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Sacramentos e Iniciación (2da parte)
Jesús es Dios y por su Palabra, él que es el Logos
divino, salva objetivamente, es decir en la raíz del ser (ontológicamente) todo
cuanto él ha creado, en el Comienzo bajo el mandato del Padre, el Cielo y la
Tierra, y todos los universos visibles e invisibles. Jesús salva por los
sacramentos que él mismo instituye y por los cuales, como ha anunciado, mora y
permanece entre los suyos hasta el Final de los tiempos.
Efectivamente, estos sacramentos no son ritos como
los otros que, como sucede en todas las Tradiciones, “aproximan” a Dios rindiéndole un culto de adoración. Los Sacramentos
transmutan realmente la naturaleza del ser humano que los recibe y, más todavía,
los vive a lo largo de su vida terrestre: la túnica de piel que había desfigurado el cuerpo de Gloria
cuando la Caída de Adán es transfigurada en este mismo cuerpo de Gloria que designamos
entonces como cuerpo de Resurrección.
Estos sacramentos no dependen del grado de realización espiritual de aquel que los recibe (ni por otra parte de aquel que los dona in Personna Christi): son “eficaces” (hablando siempre en términos teológicos)
directamente por sí mismos y en sí mismos: ex opere operato según la
definición de la Iglesia, precisamente porque vienen del Verbo divino, que han
sido creados y aplicados a los hombres por Él, que son “una parte” de Él y que son Él y el Espíritu
santo quienes los aplican (es el término
teológico) a cada uno a través
de los hombres consagrados que los ponen en Práctica en el tiempo y el espacio.
Estos sacramentos son el signo operatorio de la
presencia eterna del Señor entre la humanidad,
portadores de poderes transfigurantes y propiamente deificantes (las Energías divinas
en teología ortodoxa). Sólo Dios puede
afirmar a los hombres que les deja ese don, este germen de Salvación sin
equivocarlo. Ningún profeta auténtico, ningún verdadero santo, porque
continúan siendo hombres (por muy espiritualmente perfectos que hayan podido
llegar a ser) se atreverían a pretender este acto “principial”, único y universal.
Ningún profeta, ningún santo, sino únicamente Dios
puede plantear un acto de tales características portador de una refundación
ontológica para la humanidad entera (la Salvación) y “aplicada” a cada ser humano en el espacio y el tiempo: la Nueva y
Eterna Alianza que Cristo estableció por su sacramento mayor e inaudito de la
Eucaristía12 así como los del bautismo y la confirmación que le
están precisamente ordenados.
Es de esta
naturaleza divina de aquel que los instaura, que proviene el carácter indeleble
evocado por la Iglesia refiriéndose a los efectos de los sacramentos de la
iniciación cristiana. La gracia que ellos confieren, debe igualmente ser
fortificada sin embargo por la ascesis de aquel que los ha recibido –y este es
todo el sentido de la vía iniciática o de santidad que la religión cristiana
comparte entonces con las otras tradiciones espirituales de la humanidad.
De este modo, la
gracia divina, necesariamente ligada a las virtudes personales, es la medida
del cielo de cada uno, incluso si la
Salvación es colectiva y los Cielos abiertos a todos. En esta perspectiva, las
vías iniciática o mística (de devoción y de santidad) que evocábamos hace un
instante deben precisamente entrañar una “actualización”
de esta Salvación, desarrollando el despertar espiritual en el conocimiento y
el amor de Dios.
Por retomar la imagen que hemos evocado, Cristo es
a la vez la montaña, el camino que lleva a su cumbre, y la gracia que nos
permite la ascensión cuando por nosotros mismos no tendríamos la fuerza ni la
ciencia suficiente, de acuerdo a nuestras solas obras espirituales.
Es como si Jesús “situara” a los bautizados directamente
en la cumbre de esta montaña: “Porque si hemos nacido unidos con él por la
igualdad de la muerte, también lo estaremos por la igualdad de la resurrección […] Así también vosotros reputad que sois muertos para el pecado, y vivos
para Dios en Cristo Jesús” como
dice san Pablo (Romanos VI, 5 y 11), pero que estos últimos no hubiesen todavía
claramente o totalmente “realizado”
esta “situación”.
Esta toma de conciencia y del ser, así pues, la
realización efectiva y definitiva de este estado es entonces diferida “al final
de los tiempos” –a condición de no pecar, especialmente contra el Espíritu, el
más grave e irremediable de los pecados:
“No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal para obedecer a sus
pasiones” (san Pablo, Romanos VI, 12).
Es ciertamente así que hay que entender
la expresión paulina
evocando “los que murieron en Cristo”, a la espera de la Resurrección (I Cor XV, 18 y 20; Tes IV, 13 a 18 y 51 a 53). Pero para el hombre de deseo (Ap
XXII, 17), que habrá sabido “anticipar”
y “actualizar” este despertar por los ejercicios espirituales
(místicos o iniciáticos) enraizados en una fe profunda y un auténtico
amor de Dios, ésta “anticipación” coincide
y se transmuta en una realidad ontológica hic et nunc13.
En todo esto, no hace falta ver una afirmación en
el sentido que la revelación cristiana se
defina con soberbia como situada por encima de otras vías espirituales de la
humanidad. Ella es su corazón, simple y
llanamente, en el que todas pueden extraer tanto el secreto de su origen como
el de su cumplimiento. Ella es esa Roma celeste (y esta Jerusalén celeste por
supuesto) a la que todos estos caminos espirituales llevan.
La religión
cristiana –y sus vías iniciáticas y místicas- no se presenta de otra manera que
como su Señor, que ha dicho de él mismo:
“soy apacible y humilde en mi corazón” (Mateo XI, 29).
No es pues sobre todo por la fuerza de la espada ni
por cualquier otra fuerza (la pasión fratricida de los hombres que se
auto-justifica por un proselitismo conquistador debe ser definitivamente
rechazada al respecto, todas las religiones – y todas las ideologías –
confundidas) sino por el Amor y la
Verdad que Él encarna (en todos los sentidos del término), que el cristianismo
afirma serenamente su naturaleza y se abre para ser el “lugar” y el “momento”, el
alfa y el omega de todas las tradiciones que lo han precedido en la Historia de
los hombres, él que los ha precedido en los tiempos y el Acto de Dios: in
principio.
Después de esto, resulta entonces relativamente
fácil situarse ante esta afirmación, a menudo criticada hoy de manera muy
virulenta: “fuera de la Iglesia, no hay
salvación”.
Ciertamente, esta afirmación resulta condenable y
falsa si se le pretende hacer decir que todas las espiritualidades humanas
están en el error por razón que no son cristianas. Esto es evidentemente falso
en la medida en que Dios, que es Amor, ha dado a cada uno de sus hijos
una verdad revelada
sobre Él mismo.
Por supuesto, en su Sabiduría, esta verdad ha sido adaptada a las edades y a los pueblos.
Esta misma afirmación, habría sido
“adaptada”, incluso también deformada por el entendimiento humano, siempre
reductor. Estas revelaciones deberían conducir a poder recibir un día la última
verdad de Dios, el secreto de su ser: un Dios que no es únicamente un “estado
divino” (lo que significa intentar tener una respuesta a un ¿qué?, Ma, en
hebreo) ni de potencias espirituales o personificaciones de éstas expresando cualidades o Nombres
de Dios (los dioses) sino de
un Dios personal que “es también” este estado, una única naturaleza
(substancia) divina en Tres Personas y el destino para el hombre de ser
admitido a su Vida trinitaria porque él es Amor (lo que significa tener la respuesta
a un “¿quién?” Mi, en hebreo). La diferencia
es radical, en el sentido pleno del término.
Ciertas espiritualidades tradicionales únicamente contemplan “el estado divino” de lo que redunda una apariencia de “vacío” en cuanto a la Persona
de Dios. Este “divino” se refiere
al “qué” (al Ma) que acabamos de evocar y no al “quién” (al Mi)
que “es” este estado –y no “en”, es decir “ocupando” ese estado divino- sino
específicamente al Ser que se confunde con ese estado: Aquel que es a la vez
Ser y estado del ser: Dios y naturaleza (substancia, estado) de Dios.
A diferencia de
las criaturas, y del hombre en primer lugar, que “soportan” o más bien “reciben”
(de Dios) su naturaleza creada (e increada, por otra parte), Dios es a la vez
Persona y Naturaleza (substancia, estado de la Persona) divina: Dios no puede
ser “precedido” por su naturaleza.
En efecto, la naturaleza de Dios no le es
preexistente, ni superior, ni recibe de nadie que no sea de Él: la naturaleza
es co-extensiva a Él mismo, o para expresarnos mejor, ella es Sí mismo.
De igual modo, llegar a Él, es a la vez contemplar la naturaleza (substancia) de Dios, el estado
divino (lo divino
o el Cielo de las espiritualidades orientales) y su Persona; o más bien la Santísima Trinidad
de las Tres Personas de una sola naturaleza (substancia) y por ello cualificadas de
co-substanciales. Es encontrarlo Cara a
cara. El sacramento central de Cristianismo, la Eucaristía, realiza de manera
adaptada a nuestra naturaleza humana ligada
“al tiempo y al espacio de la carne” precisamente, ésta visión
que es unión (sin confusión).
Efectivamente, y
es preciso ser conscientes de ello, gracias a los sacramentos que Cristo le ha
dejado, únicamente la Iglesia aporta esta verdad y esta Salvación en plenitud,
permitiendo no obstante a cada uno la realización de una ascesis de modalidad
diferente, según sus carismas. Desde esta perspectiva, entonces sí, la
Iglesia de Cristo es la única vía espiritual que puede ofrecer “el Cordero que quita el pecado del mundo”
y fuera de ella, no es posible recibir esa Salvación en su plenitud puesto que
no ha existido en ninguna parte ni en ningún momento de la Historia parecida
Eucaristía.
Con toda probabilidad, no podemos impedir que
algunos vean en esta exposición una maniobra cuando no hay más que puro
análisis metafísico, y parecerles que se trata de una manera hábil para afirmar
-una vez más- la primacía del cristianismo.
Pero es justamente por esta razón que la revelación
cristiana presenta esta naturaleza conjunta de exoterismo y esoterismo. En realidad, y reflexionando sobre ello un instante,
no podía ser de otro modo. Y es por razón de su naturaleza tan simple y tan compleja
a la vez (sello de Dios) que
los hombres, por bien que sean cristianos, tengan dificultades en comprenderlo: “¿No entendéis ni comprendéis? ¿Aún tenéis endurecido vuestro
corazón?
¿Teniendo
ojos no veis, y teniendo oídos no oís?” (Marcos VIII, 17-18).
Es menester constatar que en razón de la naturaleza
intrínseca de los sacramentos fundamentales de la identidad y vida cristianas
(el bautismo, la confirmación, y la Eucaristía), la necesidad de la iniciación
para realizar el estado espiritual de la Salvación no es un imperativo
absoluto. En un cierto aspecto, cuando menos no lo es para aquel o aquellos
cristianos, que a través de unos “mínimos”
de fe y participación litúrgica, conformes al Credo, “esperan la resurrección de la carne y la
Vida futura” (la Vida eterna), sin un mayor deseo de profundización en este Misterio
y de seguir una ascesis,
que en cualquier caso, lo “anticiparía”
a título de realización individual (Apocalipsis personal, se podría decir, al
igual que la confirmación –la crismación en el caso de los ortodoxos- es
realmente un Pentecostés personal).
Llegados aquí, consideremos un aspecto
particular del misterio eucarístico:
- Por la maternidad
virginal de María, Jesús el Verbo de Dios se ha hecho hombre y ha unido su
divinidad a la humanidad la cual ha asumido de este modo. En corolario y en una
ilustración perfecta, la Eucaristía aparece como la maternidad en Dios de la humanidad renovada
por el sacrificio del Hijo. La Eucaristía (re)une
cada comulgante con la Santísima Trinidad. Y el Espíritu Santo está igualmente
presente tanto para la maternidad mariana como para la celebración eucarística.
- María da a luz el
Verbo hecho carne, de su carne virginal e inmaculada. La Eucaristía hace
participar a cada comulgante de la Vida del Hijo y como consecuencia del
Misterio de la Trinidad. Luego la Santísima Virgen puede ser calificada con
toda justicia de primera y viviente Eucaristía del Verbo divino. De hecho, se trata de mucho más puesto que es la
Encarnación del Verbo ad intra (convendría añadir inclusive ab supra)
y no comunión por el pan y el vino transubstanciados. Bajo esta necesaria
precisión, podemos afirmar que existe, desde un punto de vista substancial y
ontológico, un vínculo secreto y muy estrecho entre la Santísima Madre de Dios
y la Eucaristía.
En las Formas tradicionales no cristianas,
únicamente la vía reservada de la interioridad, permite acceder a los
despertares espirituales y así pues a los estados superiores del ser. Los ritos
y enseñanzas dedicados a “la mayoría”
son más reservados al respecto, aunque eficaces según su especie.
En el
cristianismo, en contrapartida, la gracia santificante actuando en la
participación por adopción divina en la Vida Trinitaria, de acuerdo a las enseñanzas de la Iglesia14 para
definir el
objetivo último del destino cristiano “en
reino del Paraíso”, es ofrecido por los sacramentos mencionados. Pero, por una parte, la gravedad de los pecados
personales puede diferir sus efectos (el Purgatorio) o prohibir dichos efectos,
conduciendo a los Infiernos definitivos; por otra parte, la gracia santificante
es anunciada como definitivamente cumplida “al
final de los tiempos”: Apocalipsis universal y Juicio Final.
La especificidad de la vía iniciática en el seno
del cristianismo (como, según otro modo, la vía mística) aporta pues, para el
ser que la toma, un aumento de conocimiento (sobre Dios y su Acto creador) y
sobre los medios (los ritos o rituales) para realizar “desde ahora”, y de acuerdo a la medida de su propio deseo
espiritual, esta Comunión con la Santísima Trinidad, sin “tener que esperar” este final de los tiempos, si bien pueda
estimarse que la perfección de toda realización de este orden,
sólo sea culminada
por Dios mismo, y para cada
uno, que en ese “instante” metafísico
preciso en que: “todo es consumado”, una de las siete palabras de Cristo en la
cruz, que bien podría tener igualmente este sentido oculto…
Esta vía resulta pues, para un cristiano, no
necesaria ni imprescindible pero pertinente y legítima para aquel que es
llamado a ella. La vía iniciática lo abre a una comprensión y una participación más íntima y más intensa
de la vida sacramental en el seno de la Iglesia,
y más generalmente, en los Misterios cristianos, mientras que a la vez estos
últimos le confieren una amplitud y una potencia “nuevas” en el sentido evangélico, al estar enraizada en la
revelación última de Dios sobre Él mismo, por Él mismo, en la persona de Jesucristo.
Advertencia
al lector:
Las
negrillas y subrayado pertenecen al editor del blog, las mismas efectuadas para
hacer énfasis en palabras claves propias de la vía iniciática que
nos presenta la Tradición Cristiana.
Notas:
12 Como todas las tradiciones que presentan un rito
similar, el Cristianismo lleva la
presencia “espiritual” de Dios por Su Palabra revelada (un texto sagrado),
escrita, leída y proclamada ritualmente en el curso de una asamblea
de fieles: una “eucaristía” de la Palabra
podríamos decir, mutatis mutandis. Por otra parte, la Iglesia denomina desde ahora “liturgia
de la Palabra” a esta parte de la misa anteriormente designada bajo el nombre
de “antes de la misa”; lo que, bien es cierto, no significaba gran cosa. Sin
embargo, la joya de este precioso estuche
es la consagración del pan y el vino, transmutándolo en el cuerpo
y la sangre de Cristo: la Eucaristía (acción de gracias)
propiamente dicha, corazón de la misa y de todo el Misterio cristiano “el “pan
de los ángeles”). Eucaristía que, en
cada ocasión, en todo tiempo y lugar, actualiza la Presencia inmediata y real
de toda la Persona de Jesucristo, en su divinidad y en su humanidad y en la que
cada fiel es por completo
(re)unido cuando su comunión, de nombre tan explícito. Es esta “operación divina” que es propia únicamente del cristianismo.
13 Se podría decir, de cierta manera, que se trata de
un Apocalipsis personal (al igual que la confirmación es un Pentecostés personal
o aplicado a cada uno) en la medida que es fruto de la maduración espiritual del ser implicado (el santo o el iniciado realizado). No
obstante, éste, a ejemplo de sus hermanos humanos y del Universo entero, deberá esperar “el día y la hora” conocidos únicamente por Dios en que la Resurrección
universal será entonces consumada, el “día” de los Nuevos
Cielos, y la Nueva Tierra y la Jerusalén Celeste.
14 La tradición de la Iglesia
Ortodoxa hablará aquí de las energías divinas
increadas (que se corresponderían
precisamente, según nosotros, a lo que la tradición de la Iglesia Católica
designa como las gracias divinas o gracias santificantes), energías divinas que
canalizan, en las que viven y son transfigurados los hombres que alcanzan
el estado de unión con Dios. Esta adopción en la Vida trinitaria los hace hijos en y por el Hijo,
único Dios por naturaleza; naturaleza (substancia) divina, ella, para siempre
trascendente, incognoscible y no comunicable al hombre: Dios “diviniza” de este
modo al hombre por participación en sus energías increadas o
gracias santificantes, pero
no por participación
en su naturaleza.
Esto es propiamente “ontológico”
a Dios y en consecuencia incognoscible e incomunicable, al hombre creado (y
reedificado) a su Imagen y Semejanza.
Pascal Gambirasio d'Asseux
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