Eduardo R. Callaey
Ramón Martí Blanco
CONVERSACIONES
EN EL CLAUSTRO
sobre el Régimen Escocés Rectificado
y la masonería cristiana
SERIE ROJA
[AUTORES CONTEMPORÁNEOS]
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SERIE ROJA (Autores contemporáneos)
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© 2016 Eduardo R. Callaey y Ramón Martí Blanco
© 2016 EntreAcacias, S.L. (de la edición)
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1a edición: febrero, 2016
ISBN (edición impresa): 978-84-945046-4-8
ISBN (edición digital): 978-84-945046-5-5
Depósito Legal: AS 00338-2016
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Prólogo I
Este pequeño libro tiene una larga historia. Podríamos comenzar diciendo que no fue concebido como tal. La idea original fue la de reproducir algunas reflexiones sobre la masonería cristiana, surgidas en largas conversaciones mantenidas con Ramón Martí Blanco —por entonces Gran Maestro y Gran Prior del Gran Priorato de Hispania— en los viajes que hice a Barcelona con motivo de la implantación del Régimen Escocés Rectiicado en América Latina.
Estos encuentros eran tan ricos en sus contenidos que, llegado el momento, decidimos reproducir los
temas abordados en la modalidad de una suerte de interrogatorio en el que un maestro novel e inquieto interpela a un viejo maestro en el ámbito reservado de un claustro. Así fue que nacieron las Conversaciones en el Claustro que hoy recopilamos para su publicación.
¿Por qué un claustro? Las respuestas son varias y explican la razón de ser de estas conversaciones.
La primera de ellas es tal vez la más obvia: muchas de estas charlas y reflexiones tuvieron lugar, literalmente, en monasterios: Sant Pau del Camp, Monserrat, Ripoll. Cada visita a Catalunya era una excusa para poder visitar junto con Ramón —y a veces con la compañía de Ferrán Juste Delgado, a la sazón Gran Canciller de la Orden— estos santuarios. Solíamos sentarnos en sus antiguos claustros e imaginar los diálogos y las contemplaciones mantenidas allí por los monjes benedictinos.
El la masonería del Rito Escocés Rectificado hay mucho de esa atmósfera benedictina; pero también hay mucho del espíritu de la antigua caballería. En cualquier caso, el diálogo bien podía ser el de un inquieto Escudero con un avezado Caballero que transmite su experiencia e invita a la meditación sobre diferentes temas relativos a la Orden; o el de un aprendiz de constructor que pide consejo al maestro de la obra.
El Rito Escocés Rectificado, que nunca ha renegado de los orígenes cristianos de la francmasonería sino que los reivindica y los sostiene, se considera heredero espiritual de aquellos maestros constructores que erigieron las antiguas abadías, monasterios y catedrales, que antes de ser laicos no eran sino monjes. Era casi inevitable que en aquella atmósfera de los claustros imagináramos a los maestros de obra transmitiendo a sus discípulos los secretos del arte de la piedra.
También creímos que estos diálogos, estas interrogaciones surgidas en la intimidad del monasterio, debían llenar un espacio que la masonería moderna parece estar abandonando: la formación espiritual de sus miembros. Llevar al lector a descubrir la verdadera naturaleza del lenguaje iniciático que no es otra cosa que la articulación del propio espíritu con el tiempo que nos toca vivir.
Estos encuentros, que nunca fueron deliberados, ni mucho menos programados, dieron lugar al análisis de una multiplicidad de problemáticas que el masón —principalmente el masón cristiano— no puede soslayar y con las que se debe involucrar. No se trataba exclusivamente de asuntos relativos a la historia y la tradición. Nos movía, por el contrario, un espíritu crítico respecto de cuál es el rol que debíamos asumir frente a los desafíos que jaquean la cultura de la que formamos parte. Nos preocupaba —y nos preocupa— el destino de Europa y de la civilización que emanó del conjunto de naciones que forjaron aquello que Raimón Panikkar define como «el espacio cultural cristiano». Nos conmovía el sentirnos parte de una epopeya que rescata el sentido heroico de la vida y rechaza el concepto de inmediatez como único proyecto posible. Sentíamos que el solo hecho de recorrer miles
de kilómetros con el fin último de ese diálogo entre Hermanos no hacía otra cosa que revivir la aventura y la osadía de aquellos otros Padres Fundadores que atravesaban Europa, de Convento en Convento —Galias, Kolo, Wilhemsbad— con el solo fin de encontrar el sentido verdadero de la francmasonería.
Pero también fueron la excusa para que pudiéramos abordar cuestiones propias de la doctrina que da vida y sustento al Régimen Escocés Rectificado, que a diferencia de otras masonerías propone la existencia de un Dios y una Revelación sobre la que descansa toda su estructura.
Esta característica, que puede resultar compleja para quien entiende a la francmasonería como un espacio exclusivo de los librepensadores, es más fácil de comprender en el decurso de estas conversaciones en las que queda claro que el maestro instruye, guía y enseña. De este verbo «doceo», que significa enseñar, proviene justamente la palabra «doctrina».
La iniciación, tal como la comprende la Masonería Rectificada, es un proceso que debiera llevar a la restauración espiritual del hombre, a la reparación de la Caída de la que ha sido objeto, en síntesis, a su redención. Pero para que ello tenga lugar debe crearse un espacio delicado y sutil en el que el alma sea capaz de abrirse al mensaje de los símbolos, pero principalmente del Evangelio en el que confiamos como Luz Redentora.
A medida que este diálogo avanzaba, del mismo modo se iba fortaleciendo, año tras año, la expansión del RER en América Latina y aumentaba la responsabilidad de dotar a nuestros Hermanos de respuestas claras frente al dilema existencial que se encuentra en el fondo del secreto masónico. ¿Cómo realizar un verdadero trabajo iniciático en un mundo que nos conduce deliberadamente a las ciénagas de la anomia? ¿Cómo sostener el edificio espiritual que representa la alegoría del Templo de Salomón dentro de una realidad cuyo mayor mérito pareciera ser la mutación permanente?
No íbamos a los claustros en la búsqueda nostálgica de un pasado que se escurre en las arterias agitadas de la gran urbe. Intentábamos, en todo caso, ir al encuentro del destino, a contramano de las corrientes seculares que padecen de la necesidad de enterrar todo lo bueno que ha dado a luz el cristianismo. Al igual que aquellos monjes que construían la estabilidad en medio de un mundo medieval violento, nuestra intención era la de encontrar los cimientos que nos permitiese permanecer firmes en la tormenta.
Esa atmósfera se encuentra aún en el claustro, que es el corazón vivo del monasterio, el pulmón de la vida espiritual de los monjes. Pero, ¿acaso tenemos algo de monjes los masones? Los autores de estas páginas creemos que sí; que hay un deseo profundo en el alma de muchos masones que los conduce hacia ese santuario que existe en lo profundo del corazón.
También creemos que ese descubrimiento de la dimensión iniciática se materializa, se manifiesta —si se nos permite usar esa alegoría—
cuando nos encontramos concordes, es decir, con el corazón dispuesto a escuchar. Y para escuchar hace falta silencio; no un debate especulativo en el que competimos por la erudición de nuestras planchas, sino un telón de fondo en el que el silencio precede a la palabra, una silenciosa paz que predispone al alma en su viaje por la experiencia humana.
Tampoco se nos escapaba el hecho de que, en las contadas ocasiones en que no morían en combate, el
monasterio era el destino natural de los viejos caballeros que, en definitiva, eso es lo que somos. Nacidos en el seno de una de las
Órdenes de Caballería heredera de las más antiguas de Occidente, no éramos otra cosa que veteranos caballeros de mil batallas contra nosotros mismos; de hombres con responsabilidades ante nuestros Hermanos, puestos por el destino a conducir a un grupo de intrépidos
masones dispuestos a reconstruir la columna truncada representada en la Divisa del Primer Grado. De algún modo añorábamos, bajo esos arcos románicos, el día en que una nueva generación nos liberara de la carga y tomase las riendas atadas a nuestras manos. Pues en definitiva, eso es lo que quedará de nosotros: el testimonio de haber intentado, hasta el último minuto, ser fieles al solemne juramento de la Caballería.
Durante al menos los últimos tres siglos la francmasonería ha sido un factor determinante en la formación de infinidad de líderes en todos los campos, pero principalmente ha sido una herramienta con la que muchos hombres han completado su condición de seres humanos. Su característica más sobresaliente ha sido la de continuar un proceso de
construcción espiritual más allá de la piedra, extendiéndola a las entrañas de la modernidad, no para adaptarse a ella sino para que las nuevas generaciones no olviden el sentido espiritual de desbastar la Piedra Bruta. ¿Cómo podríamos hacerlo sin abrir la puerta de nuestras propias tribulaciones y compartir con los Hermanos más nóveles aquello que, a su vez, hemos recibido a lo largo del camino andado?
Nuestras conversaciones en el claustro son un intento de adentrarnos en muchos de los temas que hace tiempo parecen abandonados en el seno de las logias. Tal vez en la exposición de esa intimidad descanse el único valor real de su contenido Finalmente, estas conversaciones en el claustro reflejan la preocupación de dos masones que miden la realidad que les toca vivir, pero lo hacen desde una perspectiva propia. Y al hacerlo se rebelan a la corriente posmoderna que amenaza con llevarse cada una de esas piedras con las que fueron construidos esos monasterios milenarios que aún resisten firmes pese a todo.
En todo caso, es también el testimonio del afecto y la fraternidad que muchos masones reconocerán inmediatamente en la complicidad de dos Hermanos que interpelan el sentido de la francmasonería. Nada menos.
EDUARDO R. CALLAEY
Acerca del autor
Advertencia al lector:
Las negrillas utilizadas fueron añadidas por el editor del blog, a fin de hacer énfasis en palabras claves propias de la Masonería Cristiana.
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