lunes, 29 de marzo de 2021

Mensaje de Pascua 2021 / Gran Priorato de Hispania

 




"He deseado enormemente comer esta Pascua con vosotros"

           (Lc 12:15)


Queridos Hermanos:

Estamos en la Gran Semana para los cristianos. En ella vamos a celebrar la Pascua del Señor. Son los días santos en los que conmemoramos la Pasión, Muerte y Resurrección de Nuestro Señor Jesucristo.

Pascua significa “paso”. El Señor realiza en sí mismo esta Pascua/paso de tres maneras: La primera al asumir nuestra naturaleza humana sin dejar de ser Dios; la segunda al cargar con nuestros pecados siendo el Justo, el Cordero sin mancha; la tercera su paso por la muerte y el sepulcro hacia la Resurrección y la Vida.

El Señor desea “enormemente comer esta Pascua” con nosotros. ¿Qué significa este “comer”? Más allá del acto material de ingerir las especies eucarísticas es una invitación a que también nosotros vivamos la Pascua como el Señor la vivió. Es asumir nuestra condición humana con su debilidad y pobreza. Y ¡cuán frágiles nos ha hecho sentir esta pandemia que todavía nos azota! En el profeta Isaías leemos estas palabras del Señor: "Será doblegado el orgullo del mortal, será humillada la arrogancia del hombre; sólo el Señor será ensalzado aquel día" (Is 2,17).

Aprendamos con Cristo a hacer este paso del orgullo a la humildad, a despojarnos del hombre viejo y revestirnos del nuevo. "Cristo Jesús, a pesar de su condición divina, no se aferró a su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó a sí mismo" (Flp 2,6-8).

Bien Amados Hermanos: llevamos con orgullo la cruz sobre nuestros pechos y en nuestros mantos blancos, que la llevemos también con la humildad con la que la llevó Nuestro Señor Jesucristo. La cruz es el sepulcro en el que se abisma todo el orgullo humano. Dios le dice como al mar: "Hasta aquí llegarás y no pasarás; aquí cesará la arrogancia de tus olas" (Jb 38,11). En la roca del Calvario van a romper todas las olas del orgullo humano, y no pueden pasar más allá. El muro que Dios ha levantado contra él es demasiado alto, y el abismo que ha excavado ante él demasiado profundo. "Nuestro hombre viejo ha sido crucificado con Cristo, quedando así destruida nuestra condición de pecadores" (Rm 6,6). Nuestra condición orgullosa, ya que éste, el orgullo, es el pecado por excelencia, el pecado que anida detrás de todo pecado. "Cargado con nuestros pecados subió al leño" (1 P 2,24). Cargado con nuestro orgullo. Que la Cruz en la que nos gloriamos sea también interior, pues no es una condecoración sino nuestra Pascua. Un antiguo axioma dice: "Considerad lo que hacéis, imitad lo que celebráis: "Agnoscite quod agitis, imitamini quod tractatis"; significa: ¡haced realidad en vuestro interior lo que representáis, llevad a la práctica lo que conmemoráis! También nosotros debemos ser “crucificados” con Cristo para ser verdaderamente cristianos. San Bernardo de Claraval se decía a mismo: "Sonrójate, soberbia ceniza, Dios se humilla ¿y tú te ensalzas?".

Esta Pascua/paso asumiendo con Cristo nuestra fragilidad humana, nuestra condición de pecadores, siendo con Él crucificados, nos abre a la Muerte y a la Resurrección con Cristo. A la Pascua personal y también a la Pascua última y definitiva. "Él, en la cruz, ha vencido a su antiguo enemigo. Nuestras espadas, -exclama san Juan Crisóstomo-, no están ensangrentadas, no estábamos en la lucha, no tenemos heridas, la batalla ni siquiera la hemos visto, y he aquí que obtenemos la victoria. Suya fue la lucha, nuestra la corona. Y visto que hemos ganado también nosotros, debemos imitar lo que hacen los soldados en estos casos: con voces de alegría exaltamos la victoria, entonamos himnos de alabanza al Señor".

Queridos Hermanos: Nosotros no estamos celebrando solamente un aniversario, sino un misterio. En Cristo muerto y resucitado, el mundo ha llegado a su destino final. Ya han comenzado los cielos nuevos y la tierra nueva. A pesar de todas las miserias, las injusticias, las enfermedades, los sufrimientos, las muertes existentes sobre la tierra, en Cristo se ha abierto ya el orden definitivo del mundo. Lo que vemos con nuestros ojos puede sugerirnos  otra cosa, pero el mal y la muerte han sido realmente derrotados para siempre. Sus fuentes se han secado; la realidad es que Jesús es el Señor del mundo. El mal ha sido realmente vencido por la redención que Él trae. El mundo nuevo ya ha comenzado. Esta es la fe que salva, "la fe que vence al mundo" (1 Jn. 5,5)

Desde esta Capellanía de la Orden os deseo, con la bendición de Nuestro Señor Jesucristo, una feliz celebración de tan grandes misterios.

 En la Casa de la Orden, el Domingo de Ramos, 28 de Marzo de 2021/708




Ioannes, in O. eques a Stella Oriens

 


martes, 23 de marzo de 2021

Si os mantenéis en mi palabra..., la verdad os hará libres / Orígenes de Alejandría

 



Representación imaginaria de Orígenes en Les Vrais Portraits Et Lives Des Hommes Illustres, de André Thévet.


« El Señor del que se habla es el Espíritu; y donde hay el Espíritu del Señor, hay libertad» (2C 3,17)... ¿Cómo podremos nosotros encontrar esta libertad, nosotros que somos esclavos del mundo, esclavos del dinero, esclavos de los deseos de la carne? Ciertamente que me esfuerzo por corregirme, me juzgo a mi mismo, condeno mis faltas. Que mis oyentes examinen, por su cuenta, qué es lo que piensan en su propio corazón. Pero, lo digo de pasada, mientras estoy atado por una de estas ligaduras, es que no me he convertido al Señor, no he alcanzado la verdadera libertad, puesto que tales cuestiones, tales preocupaciones me retienen todavía...
Sabemos que está escrito: «Cada uno es esclavo de lo que le domina» (2P 2,19). Aunque yo no esté dominado por el amor al dinero, aunque no estoy atado por la preocupación de bienes y riquezas, sí estoy, sin embargo, ávido de alabanzas y deseos de gloria humana cuando tengo en cuenta el rostro que me muestran los hombres y lo que dicen de mí, cuando me preocupa saber qué piensa de mí tal persona, cómo me aprecia la otra, cuando temo desagradar a uno y deseo dar gusto a otro. En tanto que tengo estas preocupaciones, soy su esclavo. Pero quisiera esforzarme y saber liberarme, intentar deshacerme del yugo de este vergonzoso esclavo y llegar a esta libertad de la que nos habla san Pablo: «Manteneos firmes y no os sometáis de nuevo al yugo de la esclavitud» (Ga 5,13; 1C 7,23). Pero ¿quién me hará llegar a esta liberación? ¿Quién me liberará de esta esclavitud vergonzosa, si no es el que ha dicho: «Sólo si es el Hijo quien os hace libres, seréis verdaderamente libres?»... Sirvamos pues, fielmente «amemos con todo nuestro corazón, con toda nuestra alma, con todas nuestras fuerzas al Señor nuestro Dios» (Mc 12,30) para merecer recibir de nuestro Señor Jesucristo el don de la libertad.


Notas:



Orígenes (c. 185-253)
presbítero y teólogo
Homilías sobre el;Éxodo, nº 12, 4

sábado, 13 de marzo de 2021

Tiempos de Peste / Eduardo Callaey

 

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Para un observador de la historia, hay eventos de tal magnitud, que hacen que el miedo ceda ante la fascinación de estar inmerso en sucesos que solo pudo conocer a través de las crónicas. Y es justamente la pasión de los cronistas la que nos permite imaginar el desarrollo de algunas catástrofes que han acontecido a la raza humana. Recuerdo la frase con la que un monje anónimo dejó escrita su desesperanza durante la Peste Negra:

Escribo esto por si queda alguien de la raza de Adán para leerlo”.

Georges Duby decía hace unos años “El mundo todavía teme a la epidemias”. Era la época en la que el francés Jean-Marie Le Pen quería construir una suerte de leprosarios para encerrar a los enfermos de SIDA. No fue hace tanto, apenas un cuarto de siglo. Un poco más atrás, en 1958, mi abuela me colgaba al cuello una bolsita de alcanfor para ahuyentar a la poliomielitis, que había atacado a 6500 niños de la Ciudad de Buenos Aires en 1956. De hecho muchos de los de mi edad recuerdan en su infancia las cicatrices de la polio en el cuerpo de algún vecino.

Pues tenía mucha razón Duby; todavía tememos a la peste, como también tememos a la guerra, porque en muchas cosas se parecen. Quizá la más brutal es que no hay tiempo de despedidas. Rara vez los deudos pueden velar el cadáver del muerto apestado, que muere en soledad –con suerte rodeado de alguna enfermera o una monja piadosa– pero, al fin de cuentas, solo, con esa soledad de los moribundos que tan bien ha descrito Norbert Elías:

Nunca antes en la historia de la humanidad, se hizo desaparecer de modo tan higiénico de la vista de los vivientes, para esconderlos tras las bambalinas de la vida social, jamás anteriormente se trasladaron los cadáveres humanos, sin olores y con tal perfección técnica, desde la habitación mortuoria hasta la tumba.”

Sucede, de pronto, que en el seno de una sociedad que oculta a la muerte con minuciosidad de cirujano, nada puede ser más impúdico y atrevido que una pandemia. Acabo de ver las imágenes de una columna de camiones militares transportando cadáveres al cementerio de Bérgamo, ya colapsado. Entonces, todos esos esfuerzos que hemos hecho para ocultar a los moribundos y a los muertos, con nuestros velatorios express, nuestros crematorios tan pulcros y nuestros jardines privados a la vera de las rutas, se nos va al diablo.

La peste es intrínseca a la condición humana, pero su aparición periódica depende de un logaritmo desconocido que nadie ha logrado descifrar hasta ahora. Tiene universalidad geográfica y se la encuentra desde los albores de nuestra cultura:

Y Jehová dijo a Moisés y a Aarón: Tomad puñados de ceniza de un horno, y la esparcirá Moisés hacia el cielo delante de Faraón;  y vendrá a ser polvo sobre toda la tierra de Egipto, y producirá sarpullido con úlceras en los hombres y en las bestias, por todo el país de Egipto. Éxodo 9:8,9.

Una de las características de las pestes ha sido su velocidad. Empédocles no pudo contener la Peste de Agrigento “aunque mandara tapiar una garganta estrecha por donde soplaba un viento cargado de horribles efluvios de un pantano cercano.”  La Peste de Siracusa (396 a.C.) diezmó al ejército cartaginés que sería derrotado por los romanos. El propio Marco Aurelio moriría a consecuencia de la Peste Antonina, descrita nada menos que por el propio Galeno:

Los enfermos presentan ardor inflamatorio en los ojos; enrojecimiento sui generis de la cavidad bucal e de la lengua; aversión a los alimentos; sed inextinguible; temperatura exterior normal, contrastando con la sensación de abrasamiento interior; piel enrojecida y húmeda; tos violenta y ronca; signos de flegmasia laringobronquica; fetidez de aliento; erupciones y fístulas, diarrea, agotamiento físico; gangrenas parciales y separación espontánea de órganos; perturbaciones de las faculdades intelectuales; delirio tranquilo o furioso y muerte entre el séptimo y noveno día"

Hubo otras grandes pestilencias, como la Peste de Justiniano, o la Peste Amarilla, descrita en la Crónica anglosajona, que narra la historia de los anglosajones y la colonización de Britania. Creían que Inglaterra, por ser una isla, quedaría a salvo de la pandemia, pero bastó que atracara un barco fantasma para que se desatara un gran desastre. En el año 1000 la peste que preocupaba a los europeos era el llamado “Fuego de San Antonio”. Así lo describía un cronista:

Es un fuego escondido que ataca un miembro, lo consume y lo despega del cuerpo. Esta horrible combustión devora completamente a los hombres en el curso de una sola noche

La lista es extensa, pero la grande peste que se lleva los laureles es sin dudas la Peste Negra, originada en China –igual que el coronavirus– que recorrió la Ruta de la Seda para matar a 25 millones de europeos, una tercera parte de la población total de Europa. No menor fue la española que arrasó con 50 millones.

Al escribir estas breves líneas estamos aún muy lejos de esas cifras pavorosas, pero tal vez esto sea apenas el comienzo. Hace solo tres años atrás, a propósito de un brote de Ébola, Bill Gates advirtió que el mundo no estaba preparado para lidiar con mutaciones capaces de convertir un virus convencional en una cepa peligrosa.

Como ha ocurrido antes y ocurre ahora, la humanidad encontrará el rumbo; finalmente una gran mayoría se volverá inmune y todo seguirá su marcha. Hasta me animaría a decir que la peste volverá a ser un tabú del que nadie habla. En estos días me tomé el trabajo de revisar mi biblioteca de historia medieval. Allí están los mejores autores del último siglo, sin embargo las referencias a la Peste Negra ocupan solo un pequeño apartado, un capítulo fugaz, una interrupción que, más que medirse por sus estragos sanitarios, por las infinitas acciones heroicas que se sucedieron, oleada tras oleada (la Peste Negra golpeó una y otra vez durante muchos años), o por las connotaciones morales y espirituales que marcaron a dos generaciones, se mide por sus consecuencias sociales, que cambiaron el sistema político y económico hasta entonces conocido. Es posible que estemos en vísperas de algo parecido.

Todos esperamos, naturalmente, sobrevivir. No todos lo lograremos, pero aquellos que lo hagan tendrán la oportunidad de mirar al mundo desde otro lugar, tal vez más calmo. La epopeya humana es una aventura maravillosa y hay que aprender a disfrutarla. Después de todo, como dice el poeta Andrew Marvell: The grave’s a fine and private place, But none, I think, do there embrace. To His Coy Mistress[1]


lunes, 8 de marzo de 2021

Realización Iniciática y Misterio Cristiano / Sacramentos e iniciación / Pascal Gambirasio d’Asseux


 

                                               File:Pantocrátor en la Biblia de San Luis.jpg - Wikimedia Commons


Sacramentos e Iniciación (2da parte)


Jesús es Dios y por su Palabra, él que es el Logos divino, salva objetivamente, es decir en la raíz del ser (ontológicamente) todo cuanto él ha creado, en el Comienzo bajo el mandato del Padre, el Cielo y la Tierra, y todos los universos visibles e invisibles. Jesús salva por los sacramentos que él mismo instituye y por los cuales, como ha anunciado, mora y permanece entre los suyos hasta el Final de los tiempos.

 

Efectivamente, estos sacramentos no son ritos como los otros que, como sucede en todas las Tradiciones, “aproximan a Dios rindiéndole un culto de adoración. Los Sacramentos transmutan realmente la naturaleza del ser humano que los recibe y, más todavía, los vive a lo largo de su vida terrestre: la túnica de piel que había desfigurado el cuerpo de Gloria cuando la Caída de Adán es transfigurada en este mismo cuerpo de Gloria que designamos entonces como cuerpo de Resurrección.

 

Estos sacramentos no dependen del grado de realización espiritual de aquel que los recibe (ni por otra parte de aquel que los dona in Personna Christi): son “eficaces” (hablando siempre en términos teológicos) directamente por sí mismos y en sí mismos: ex opere operato según la definición de la Iglesia, precisamente porque vienen del Verbo divino, que han sido creados y aplicados a los hombres por Él, que son “una parte” de Él y que son Él y el Espíritu santo quienes los aplican (es el término teológico) a cada uno a través de los hombres consagrados que los ponen en Práctica en el tiempo y el espacio.

 

Estos sacramentos son el signo operatorio de la presencia eterna del Señor entre la humanidad, portadores de  poderes transfigurantes y propiamente deificantes (las Energías divinas en teología ortodoxa). Sólo Dios puede afirmar a los hombres que les deja ese don, este germen de Salvación sin equivocarlo. Ningún profeta auténtico, ningún verdadero santo, porque continúan siendo hombres (por muy espiritualmente perfectos que hayan podido llegar a ser) se atreverían a pretender este acto “principial”, único y universal.

 

Ningún profeta, ningún santo, sino únicamente Dios puede plantear un acto de tales características portador de una refundación ontológica para la humanidad entera (la Salvación) y “aplicada” a cada ser humano en el espacio y el tiempo: la Nueva y Eterna Alianza que Cristo estableció por su sacramento mayor e inaudito de la Eucaristía12 así como los del bautismo y la confirmación que le están precisamente ordenados.

 

Es de esta naturaleza divina de aquel que los instaura, que proviene el carácter indeleble evocado por la Iglesia refiriéndose a los efectos de los sacramentos de la iniciación cristiana. La gracia que ellos confieren, debe igualmente ser fortificada sin embargo por la ascesis de aquel que los ha recibido –y este es todo el sentido de la vía iniciática o de santidad que la religión cristiana comparte entonces con las otras tradiciones espirituales de la humanidad.

 

De este modo, la gracia divina, necesariamente ligada a las virtudes personales, es la medida del cielo de cada uno, incluso si la Salvación es colectiva y los Cielos abiertos a todos. En esta perspectiva, las vías iniciática o mística (de devoción y de santidad) que evocábamos hace un instante deben precisamente entrañar una “actualización” de esta Salvación, desarrollando el despertar espiritual en el conocimiento y el amor de Dios.

 

Por retomar la imagen que hemos evocado, Cristo es a la vez la montaña, el camino que lleva a su cumbre, y la gracia que nos permite la ascensión cuando por nosotros mismos no tendríamos la fuerza ni la ciencia suficiente, de acuerdo a nuestras solas obras espirituales.

 

Es como si Jesús “situara” a los bautizados directamente en la cumbre de esta montaña: “Porque si hemos nacido unidos con él por la igualdad de la muerte, también lo estaremos por la igualdad de la resurrección […] Así también vosotros reputad que sois muertos para el pecado, y vivos para Dios en Cristo Jesús” como dice san Pablo (Romanos VI, 5 y 11), pero que estos últimos no hubiesen todavía claramente o totalmente “realizado” esta situación”.

 

Esta toma de conciencia y del ser, así pues, la realización efectiva y definitiva de este estado es entonces diferida “al final de los tiempos” –a condición de no pecar, especialmente contra el Espíritu, el más grave e irremediable de los pecados: “No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal para obedecer a sus pasiones” (san Pablo, Romanos VI, 12).

 

Es ciertamente así que hay que entender la expresión paulina evocando los que murieron en Cristo”, a la espera de la Resurrección (I Cor XV, 18 y 20; Tes IV, 13 a 18 y 51 a 53). Pero para el hombre de deseo (Ap XXII, 17), que habrá sabido “anticipar” y actualizar” este despertar por los ejercicios espirituales (místicos o iniciáticos) enraizados en una fe profunda y un auténtico amor de Dios, ésta anticipación coincide y se transmuta en una realidad ontológica hic et nunc13.

 

En todo esto, no hace falta ver una afirmación en el sentido que la revelación cristiana se defina con soberbia como situada por encima de otras vías espirituales de la humanidad. Ella es su corazón, simple y llanamente, en el que todas pueden extraer tanto el secreto de su origen como el de su cumplimiento. Ella es esa Roma celeste (y esta Jerusalén celeste por supuesto) a la que todos estos caminos espirituales llevan.

 

La religión cristiana –y sus vías iniciáticas y místicas- no se presenta de otra manera que como su Señor, que ha dicho de él mismo: soy apacible y humilde en mi corazón (Mateo XI, 29).

 

No es pues sobre todo por la fuerza de la espada ni por cualquier otra fuerza (la pasión fratricida de los hombres que se auto-justifica por un proselitismo conquistador debe ser definitivamente rechazada al respecto, todas las religiones – y todas las ideologías – confundidas) sino por el Amor y la Verdad que Él encarna (en todos los sentidos del término), que el cristianismo afirma serenamente su naturaleza y se abre para ser el “lugar” y el “momento”, el alfa y el omega de todas las tradiciones que lo han precedido en la Historia de los hombres, él que los ha precedido en los tiempos y el Acto de Dios: in principio.

 

Después de esto, resulta entonces relativamente fácil situarse ante esta afirmación, a menudo criticada hoy de manera muy virulenta: “fuera de la Iglesia, no hay salvación”.

 

Ciertamente, esta afirmación resulta condenable y falsa si se le pretende hacer decir que todas las espiritualidades humanas están en el error por razón que no son cristianas. Esto es evidentemente falso en la medida en que Dios, que es Amor, ha dado a cada uno de sus hijos una verdad revelada sobre Él mismo. Por supuesto, en su Sabiduría, esta verdad ha sido adaptada a las edades y a los pueblos. Esta misma afirmación, habría sido “adaptada”, incluso también deformada por el entendimiento humano, siempre reductor. Estas revelaciones deberían conducir a poder recibir un día la última verdad de Dios, el secreto de su ser: un Dios que no es únicamente un “estado divino” (lo que significa intentar tener una respuesta a un ¿qué?, Ma, en hebreo) ni de potencias espirituales o personificaciones de éstas expresando cualidades o Nombres de Dios (los dioses) sino de un Dios personal que “es también” este estado, una única naturaleza (substancia) divina en Tres Personas y el destino para el hombre de ser admitido a su Vida trinitaria porque él es Amor (lo que significa tener la respuesta a un “¿quién?” Mi, en hebreo). La diferencia es radical, en el sentido pleno del término.

 

Ciertas espiritualidades tradicionales únicamente contemplan el estado divino de lo que redunda una apariencia de “vacío” en cuanto a la Persona de Dios. Este “divino” se refiere al “qué” (al Ma) que acabamos de evocar y no al “quién” (al Mi) que “es” este estado –y no “en”, es decir “ocupando” ese estado divino- sino específicamente al Ser que se confunde con ese estado: Aquel que es a la vez Ser y estado del ser: Dios y naturaleza (substancia, estado) de Dios.

 

A diferencia de las criaturas, y del hombre en primer lugar, que “soportan” o más bien “reciben” (de Dios) su naturaleza creada (e increada, por otra parte), Dios es a la vez Persona y Naturaleza (substancia, estado de la Persona) divina: Dios no puede ser “precedido” por su naturaleza.

 

En efecto, la naturaleza de Dios no le es preexistente, ni superior, ni recibe de nadie que no sea de Él: la naturaleza es co-extensiva a Él mismo, o para expresarnos mejor, ella es Sí mismo. De igual modo, llegar a Él, es a la vez contemplar la naturaleza (substancia) de Dios, el estado divino (lo divino o el Cielo de las espiritualidades orientales) y su Persona; o más bien la Santísima Trinidad de las Tres Personas de una sola naturaleza (substancia) y por ello cualificadas de co-substanciales. Es encontrarlo Cara a cara. El sacramento central de Cristianismo, la Eucaristía, realiza de manera adaptada a nuestra naturaleza humana ligada “al tiempo y al espacio de la carne” precisamente, ésta visión que es unión (sin confusión).

 

Efectivamente, y es preciso ser conscientes de ello, gracias a los sacramentos que Cristo le ha dejado, únicamente la Iglesia aporta esta verdad y esta Salvación en plenitud, permitiendo no obstante a cada uno la realización de una ascesis de modalidad diferente, según sus carismas. Desde esta perspectiva, entonces sí, la Iglesia de Cristo es la única vía espiritual que puede ofrecer “el Cordero que quita el pecado del mundo” y fuera de ella, no es posible recibir esa Salvación en su plenitud puesto que no ha existido en ninguna parte ni en ningún momento de la Historia parecida Eucaristía.

 

Con toda probabilidad, no podemos impedir que algunos vean en esta exposición una maniobra cuando no hay más que puro análisis metafísico, y parecerles que se trata de una manera hábil para afirmar -una vez más- la primacía del cristianismo.

Pero es justamente por esta razón que la revelación cristiana presenta esta naturaleza conjunta de exoterismo y esoterismo. En realidad, y reflexionando sobre ello un instante, no podía ser de otro modo. Y es por razón de su naturaleza tan simple y tan compleja a la vez (sello de Dios) que los hombres, por bien que sean cristianos, tengan dificultades en comprenderlo: “¿No entendéis ni comprendéis? ¿Aún tenéis endurecido vuestro corazón?

¿Teniendo ojos no veis, y teniendo oídos no oís?” (Marcos VIII, 17-18).

 

Es menester constatar que en razón de la naturaleza intrínseca de los sacramentos fundamentales de la identidad y vida cristianas (el bautismo, la confirmación, y la Eucaristía), la necesidad de la iniciación para realizar el estado espiritual de la Salvación no es un imperativo absoluto. En un cierto aspecto, cuando menos no lo es para aquel o aquellos cristianos, que a través de unos “mínimos” de fe y participación litúrgica, conformes al Credo, “esperan la resurrección de la carne y la Vida futura” (la Vida eterna), sin un mayor deseo de profundización en este Misterio y de seguir una ascesis, que en cualquier caso, lo “anticiparía” a título de realización individual (Apocalipsis personal, se podría decir, al igual que la confirmación –la crismación en el caso de los ortodoxos- es realmente un Pentecostés personal).

 

Llegados aquí, consideremos un aspecto particular del misterio eucarístico:

-           Por la maternidad virginal de María, Jesús el Verbo de Dios se ha hecho hombre y ha unido su divinidad a la humanidad la cual ha asumido de este modo. En corolario y en una ilustración perfecta, la Eucaristía aparece como la maternidad en Dios de la humanidad renovada por el sacrificio del Hijo. La Eucaristía (re)une cada comulgante con la Santísima Trinidad. Y el Espíritu Santo está igualmente presente tanto para la maternidad mariana como para la celebración eucarística.

-           María da a luz el Verbo hecho carne, de su carne virginal e inmaculada. La Eucaristía hace participar a cada comulgante de la Vida del Hijo y como consecuencia del Misterio de la Trinidad. Luego la Santísima Virgen puede ser calificada con toda justicia de primera y viviente Eucaristía del Verbo divino. De hecho, se trata de mucho más puesto que es la Encarnación del Verbo ad intra (convendría añadir inclusive ab supra) y no comunión por el pan y el vino transubstanciados. Bajo esta necesaria precisión, podemos afirmar que existe, desde un punto de vista substancial y ontológico, un vínculo secreto y muy estrecho entre la Santísima Madre de Dios y la Eucaristía.

 

En las Formas tradicionales no cristianas, únicamente la vía reservada de la interioridad, permite acceder a los despertares espirituales y así pues a los estados superiores del ser. Los ritos y enseñanzas dedicados a “la mayoría” son más reservados al respecto, aunque eficaces según su especie.

 

En el cristianismo, en contrapartida, la gracia santificante actuando en la participación por adopción divina en la Vida Trinitaria, de acuerdo a las enseñanzas de la Iglesia14 para

definir el objetivo último del destino cristiano “en reino del Paraíso”, es ofrecido por los sacramentos mencionados. Pero, por una parte, la gravedad de los pecados personales puede diferir sus efectos (el Purgatorio) o prohibir dichos efectos, conduciendo a los Infiernos definitivos; por otra parte, la gracia santificante es anunciada como definitivamente cumplida “al final de los tiempos”: Apocalipsis universal y Juicio Final.

 

La especificidad de la vía iniciática en el seno del cristianismo (como, según otro modo, la vía mística) aporta pues, para el ser que la toma, un aumento de conocimiento (sobre Dios y su Acto creador) y sobre los medios (los ritos o rituales) para realizar “desde ahora”, y de acuerdo a la medida de su propio deseo espiritual, esta Comunión con la Santísima Trinidad, sin “tener que esperar” este final de los tiempos, si bien pueda estimarse que la perfección de toda realización de este orden, sólo sea culminada por Dios mismo, y para cada uno, que en ese “instante” metafísico preciso en que: “todo es consumado”, una de las siete palabras de Cristo en la cruz, que bien podría tener igualmente este sentido oculto…

 

Esta vía resulta pues, para un cristiano, no necesaria ni imprescindible pero pertinente y legítima para aquel que es llamado a ella. La vía iniciática lo abre a una comprensión y una participación más íntima y más intensa de la vida sacramental en el seno de la Iglesia, y más generalmente, en los Misterios cristianos, mientras que a la vez estos últimos le confieren una amplitud y una potencia “nuevas” en el sentido evangélico, al estar enraizada en la revelación última de Dios sobre Él mismo, por Él mismo, en la persona de Jesucristo.

 

 

Advertencia al lector:

Las negrillas y subrayado pertenecen al editor del blog, las mismas efectuadas para hacer énfasis en palabras  claves propias de la vía iniciática  que nos presenta la Tradición Cristiana.

 

 

 

Notas:

 

12 Como todas las tradiciones que presentan un rito similar, el Cristianismo lleva la presencia “espiritual” de Dios por Su Palabra revelada (un texto sagrado), escrita, leída y proclamada ritualmente en el curso de una asamblea de fieles: una “eucaristía” de la Palabra podríamos decir, mutatis mutandis. Por otra parte, la Iglesia denomina desde ahora “liturgia de la Palabra” a esta parte de la misa anteriormente designada bajo el nombre de “antes de la misa”; lo que, bien es cierto, no significaba gran cosa. Sin embargo, la joya de este precioso estuche es la consagración del pan y el vino, transmutándolo en el cuerpo y la sangre de Cristo: la Eucaristía (acción de gracias) propiamente dicha, corazón de la misa y de todo el Misterio cristiano “el “pan de los ángeles”). Eucaristía que, en cada ocasión, en todo tiempo y lugar, actualiza la Presencia inmediata y real de toda la Persona de Jesucristo, en su divinidad y en su humanidad y en la que cada fiel es por completo (re)unido cuando su comunión, de nombre tan explícito. Es esta “operación divina” que es propia únicamente del cristianismo.

13 Se podría decir, de cierta manera, que se trata de un Apocalipsis personal (al igual que la confirmación es un Pentecostés personal o aplicado a cada uno) en la medida que es fruto de la maduración espiritual del ser implicado (el santo o el iniciado realizado). No obstante, éste, a ejemplo de sus hermanos humanos y del Universo entero, deberá esperar “el día y la hora” conocidos únicamente por Dios en que la Resurrección universal será entonces consumada, el “día” de los Nuevos Cielos, y la Nueva Tierra y la Jerusalén Celeste.

14 La tradición de la Iglesia Ortodoxa hablará aquí de las energías divinas increadas (que se corresponderían precisamente, según nosotros, a lo que la tradición de la Iglesia Católica designa como las gracias divinas o gracias santificantes), energías divinas que canalizan, en las que viven y son transfigurados los hombres que alcanzan el estado de unión con Dios. Esta adopción en la Vida trinitaria los hace hijos en y por el Hijo, único Dios por naturaleza; naturaleza (substancia) divina, ella, para siempre trascendente, incognoscible y no comunicable al hombre: Dios “diviniza” de este modo al hombre por participación en sus energías increadas  o  gracias  santificantes,  pero  no  por  participación  en  su  naturaleza.  Esto  es  propiamente “ontológico” a Dios y en consecuencia incognoscible e incomunicable, al hombre creado (y reedificado) a su Imagen y Semejanza.





Acerca del Autor

Pascal Gambirasio d'Asseux
Pascal Gambirasio d'Asseux nació en París en 1951. Abogado, se ha dedicado también a la espiritualidad cristiana. Escritor, conferenciante (invitado de France Culture y de Radio Chrétienne Francophone), ha publicado varios libros -que ahora son referencias reconocidas- sobre la dimensión espiritual de la caballería y la heráldica o la ciencia del escudo de armas, sobre la naturaleza cristiana de la realeza francesa y del rey de Francia, así como sobre el camino cristiano de la iniciación como camino de interioridad y de encuentro con Dios: iniciático, de hecho, lejos de las interpretaciones desviadas que han distorsionado su significado desde al menos el siglo XIX, significa al mismo tiempo origen, inicio e interiorización del proceso espiritual para que, como enseña San Anastasio Sinaí, "Dios haga del hombre su hogar". De este modo, quiere contribuir al (re)descubrimiento de esta dimensión dentro del Misterio cristiano, olvidada o incluso rechazada por unos porque está desfigurada por otros.




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Decreto de Creación del Triángulo Masónico Rectificado "Jerusalén Celeste N°13"

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