región corporal y sutil de los riñones) que el Ángel tocó y marcó a Jacob, transfigurándolo inmediatamente en Israel, que significa ‘elegido de Dios’.
Las caderas, recordémoslo están en relación con el signo astrológico de Libra, signo de aire y se encuentran así pues ligadas, de alguna manera, con el Espíritu santo o Soplo divino, portador por su parte del Verbo, como el aire vehicula y soporta el sonido, la palabra.
Existe por otra parte, en planos diferentes pero estrechamente imbricados, un lazo particular entre el Espíritu Santo Paráclito, la Virgen María y san Juan Bautista, en el que cada uno, según su orden, es un “Portavoz” y un “porta-Luz”: un Cristóforos…
Además, esta piel de camello (luego, esta agua secreta pero viva) ciñendo los riñones del Bautista, es la imagen en cada uno de los hombres de la persistencia, a pesar de la Caída, de la luz divina, de esa parte emanada incorruptible: Luz, núcleo de Inmortalidad, portadora de esta agua de Resurrección y de Vida Eterna, llevando precisamente a aquellos que son capaces de desellarla a la fuente (en todos los sentidos del término) a la tierra de los Vivientes, que muy a menudo es figurada bajo la apariencia de una isla verde.
Por último, guimel, como ya hemos dicho, es en primer lugar la tercera letra del alfabeto hebreo y puede ser puesta en relación con el Tercer Día del Génesis, situado a su vez bajo el signo del reverdecimiento y la fertilidad de los suelos, al igual que con el Tercer Día tras la muerte de Cristo, el Día de su Resurrección y de su aparición a María Magdalena, que de entrada no lo reconoce y toma por el jardinero (Jn XX, 15). Pero ¿se equivoca ella finalmente? Cristo abre el nuevo Edén, estos “verdes pastos” de los que habla (Jn X, 9).
Tradicionalmente, las cinco llagas de Cristo son representadas a menudo por cinco rosas y estas son realmente las primeras flores del jardín del Edén, estado primordial restaurado por la Cruz.
El Evangelio menciona igualmente el alimento de Juan: langostas y miel salvaje (Mc I, 6).
Las langostas constituyeron una de las siete plagas de Egipto que fue, para Israel, la tierra del exilio y esclavitud. Por otra parte, según el Apocalipsis (la visión de las siete trompetas sobre la que nos detendremos más largamente un poco más adelante), las langostas surgieron de pozos del abismo al son de la quinta trompeta, conducidas por el Ángel del abismo en persona: Abbadôn en hebreo, Appolyôn en griego[1], lo que significa Destrucción, Destructor.
Sin embargo, les fue imposible atormentar los prados, toda verdura y a los árboles, así como a los hombres que llevaban en la frente el sello de Dios.
San Juan, que representa el guardián y el dispensador del agua vivificante y así pues de toda virilidad, alimentándose de estos insectos, testimonia de este modo el poder y la victoria sobre las fuerzas de abajo, representando “aquel que viene en nombre del Señor”. Aquí, una vez más, prefigura y refleja los milagros de Cristo liberando a la humanidad achacosa y enferma de estos tormentos, y de la muerte misma.
La miel es el trabajo propiamente alquímico de las abejas, y estas a su vez son una de las representaciones de Cristo al cual evocan con su miel (suave y delicada es la palabra de Dios) y su dardo (la espada acerada saliendo de la boca del Verbo: Apocalipsis I, 16).
Las abejas son también un símbolo de la Resurrección por los tres meses que en invierno no salen de sus ruscos y que se relacionan entonces con el tiempo en que Jesús permaneció en la tumba antes de resucitar al tercer día.
Para san Bernardo, representan al Espíritu santo. La miel, por su parte, según Dionisio el Areopagita, figura las enseñanzas divinas, cuyo papel esencial es purificar y conservar.
Observemos igualmente que, si bien las langostas son los insectos destructores de los cultivos del hombre, las abejas, por el contrario, son insectos operativos y constructores, cooperando con el hombre, que se alimenta de su trabajo (la miel).
Así san Juan, alimentándose de la miel salvaje es una imagen de la manducación de la Palabra divina y de la incorporación al corazón del ser de esta palabra de Vida. El profeta, penetrado así por el Espíritu santo, vivificado por el Verbo mismo -acordémonos de lo que decía san Pablo: “y vivo, pero ya no yo, sino que vive Cristo en mí” (Gál II, 20)- puede efectivamente llevar la Palabra y el Amor al Mundo.
Este alimento aparece como la invocación perpetua del Nombre de Jesús que conoce, de manera particular el Hesicasmo bajo la denominación de “plegaria del corazón” la cual, bajo un cierto aspecto, se aparenta, mutatis mutandis, a una Eucaristía permanente, la alimentación celeste del hombre, así como a la contemplación del Emmanuel.
En resumen, es preciso recordar que las palabras de Cristo ofrecidas, bajo la forma de un pequeño libro a Juan el Evangelista (Apocalipsis X, 8-11) tienen también el dulzor de la miel (incluso si estas colman después las entrañas de la amargura, ya que se trata aquí de otra perspectiva).
Por vía de Isabel, prima de María y descendiente de la misma tribu real de Judá, Juan es el pariente más cercano de Cristo en su humanidad, excepto y por supuesto, por vía de su santa Madre (de hecho más, ya que José, solamente es padre “jurídico” de Cristo).
Juan es pues el más próximo, por excelencia, de Jesús, y por las mujeres; es decir la Carne, portador del Espíritu santo. Aparece así como el perfecto reflejo de Cristo, al igual que la luna es reflejo del sol.
Por otra parte, fue decapitado por orden de otra mujer, Salomé, encarnando en ese caso la Carne desviada, sometida al Príncipe de este Mundo. Observemos así mismo que Juan anuncia el Verbo o “Cabeza de Ángulo” de acuerdo a uno de los calificativos que le otorga la Tradición, dicha también piedra angular (Rosch ha Pinnah) y que sufrió la degollación, la decapitación en torno a los 33 años: la Anunciación (Lc I, 36) nos permite saber que tiene seis meses más que Jesús.
Ahora bien, rosch significa literalmente ‘cabeza’, mientras que pinnah, en sentido figurado, designa un ‘jefe’ (y de todos es sabido que en francés -lengua de los pájaros- este término connota: una autoridad, el primer lugar y la cabeza entendiéndolo anatómicamente).
San Juan nace en el solsticio de verano, puesto que Cristo -seis meses menor-, nace, de acuerdo a la Tradición, en el solsticio de invierno. Por ello mismo, Juan anuncia ya la Luz divina y transfiguradora, el Sol Justitiae. Pero no es la Luz y su nacimiento que se produce cuando el sol está en su zenit, que es “Mediodía pleno”, fundamentalmente no es más que el testimonio de la Verdadera Luz, que se encarnará seis meses más tarde, en el corazón del solsticio de invierno, en “medianoche plena”, simbolizando así que el Verbo desciende en la oscuridad y en el secreto del corazón del hombre.
Nace seis meses antes que Cristo, Juan camina pues antes que él, como lo anuncia el Arcángel Gabriel, simbólicamente durante la mitad de un ciclo anual, ilustración “física” de esta realidad de orden espiritual, que Juan profetiza: “Él tiene que crecer, yo tengo que menguar” (Jn III, 30) mientras que Jesús afirma: “no hay siervo mayor que su señor” (Jn XV, 20).
Juan es la voz, Jesús el Verbo. Por otra parte, el solsticio de verano comienza en la fase descendiente del año y se encuentra en relación con el signo de cáncer, signo justamente de agua, correspondiendo a la “Puerta de los hombres”, vinculada a los Pequeños Misterios cuyo objetivo es la restauración del estado primordial, esta edad de oro del verde jardín del Edén, y “pedestal” de la “Puerta de los Dioses”, vinculada a los Grandes Misterios.
No obstante, el nacimiento del Bautista, eminentemente solar, hace de él este “portador de la Luz” que ya hemos evocado, ese Cristóforos ya que proclama el Advenimiento de aquel que es “la luz verdadera que alumbra a todo hombre” (Jn, Prólogo I, 9) y que las tinieblas no supieron comprender, en el doble sentido de “conocer” y “entender”.
Juan es de este modo el inmediato reflejo de Cristo, pero para ser tal, para poder acoger y reenviar la divina Luz al mundo en su estado puro, es preciso haber rechazado todas las riquezas (ilusorias por naturaleza, perversas muy a menudo, y efímeras, siempre) del ego humano, lo que es designado, en ciertas vías iniciáticas, bajo el nombre de “metales”; lo que explica la casi desnudez de Juan, que se encontraba “ni desnudo, ni vestido”.
Bajo este aspecto, Juan el Bautista se aparenta a la Virgen María, en su transparencia de humanidad primordial, en su humildad fecunda (es conocido que la humildad se relaciona con el humus, el mantillo de tierra portador de la germinación, lo que nos recuerda el aspecto verdoso del Bautista, nuevo Elías y de María en tanto que Edén reencontrado).
María es calificada por su parte como speculum Justitiae, ‘espejo de la Justicia’, en relación al Verbo del que acabamos de recordar que es el Sol Justitiae, el ‘sol de Justicia’. Juan es también un espejo, speculum, en tanto que reflejo del Verbo, del Sol de Justicia.
Como la Virgen, Juan acoge y porta, en su seno, la Palabra de Dios y la lleva a los otros hombres, anunciando su venida. Al hacer esto, revela de igual modo un método de realización espiritual: “yo soy la voz del que grita en el desierto: enderezad el camino del Señor” (Jn I, 23).
Esta exhortación constituye una clara guía en la ascesis de cada alma cristiana, indicándole cómo cooperar activamente en la preparación de la venida, a la misma, de Emmanuel.
Juan se tiene en el desierto, que es por definición, en su mayor parte un lugar llano, en el que todo se encuentra a plomo del sol. También, está dedicado a la horizontal, al nivel del masón, a la superficie de las aguas: Cristo ha caminado precisamente sobre la superficie de las aguas.
En virtud de esta horizontalidad, que por otra parte invoca en sus palabras, por el bautismo de agua que confiere, Juan, con independencia de su nacimiento solsticial, está ligado pues a la esfera de la luna, pero esto es lógico puesto que ella refleja la luz del sol.
Ahora bien, según la Tradición, esta esfera o plano lunar, tiene por misión, como una verdadera arca, la conservación en modo sutil de las cosas creadas. Pero esta esfera preside igualmente los nacimientos y Juan, al igual que María “que iba guardando todo, ponderando aquellas palabras, en su corazón” (Lc II, 19), y en tanto que último profeta de Israel, conserva las palabras de la Ley (Torá), como dice Cristo:
“No penséis que vine para abolir la Ley ni los Profetas; no vine para desatar, sino para cumplir. Pues en verdad os digo que mientras no se desvanezca el cielo y la tierra no se desvanecerá de cierto una sola iod, ni un acento de la Ley hasta que todo se realice” (Mt V, 17-18).
Juan, por otra parte, preside también los (re)nacimientos espirituales en tanto que Bautista. Y es así mismo en el seno de esas aguas del Jordán, de ese plano horizontal, que designará al Mesías, ante todos aquellos que lo rodeaban. Lo señala pues públicamente, lo desvela, se podría llegar a decir:
“he aquí el Cordero de Dios, el que quita el pecado del mundo” (Jn I, 29). Dice también: “yo bautizo con agua […] aquel sobre quien viereis que desciende y se posa el Espíritu, ése es el que bautiza con el Espíritu Santo” (Jn I, 26-33).
Efectivamente, las aguas por sí solas no son suficientes. Para que la germinación espiritual pueda cumplirse plenamente, es preciso la acción del sol, del fuego, de la sangre y es lo que Cristo aporta por su lado derecho y su corazón traspasado, fuente de gracias.
Únicamente el Sagrado Corazón cumple la Gran Obra cósmica y metafísica de la Redención
Así mismo, san Juan se dirige al entendimiento de los hombres, en el doble sentido de la palabra, permitiéndoles reconocer al Verbo encarnado, la Verdadera Luz. Este Advenimiento del Redentor se cumple en el plano cósmico, pero igualmente en el plano individual en el proceso de realización espiritual.
En esta perspectiva, el desierto en el que Juan lleva la palabra, simboliza y constituye su sentido superior, el centro del ser, el corazón pacificado y depurado “en el que todo está bien y en orden”, por retomar los términos de un ritual iniciático. Es imagen, no ya de la ausencia y aridez, sino del despojamiento voluntario de todo lo que no es Dios y de Dios en sí, el lugar de abandono de la carne muerta, el lugar de silencio que únicamente permite el resonar del Verbo; de la soledad que, únicamente, permite el reencuentro con el Señor.
Ya que la Palabra divina nace en el silencio del corazón, como nació de María en la oscuridad de la noche de la Natividad después de haber sido concebida primero en la noche, el silencio y la soledad de la Anunciación.
De este modo, el desierto joánico figura el trabajo operatorio del hombre de Buena Voluntad, es decir precisamente, del hombre de voluntad recta, en la que todas las orientaciones, todos los senderos son rectificados con la potencia de la Escuadra del Espíritu santo y preparando la venida del Señor.
Entonces, por la virtud del arrepentimiento (el agua de las lágrimas de la Penitencia y del retorno -teschouvah- pero también de la alegría espiritual), del Bautismo (paso regenerador por las aguas lustrales) y del perdón divino (rosado y celeste, dicho también de agua y sangre brotando del Cordero divino), este corazón humano, ese desierto reflorecido en Edén recobrado, retomará su estado virginal original.
Por último, el nombre mismo de Juan, es fuente (es el momento de decirlo) de revelación. En efecto, Yahanan se escribe: iod, he vav, heth, nun, nun. Otro de los Nombres divinos, Yah (iod, he), que Juan “posee” en común con su padre Zacarías, su nombre comienza por las tres primeras letras del Nombre Tetragrama (iod, he, vav, he), dando lugar aquí el segundo he a la letra heth, de valor 8.
Esta letra es el jeroglífico de la barrera, del obstáculo y se relaciona, en este sentido, con el guardián de la puerta, fundamental en toda vía espiritual, y a fortiori iniciática. Juan es justamente el guardián de aquel que dice de sí mismo: “Yo soy la puerta; si alguno entra a través de mí será salvo” (Jn X, 9) puesto que abre el ciclo de su manifestación al mundo.
Esta letra y este número, expresan por otra parte, la idea de realización acabada, de armonía. En este sentido, es preciso observar que la palabra escrita aleph, heth, designa al hermano, al próximo. Hemos visto hace poco que, según la carne, Juan es el más próximo pariente de Cristo, en propiedad su primo y así pues, y de acuerdo a la costumbre oriental que no posee este término para designar este vínculo de parentesco, un “hermano” de Jesús.
El número 8, volveremos más adelante a hablar sobre el mismo, revela la culminación del octavo Día y es el número atribuido a Cristo, en tanto que Nuevo Adán, el Viviente, Hijo de Dios Vivo, resucitando al hombre del pecado a la Vida. No olvidemos, que en su forma primera, el baptisterio era de forma octogonal, representando por excelencia el octógono el paso del plano terrestre al plano celeste y a la Ciudad santa del Cordero.
El bautista se convierte de este modo en este Pasador de la Tierra al Cielo, por el segundo nacimiento que confiere; de la misma manera, pero en un plano más preminente todavía que el paso de las aguas del Mar Rojo, el paso a través de las aguas del Bautismo libera al hombre de su tierra de esclavitud y lo lleva a la Tierra prometida, que aquí es el Corpus Mysticum de Cristo, la Iglesia, Nueva Israel…
Por otro lado, el valor gemátrico de Yahanan se aparece como de 129, si se le conserva a la nun final su valor habitual de 50 (10 + 5 + 6 + 8 + 50 + 50), o sea un valor radical (1 + 2 + 9 = 12 = 1 + 2) de 3, que remite a la divina Trinidad. Y ciertamente, Juan anuncia al Hijo enviado por el Padre y manifestado por el Espíritu Santo en María.
Por otra parte, la voz del Padre resuena en el Cielo “éste es mi Hijo, el amado, en quien tuve mi complacencia” mientras que el Espíritu Santo Paráclito desciende y permanece sobre Jesús bajo el aspecto de una paloma en el instante preciso en que Juan lo bautiza en las aguas del Jordán (Mt III, 16-17; Mc I, 10-11; Lc III, 22), manifestaciones que vienen a sellar y desvelar la indisoluble unidad de Naturaleza de las tres Personas y la Triple Potencia que ordena y gobierna todo el universo.
Si, por otra parte, es dado a la nun final el valor 700 que puede tradicionalmente tomar, el valor de Yahanan es entonces de 779, o sea 5 (7 + 7 + 9 = 23 = 2 + 3), número-imagen del hombre primero, en su cuerpo de Gloria, portador de la Luz del Verbo y semejante así a una estrella llameante. Es por otro lado este mismo símbolo que figura al iniciado perfecto, al santo también, habitado por la divina Luz, aquel que definitivamente “ha revestido a Cristo”, como proclama la liturgia ortodoxa.
Esto no nos debe sorprender ya que Juan profetiza el Advenimiento del Mesías, el Salvador, Ieschouah, que libera del pecado y en el qué y por el qué la humanidad recobra su divina filiación, y cuando los tiempos sean llegados, su cuerpo de Resurrección.
Es igualmente notable que este nombre, Yahanan, comienza por la letra correspondiente a la plenitud del Principio, la iod, de valor 10, revelando los 10 Sefirots de la Creación (en todos sus planos o mundos) y que se termina con la letra nun, de valor 50, vinculada al sefirot Binah (la Inteligencia), al Espíritu Santo Paráclito en términos cristianos y a su “descenso pentecóstico”; Espíritu santo que justamente, como lo afirma el Credo ha “hablado por boca de sus profetas”.
Para concluir, tampoco resulta inútil recordar que algunos asocian el gallo a Juan el Bautista (siendo asociada el águila a Juan el Evangelista). Estos consideran que el gallo anuncia al alba, la salida del sol, el gallo ilustra la función profética del Bautista, el cual, en efecto, tiene a cargo despertar las almas adormecidas de los hombres de la Caída, que han olvidado su deber ontológico: ser y permanecer vigilantes, compañeros y hermanos de las cinco vírgenes sabias cuyo aceite de las lámparas (el deseo espiritual) no falte ni las lámparas se apaguen -imagen de los cinco sentidos entonces pacificados, “abiertos” y orientados a la venida del Señor: “Yo duermo, pero mi corazón vela por la voz de mi amado que toca a la puerta” (Cantar de los Cantares, V, 2). Volveremos sobre este punto.
En efecto, si el águila planea en torno al sol y puede soportar los rayos de su mirada, lo contempla pues en su zenit, “en majestad”, en “mediodía pleno”, proclamando, como hace de alguna manera la liturgia ortodoxa: “¡el Señor reina, vestido de majestad! El Señor ha revestido el poder; lo ha trabado (coagula) en su cintura (generación)”, el gallo, le profetiza la salida de ese Sol invictus, ineluctablemente victorioso de todas las tinieblas.
Pascal Gambirasio d’Asseux
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« Réalisation initiatique et Mystère chrétien »
Éditions Télètes (Paris), 2012
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