lunes, 5 de julio de 2021

CAMINOS DEL CRISTIANISMO El Místico y el Iniciado / Pascal Gambirasio d’Asseux

 

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Una realización espiritual bajo dos modalidades, no según dos naturalezas

 

Es imperioso cercar adecuadamente este punto ya que no sabríamos cómo ser lo bastante precisos e intransigentes sobre esta realidad que constituye la clave que permite captar lo que es, y por el contrario lo que no es, la vía iniciática en el Misterio cristiano.

Antes que nada, es necesario explicitar primero lo que significa el término de esoterismo aplicado en seno del Cristianismo: como ya hemos dicho, una modalidad de entendimiento y desarrollo de la interiorización de la Palabra del Señor para ciertos conocimientos metafísicos enseñados y puestos en acción en una pedagogía aplicada.

Pero, de ninguna de las maneras, una temática distinta, ni a fortiori opuesta, a las verdades de la fe expresadas por el Credo.

Es por lo que, a este respecto, hemos precisado al comienzo de este texto que no hay una diferencia radical entre la vía iniciática y la vía mística sino solamente una distinción de modus operandi: en general, la vía mística estando menos normalizada y balizada (por usar términos familiares) que la vía iniciática, lo que conviene matizar por la existencia de diversos tratados y libros escritos por grandes místicos (principalmente monjes y monjas pero no únicamente) del Occidente y del Oriente cristianos.

Esta es, por otra parte, la razón por la que estimamos justo afirmar que en el seno de la revelación cristiana se trata de una sola y misma vía en la que uno de los aspectos o modos (la vía calificada de mística) es la de comenzar en aquellos que la viven por los efectos de la gracia santificante, cuyo crecimiento en el ser, son justamente el objeto de las obras de los místicos anteriormente citados.

Mientras que el otro aspecto (la vía calificada de iniciática) se caracteriza en primer lugar por un aprendizaje de conocimientos de orden metafísico y, así pues, teológicos en una progresión mental y simbólica (en el sentido pleno del término y no en el sentido moderno de virtual, luego de no efectivo) que debe ayudar y conducir a la realización de lo que se acostumbra a llamar hoy el despertar espiritual y, en consecuencia, a la recepción y fortificación de las gracias santificantes citadas anteriormente.

Pero este modo iniciático, no temámoslo de repetirlo ya que se trata del corazón de la revelación cristiana, sólo puede seguirse “cristianamente” que a la luz del carácter y gracias de los sacramentos; de inscribirse en ellos subordinadamente.

Señalémoslo de nuevo, en el cristianismo, entre lo que es llamado exoterismo y esoterismo, no existe una diferencia de naturaleza, una distinción radical, sino únicamente la toma en cuenta de la diferencia de grados en el deseo espiritual de los bautizados y la entrada en corolario en el seno de los Misterios de Cristo y del Reino de los Cielos.

En el seno de este esoterismo o interioridad, no existe pues una diferencia de naturaleza sino simplemente de modalidades, según se viva en la vía mística o iniciática, según la tipología, forzosamente reductora, luego inadaptada en el seno del cristianismo, con la cual se lo continúa calificándolo.

Finalmente, en lo que concierne a la santidad, estos dos modos o vías de interioridad conducen ambos a este estado para el que no existe tampoco diferencia de naturaleza sino, aquí también, únicamente de grados.

Respecto a esta realidad, única en relación a las otras tradiciones espirituales de la humanidad, ¿cómo creer y sostener que el Cristianismo “tan solo es una” espiritualidad más entre otras; aserción que obedece al esquema común que define y estructura a estas últimas -como sostiene en particular René Guénon42-, y puede pues someterse al principio de relatividad predicado hoy con vehemencia por algunos? Tendremos la ocasión de volver a hablar sobre ello más adelante.

Guénon afirma, por añadidura, que el Cristianismo era una vía iniciática en su origen, pero que se ha “exoterizado” algunos siglos más tarde, sin dar mayores explicaciones sobre las modalidades de esta exoterización (cf nota 121).

Como venimos de constatar, por bien que este análisis sea erróneo tanto en el fondo como en su formulación (sin contar que Guénon no explica si esta iniciación surge, a su juicio, del Judaísmo o de otra tradición), no está totalmente exento de verdad bajo un cierto ángulo, ya que, si el Cristianismo no es una vía iniciática en el sentido separador en que lo entiende Guénon según el esquema que él plantea, no es menos cierto, como acabamos de indicar, que la plenitud de su naturaleza, en que cada uno es llamado a alcanzarla si tiene verdadero deseo y la cualificación espiritual requerida, se revela esôterikós: dicho de otro modo, revelación del íntimo de Dios al íntimo del hombre.

Es preciso entender bien este término y así pues, la naturaleza única de la Buena Nueva: en este caso, traduce la última revelación de lo más íntimo de él mismo que Dios puede ofrecer al hombre por la Encarnación y la Pasión del Verbo, Segunda Persona de la Santísima Trinidad, fundamento de la nueva y Eterna Alianza que sella la unión con él de esta vida terrestre por los sacramentos, en primera línea de los cuales, la eucaristía, principio de la Vida eterna por la adopción filial en la Vida trinitaria.

Todo es dado en el seno de la revelación cristiana que es una, sin distinción de naturaleza en ella, sin separación de vías ni sobre todo de personas humanas más allá de la propia medida en el amor de Dios y su deseo de conocerle en lo más íntimo: en los más “esotérico”.

En efecto, la Palabra del Señor no se revela en plenitud, a imitación de las parábolas que utiliza, solamente a aquellos que tienen ojos para ver y oídos para “descifrar”, según sea el grado de apertura de la puerta de su alma y de su corazón a Dios: dicho de otro modo, de acuerdo a la amplitud de su deseo y de su entendimiento, en el sentido pleno del término.

Volvamos a esos dos modos de interioridad.

El camino del místico -lo denominaremos modus mysticum- es ante todo un impulso interior y personal, y no el aprendizaje previo (salvo, por supuesto, la catequesis de base, incluso la teología) de un conocimiento metafísico bajo formas de enseñanzas y de ritos o símbolos “accionados”.

Dicho camino conduce, según un esquema universal, si bien en el marco de un tiempo apropiado a cada uno, a una percepción de la presencia de Dios en lo más íntimo de sí, al despertar espiritual que abre el acceso a los diversos Cielos, a los mundos de los ángeles y al “lugar” de Dios43: lo que se designa generalmente por contemplación, noción que se concibe demasiado a menudo como un estado pasivo mientas que, por el contrario, comporta la puesta del ser en un acto eminentemente activo, pero es cierto que de acuerdo a una modalidad de acción distinta, que en este mundo se tiene.

Al respecto, la etimología de la palabra contemplación se revela significativa de su naturaleza y efectos espirituales: en latín, contemplare no es otra que cum templum: estar con el templo o, más exactamente, hacerse uno mismo templo del Señor.

Contemplar, para un cristiano, es pues unirse al Templo no hecho por la mano del hombre, Jesucristo, con el fin de que, en definitiva, sea Cristo quien nos tome en él.

El recorrido iniciático, por su parte -lo llamaremos modus initiaticum-, es ante todo aprendizaje de conocimientos metafísicos profundizados44 dispensados según una pedagogía que debe permitir su asimilación primero y su puesta en práctica después. La operatividad espiritual o realización iniciática que encuentra, se nivela entonces con la realización espiritual del místico.

Se podría decir que, en esta vía, el conocimiento recibido a través de los ritos, los símbolos y las enseñanzas constituye la theoria (en el sentido moderno que la distingue de la praxis, como también en el sentido antiguo significaba, justamente, contemplación) que precede, construye y acompaña el despertar espiritual al que está ordenado y hacia el que debe llevar. Ahí una vez más, de acuerdo a un tiempo apropiado a cada uno.

Lo que puede descaminar incluso inquietar a aquellos que permanecen extraños a esta vía, sobre todo ante los travestismos de ciertos charlatanes y particularmente respecto a las desnaturalizaciones siniestras de auténticos satanistas que han manchado su naturaleza y su sentido, es precisamente esta pedagogía que se traduce por ritos y símbolos, desarrollados generalmente de acuerdo a sucesivas etapas como sucede en todo ámbito de aprendizaje.

Los tenebrosos individuos que acabamos de citar y las corrientes deletéreas que han propagado a través de sus aberraciones, han contribuido de este modo a hacer olvidar a ojos de muchos, todos los símbolos utilizados en el Antiguo y Nuevo Testamento; a hacer olvidar que el simbolismo es el lenguaje universal de la intuición metafísica ya que expresa su mensaje en la inmediatez y de manera “inagotable”.

Es por lo que ha sido siempre, en todas las tradiciones, el lenguaje privilegiado para traducir este conocimiento y las experiencias de la ascesis espiritual.

En resumen y de manera simbólica, justamente, se podría decir que el conocimiento y el despertar a Dios (la contemplación), a la intimidad con él, mantenida y desarrollada a través de el acceso a sus Cielos, son comparables a una escalera y también a un laberinto: cf el capítulo “Dos símbolos gemelos del despertar espiritual: la escalera de caracol y el laberinto” de nuestro libro “La Sabiduría y la Gracia” publicado por estas mismas Ediciones. Volveremos sobre ello.

El místico remonta cada peldaño según su intuición espiritual, los frutos de su ascesis personal (los ejercicios espirituales) y la gracia divina ligada a los sacramentos.

En cada rellano de su reedificación espiritual, hace suyo el estado correspondiente a este peldaño y puede entonces (com)prender, en todo o en parte, su dimensión teórica. Situarla, de alguna manera. Del estado adquirido, puede considerar donde está y lo que él es.

Así, la perfección de la vía contemplativa abre necesariamente, ella también, al conocimiento de los principios de la vida, ἀρχή.

Este término griego significa el principio, el origen de toda creación, de todo ser: su raíz celeste. Ha dado la palabra latina arcanus (arcana en plural): escondido, secreto, misterioso. El principio al origen de toda cosa es así su “secreto ontológico”. De manera supereminente en el hombre, es su núcleo o germen de inmortalidad: la luz de la tradición judaica, que veremos un poco más adelante.

Es este arcano, este núcleo escondido que el místico y el iniciado descubren poco a poco según su modo de realización espiritual.

El iniciado, toma conocimiento teórico de la estructura de la escalera y su conjunto, así como de cada uno de sus peldaños en el marco de la enseñanza y según la pedagogía que hemos evocado.

Dispone para ello de la imagen revelada del divino ordenamiento y de los elementos de su construcción como de un plano en planta (en términos arquitectónicos) que supone y exige una elevación, la cual no es otra, in fine, que la asunción del ser, su deificación o théosis: recuperación del cuerpo de gloria.

 Más adelante, si es constante en su acción, por su ascesis, por su trabajo sobre sí mismo (los ejercicios espirituales propios de su vía que deben completar los mismos ejercicios espirituales que el místico) llega efectivamente a cada uno de los peldaños de manera operativa: se podría decir que los realiza en sí mismo, y puede entonces captar la realidad intrínseca, interiorizada, porque la ha convertido realmente en suya, en parte integrante de sí. El símbolo, previamente conocido, es entonces “accionado”, vivido.

La elevación de la que hablamos se realiza, de manera gradual: peldaño tras peldaño.

Es así que los ritos o “símbolos en actos”, constituyen, si queremos ser estrictos, auténticos ejercicios espirituales (sobre los cuales volveremos en la parte siguiente), solo que simplemente, su carácter es el de ser propios a esta vía iniciática y, en este mismo sentido, ser objeto de una enseñanza reservada, secreta podríamos decir, aunque actualmente las librerías e Internet abundan en publicaciones al respecto, por desgracia, con demasiada frecuencia para difundir las desviaciones que anteriormente hemos estigmatizado.

Ritos reservados, en primer lugar, porque resultan totalmente ineficaces (en el sentido teológico del término) a todo aquel que no haya recibido la gracia y el carácter de la iniciación. Mutatis mutandis, ¿acaso se le da la comunión a quien no ha estado bautizado y confirmado?

Precisaremos, por otra parte, que este carácter iniciático, como sucede con el del bautismo, por ejemplo, es imborrable en el ser ya que es el sello ontológico de una apertura y un lazo espiritual entre el ser que lo recibe y el Eterno que lo concede.

La eventual recepción ulterior a grados que puedan resultar de esta iniciación o la recepción de otra iniciación (caballeresca, por ejemplo, en relación a la de Oficio anteriormente recibida), no constituyen en absoluto reiteraciones, sino que son nuevas iniciaciones.

En segundo lugar, por razón que estas enseñanzas, estos rituales comportan una naturaleza sagrada (su dimensión y sus efectos espirituales) que debe ser respetada según conminación de Cristo45; finalmente, porque su simple lectura no puede llegar a ser comprendida (cum-prendere, tomar consigo, tomar en sí) por aquel que no está familiarizado “desde el interior” con todos los elementos transmitidos en esta vía específica. Aquel, pues, que no ha recibido, ritualmente, la iniciación.

Exactamente como el conocimiento, en el ámbito espiritual sucede realmente como un “co-nacimiento”, dicho de otro modo “un nacimiento a”, un “nacimiento con”, lo que viene a significar que lo que es conocido se convierte en un componente del ser que conoce.

En el ámbito espiritual, sólo se conoce, en su sentido pleno, que aquello que se ha asimilado ontológicamente; que aquello a lo que uno ha devenido o, como si fuera en espejo, que aquello en lo que uno se ha convertido.

La realización efectiva de la vía iniciática, a la luz y los efectos de los sacramentos, en el estado terrestre, conduce necesariamente a la contemplación o vida en Dios y, en el estado glorioso en los Cielos, a la vida eterna correspondiente al grado de santidad (en términos teológicos) realizado en la tierra, para culminar por lo que la Iglesia define como la adopción a la Vida Trinitaria, realizada por y en Jesucristo, Segunda Persona de la Santísima Trinidad.

Antes de proseguir, nos parece no obstante necesario completar nuestra exposición respecto a los ritos seguidos en el marco iniciático, ya que este término y lo que define, no deben prestarse a sospecha ni rechazo puesto que se trata, en realidad y, bajo la forma que le es propia, de una modalidad común a todas las vías espirituales entre las cuales, y nosotros decimos en primer lugar, el Cristianismo.

En efecto, todo el ser humano queda concernido por la revelación cristiana. Lo hemos señalado en diversas ocasiones. El hombre es “tomado” en su estado terrestre, renovado íntegramente (cuerpo, alma y espíritu) en Cristo por los sacramentos que él mismo ha instituido. Es pues legítimo y evidente que aquello que se aplica al espíritu, se aplique también al alma y al cuerpo; dicho de otro modo, a la carne de la que el Credo profesa precisamente la resurrección, lo que firma la especificidad de la fe en Cristo.

Por lo demás, la misma santa misa se celebra de acuerdo a un ordo y los fieles participan de este rito, de este ordo, no solamente rogando y cantando, sino también de manera corporal como espiritual, siguiendo un rito (seguido de acuerdo a unos rituales) preciso en el curso de la liturgia: poniéndose de pie, en particular para oír el Evangelio; sentándose, en particular para oír el Antiguo Testamento y la homilía; arrodillándose  (en el rito tradicional dicho de San Pío V) para recibir la santa comunión eucarística; persignándose en ciertos momentos cruciales.

También los gestos efectuados con los brazos y las manos del sacerdote oficiante, como del conjunto de fieles durante la plegaria, son otros tantos ejemplos. A título ilustrativo, citaremos las nueve actitudes físicas de santo Domingo en sus plegarias, tal como han sido comentadas por un autor anónimo (cf la bibliografía), así como las descritas en los diferentes Libros del Antiguo Testamento.

Y ello sin contar los rituales de ordenación y toma de hábitos monásticos o incluso las diferentes vestimentas y colores litúrgicos…

Sucede lo mismo, mutatis mutandi, con los ritos de la vía iniciática en la que los gestos, las palabras, los trazados gráficos, las insignias, las vestimentas expresan símbolos, luego realidades espirituales y contribuyen, de manera operativa, a interiorizarlas, en definitiva, a vivirlas.

No se trata en modo alguno de simples recuerdos alegóricos y, sobre todo, de ninguna deriva mágica, chamánica sino de una suerte de yoga propio de la espiritualidad occidental, como lo califican algunos, en la medida que este término, yoga, es salido de la muy antigua raíz sanscrita jug significando religar, juntar, unir; en primer lugar, el cuerpo, el corazón y el espíritu.

Los ritos, en tanto que son auténticos ejercicios espirituales, responden a este  imperativo y concurren, para aquellos que los practican, al conjunto de su acción cristiana para religarse (jug que ha dado religio en latín) a Dios, unirse a él y, por tanto, recobrar la verdadera naturaleza y dimensión de su ser en tanto que imagen y semejanza del Padre Creador.

La condición corporal -encarnada- del hombre implica este paso por la forma, que paradójicamente lo “transforma”: la del símbolo, la del rito que toma apoyo en el exterior para abrir y conducir al interior; más precisamente, que ayuda a revelar la raíz celeste del ser (luz, el germen de inmortalidad46, el cuerpo de gloria de la Mística judía sobre el que volveremos en algunas páginas) bajo su corteza terrestre (la túnica de piel), a restituir (transfigurar) la segunda en la primera que es su principio (su principio de vida, su esôterikós), su estado primero: su norma, según la voluntad divina.

Venimos así a referirnos a la Resurrección de la carne, uno de los fundamentos de la fe cristiana. No obstante, es preciso entender muy claramente que únicamente los sacramentos (que, ellos mismos, se aplican de acuerdo a una forma surgida de nuestro plano terrestre) dan acceso y aseguran la realización perfecta o santidad.

Estos símbolos en actos que son los ritos surgidos del modo iniciático, constituyen únicamente ayudas espirituales para aquellos llamados a dicha modalidad, con el fin de mejor entenderlos y prepararse mejor para vivirlos.

Volvamos ahora a nuestro propósito inicial para resumirlo de manera esquemática, luego evidentemente simplificada:

-              El místico es movido en primer lugar por un impulso de amor de Dios que es, en él, la primera forma, la primera expresión del deseo de conocimiento de Dios.

-              El iniciado es movido antes que nada por el deseo de conocimiento de Dios, que es, en él, la primera forma, la primera expresión del amor de Dios.

A buen seguro, esta formulación lapidaria es demasiado abrupta, aunque realmente significativa, para definir la naturaleza plenaria del impulso espiritual que caracteriza a aquellos que se comprometen en estos caminos de interioridad y de reencuentro con el Eterno, ya que el amor de Dios supone y entraña que haya también el deseo de conocerle más intensamente, al igual que el deseo de conocimiento de Dios supone y entraña el amor sincero y potente que lleva hacia Dios.

En este compromiso de toda una vida, del don total de uno mismo, el amor y el conocimiento son hermano y hermana gemelos monocigóticos. Como para el nacimiento físico, uno precede al otro, según el tiempo de cada uno, pero ambos son nacidos de un mismo huevo espiritual, se siguen y se unen en su venida al día: la luz del Señor.

Diremos de pasada que esta dimensión del amor, consustancial en la revelación cristiana, es totalmente ausente en la obra de René Guénon, exclusivamente centrada en el conocimiento (del principio no manifestado de las espiritualidades orientales), relegando el amor a la piedad del místico; místico al que considera -por otra parte- surgido únicamente del exoterismo de acuerdo a su “parrilla de lectura” (incluye la bhakti o vía de devoción en el Hinduismo), al que en todo caso estima como muy inferior en los grados espirituales en relación al iniciado.

Ello es lógico, por lo demás, puesto que Guénon se sitúa al margen del monoteísmo en general y de los Misterios cristianos en particular, y en este sentido, permanece extraño al encuentro con Dios revelado (Santísima Trinidad), Padre de los hombres, en consecuencia, con el amor que Dios profesa por cada uno de sus hijos y que en retorno, estos últimos (al menos el hombre espiritual tal y como debe ser) devuelven naturalmente a Dios, su Padre creador y salvador.

El estilo literario de Guénon, que no ésta por otra parte desprovisto de elegancia, encarna muy bien su estado de ánimo: la exposición es como matemáticamente desarrollada (Guénon fue durante un tiempo profesor de matemáticas) pero, a diferencia de los grandes santos con experiencias espirituales de naturaleza tanto mística como iniciática, como san Juan de la Cruz, santa Teresa de Ávila o santa Hildegarda de Bingen, por citar solamente a ellos, de nuevo, no se percibe en dicha exposición la circulación ardiente y vivificante del agapè (el amor espiritual) en la gracia del Espíritu Santo.


Notas:

42 René Guénon (1886-1951), el conjunto de su obra, aunque notable en cuanto al descifrado de los errores y mentidas del mundo moderno, expone un plan doctrinal que no puede aplicarse al Cristianismo. Por razones que ignoramos, aunque nacido cristiano, no ha sabido captar la Persona divina de Jesucristo y así pues, la radical novedad evangélica que sitúa la revelación cristiana fuera de la economía (en el sentido griego de organización) encontrada en todas las otras tradiciones espirituales, o más bien que las trasciende. Se ha apartado muy pronto del cristianismo para inscribirse en el marco del Hinduismo y del Taoísmo, adoptando finalmente en el Cairo, donde pasará la segunda parte de su vida, la forma religiosa del Islam, en particular en su vía interior del Sufismo.

43 Cf. los nombres divinos: Maqom (el Lugar) et Maqom Ehad (el Lugar Uno, Único), que volveremos a ver más adelante.

44 Que tienen que ver esencialmente con el libro del Génesis: sobre la creación y la constitución del hombre, su caída y las gracias ofrecidas por Dios para su Salvación o restauración a su estado glorioso. Como lo hemos indicado, dichos conocimientos metafísicos integran, a la luz del Evangelio, esta parte que fue el origen oral (es decir, más interior) de la revelación de la Ley (Torá): la Cábala.

45 “No deis lo santo a los perros, ni echéis vuestras perlas ante los cerdos, no sea que las pisoteen con sus patas, y volviéndose a vosotros os despedacen.” (Mt VII, 6).

46 Hay una identidad evidente con las parábolas del grano de mostaza y de levadura (Mt XIII, 31-33; Mc IV, 30-32 y Lc XIII, 18-21).

 

 Acerca del Autor


Pascal Gambirasio d'Asseux

Pascal Gambirasio d'Asseux nació en París en 1951. Abogado, se ha dedicado también a la espiritualidad cristiana. Escritor, conferenciante (invitado de France Culture y de Radio Chrétienne Francophone), ha publicado varios libros -que ahora son referencias reconocidas- sobre la dimensión espiritual de la caballería y la heráldica o la ciencia del escudo de armas, sobre la naturaleza cristiana de la realeza francesa y del rey de Francia, así como sobre el camino cristiano de la iniciación como camino de interioridad y de encuentro con Dios: iniciático, de hecho, lejos de las interpretaciones desviadas que han distorsionado su significado desde al menos el siglo XIX, significa al mismo tiempo origen, inicio e interiorización del proceso espiritual para que, como enseña San Anastasio Sinaí, "Dios haga del hombre su hogar". De este modo, quiere contribuir al (re)descubrimiento de esta dimensión dentro del Misterio cristiano, olvidada o incluso rechazada por unos porque está desfigurada por otros.






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