lunes, 8 de marzo de 2021

Realización Iniciática y Misterio Cristiano / Sacramentos e iniciación / Pascal Gambirasio d’Asseux


 

                                               File:Pantocrátor en la Biblia de San Luis.jpg - Wikimedia Commons


Sacramentos e Iniciación (2da parte)


Jesús es Dios y por su Palabra, él que es el Logos divino, salva objetivamente, es decir en la raíz del ser (ontológicamente) todo cuanto él ha creado, en el Comienzo bajo el mandato del Padre, el Cielo y la Tierra, y todos los universos visibles e invisibles. Jesús salva por los sacramentos que él mismo instituye y por los cuales, como ha anunciado, mora y permanece entre los suyos hasta el Final de los tiempos.

 

Efectivamente, estos sacramentos no son ritos como los otros que, como sucede en todas las Tradiciones, “aproximan a Dios rindiéndole un culto de adoración. Los Sacramentos transmutan realmente la naturaleza del ser humano que los recibe y, más todavía, los vive a lo largo de su vida terrestre: la túnica de piel que había desfigurado el cuerpo de Gloria cuando la Caída de Adán es transfigurada en este mismo cuerpo de Gloria que designamos entonces como cuerpo de Resurrección.

 

Estos sacramentos no dependen del grado de realización espiritual de aquel que los recibe (ni por otra parte de aquel que los dona in Personna Christi): son “eficaces” (hablando siempre en términos teológicos) directamente por sí mismos y en sí mismos: ex opere operato según la definición de la Iglesia, precisamente porque vienen del Verbo divino, que han sido creados y aplicados a los hombres por Él, que son “una parte” de Él y que son Él y el Espíritu santo quienes los aplican (es el término teológico) a cada uno a través de los hombres consagrados que los ponen en Práctica en el tiempo y el espacio.

 

Estos sacramentos son el signo operatorio de la presencia eterna del Señor entre la humanidad, portadores de  poderes transfigurantes y propiamente deificantes (las Energías divinas en teología ortodoxa). Sólo Dios puede afirmar a los hombres que les deja ese don, este germen de Salvación sin equivocarlo. Ningún profeta auténtico, ningún verdadero santo, porque continúan siendo hombres (por muy espiritualmente perfectos que hayan podido llegar a ser) se atreverían a pretender este acto “principial”, único y universal.

 

Ningún profeta, ningún santo, sino únicamente Dios puede plantear un acto de tales características portador de una refundación ontológica para la humanidad entera (la Salvación) y “aplicada” a cada ser humano en el espacio y el tiempo: la Nueva y Eterna Alianza que Cristo estableció por su sacramento mayor e inaudito de la Eucaristía12 así como los del bautismo y la confirmación que le están precisamente ordenados.

 

Es de esta naturaleza divina de aquel que los instaura, que proviene el carácter indeleble evocado por la Iglesia refiriéndose a los efectos de los sacramentos de la iniciación cristiana. La gracia que ellos confieren, debe igualmente ser fortificada sin embargo por la ascesis de aquel que los ha recibido –y este es todo el sentido de la vía iniciática o de santidad que la religión cristiana comparte entonces con las otras tradiciones espirituales de la humanidad.

 

De este modo, la gracia divina, necesariamente ligada a las virtudes personales, es la medida del cielo de cada uno, incluso si la Salvación es colectiva y los Cielos abiertos a todos. En esta perspectiva, las vías iniciática o mística (de devoción y de santidad) que evocábamos hace un instante deben precisamente entrañar una “actualización” de esta Salvación, desarrollando el despertar espiritual en el conocimiento y el amor de Dios.

 

Por retomar la imagen que hemos evocado, Cristo es a la vez la montaña, el camino que lleva a su cumbre, y la gracia que nos permite la ascensión cuando por nosotros mismos no tendríamos la fuerza ni la ciencia suficiente, de acuerdo a nuestras solas obras espirituales.

 

Es como si Jesús “situara” a los bautizados directamente en la cumbre de esta montaña: “Porque si hemos nacido unidos con él por la igualdad de la muerte, también lo estaremos por la igualdad de la resurrección […] Así también vosotros reputad que sois muertos para el pecado, y vivos para Dios en Cristo Jesús” como dice san Pablo (Romanos VI, 5 y 11), pero que estos últimos no hubiesen todavía claramente o totalmente “realizado” esta situación”.

 

Esta toma de conciencia y del ser, así pues, la realización efectiva y definitiva de este estado es entonces diferida “al final de los tiempos” –a condición de no pecar, especialmente contra el Espíritu, el más grave e irremediable de los pecados: “No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal para obedecer a sus pasiones” (san Pablo, Romanos VI, 12).

 

Es ciertamente así que hay que entender la expresión paulina evocando los que murieron en Cristo”, a la espera de la Resurrección (I Cor XV, 18 y 20; Tes IV, 13 a 18 y 51 a 53). Pero para el hombre de deseo (Ap XXII, 17), que habrá sabido “anticipar” y actualizar” este despertar por los ejercicios espirituales (místicos o iniciáticos) enraizados en una fe profunda y un auténtico amor de Dios, ésta anticipación coincide y se transmuta en una realidad ontológica hic et nunc13.

 

En todo esto, no hace falta ver una afirmación en el sentido que la revelación cristiana se defina con soberbia como situada por encima de otras vías espirituales de la humanidad. Ella es su corazón, simple y llanamente, en el que todas pueden extraer tanto el secreto de su origen como el de su cumplimiento. Ella es esa Roma celeste (y esta Jerusalén celeste por supuesto) a la que todos estos caminos espirituales llevan.

 

La religión cristiana –y sus vías iniciáticas y místicas- no se presenta de otra manera que como su Señor, que ha dicho de él mismo: soy apacible y humilde en mi corazón (Mateo XI, 29).

 

No es pues sobre todo por la fuerza de la espada ni por cualquier otra fuerza (la pasión fratricida de los hombres que se auto-justifica por un proselitismo conquistador debe ser definitivamente rechazada al respecto, todas las religiones – y todas las ideologías – confundidas) sino por el Amor y la Verdad que Él encarna (en todos los sentidos del término), que el cristianismo afirma serenamente su naturaleza y se abre para ser el “lugar” y el “momento”, el alfa y el omega de todas las tradiciones que lo han precedido en la Historia de los hombres, él que los ha precedido en los tiempos y el Acto de Dios: in principio.

 

Después de esto, resulta entonces relativamente fácil situarse ante esta afirmación, a menudo criticada hoy de manera muy virulenta: “fuera de la Iglesia, no hay salvación”.

 

Ciertamente, esta afirmación resulta condenable y falsa si se le pretende hacer decir que todas las espiritualidades humanas están en el error por razón que no son cristianas. Esto es evidentemente falso en la medida en que Dios, que es Amor, ha dado a cada uno de sus hijos una verdad revelada sobre Él mismo. Por supuesto, en su Sabiduría, esta verdad ha sido adaptada a las edades y a los pueblos. Esta misma afirmación, habría sido “adaptada”, incluso también deformada por el entendimiento humano, siempre reductor. Estas revelaciones deberían conducir a poder recibir un día la última verdad de Dios, el secreto de su ser: un Dios que no es únicamente un “estado divino” (lo que significa intentar tener una respuesta a un ¿qué?, Ma, en hebreo) ni de potencias espirituales o personificaciones de éstas expresando cualidades o Nombres de Dios (los dioses) sino de un Dios personal que “es también” este estado, una única naturaleza (substancia) divina en Tres Personas y el destino para el hombre de ser admitido a su Vida trinitaria porque él es Amor (lo que significa tener la respuesta a un “¿quién?” Mi, en hebreo). La diferencia es radical, en el sentido pleno del término.

 

Ciertas espiritualidades tradicionales únicamente contemplan el estado divino de lo que redunda una apariencia de “vacío” en cuanto a la Persona de Dios. Este “divino” se refiere al “qué” (al Ma) que acabamos de evocar y no al “quién” (al Mi) que “es” este estado –y no “en”, es decir “ocupando” ese estado divino- sino específicamente al Ser que se confunde con ese estado: Aquel que es a la vez Ser y estado del ser: Dios y naturaleza (substancia, estado) de Dios.

 

A diferencia de las criaturas, y del hombre en primer lugar, que “soportan” o más bien “reciben” (de Dios) su naturaleza creada (e increada, por otra parte), Dios es a la vez Persona y Naturaleza (substancia, estado de la Persona) divina: Dios no puede ser “precedido” por su naturaleza.

 

En efecto, la naturaleza de Dios no le es preexistente, ni superior, ni recibe de nadie que no sea de Él: la naturaleza es co-extensiva a Él mismo, o para expresarnos mejor, ella es Sí mismo. De igual modo, llegar a Él, es a la vez contemplar la naturaleza (substancia) de Dios, el estado divino (lo divino o el Cielo de las espiritualidades orientales) y su Persona; o más bien la Santísima Trinidad de las Tres Personas de una sola naturaleza (substancia) y por ello cualificadas de co-substanciales. Es encontrarlo Cara a cara. El sacramento central de Cristianismo, la Eucaristía, realiza de manera adaptada a nuestra naturaleza humana ligada “al tiempo y al espacio de la carne” precisamente, ésta visión que es unión (sin confusión).

 

Efectivamente, y es preciso ser conscientes de ello, gracias a los sacramentos que Cristo le ha dejado, únicamente la Iglesia aporta esta verdad y esta Salvación en plenitud, permitiendo no obstante a cada uno la realización de una ascesis de modalidad diferente, según sus carismas. Desde esta perspectiva, entonces sí, la Iglesia de Cristo es la única vía espiritual que puede ofrecer “el Cordero que quita el pecado del mundo” y fuera de ella, no es posible recibir esa Salvación en su plenitud puesto que no ha existido en ninguna parte ni en ningún momento de la Historia parecida Eucaristía.

 

Con toda probabilidad, no podemos impedir que algunos vean en esta exposición una maniobra cuando no hay más que puro análisis metafísico, y parecerles que se trata de una manera hábil para afirmar -una vez más- la primacía del cristianismo.

Pero es justamente por esta razón que la revelación cristiana presenta esta naturaleza conjunta de exoterismo y esoterismo. En realidad, y reflexionando sobre ello un instante, no podía ser de otro modo. Y es por razón de su naturaleza tan simple y tan compleja a la vez (sello de Dios) que los hombres, por bien que sean cristianos, tengan dificultades en comprenderlo: “¿No entendéis ni comprendéis? ¿Aún tenéis endurecido vuestro corazón?

¿Teniendo ojos no veis, y teniendo oídos no oís?” (Marcos VIII, 17-18).

 

Es menester constatar que en razón de la naturaleza intrínseca de los sacramentos fundamentales de la identidad y vida cristianas (el bautismo, la confirmación, y la Eucaristía), la necesidad de la iniciación para realizar el estado espiritual de la Salvación no es un imperativo absoluto. En un cierto aspecto, cuando menos no lo es para aquel o aquellos cristianos, que a través de unos “mínimos” de fe y participación litúrgica, conformes al Credo, “esperan la resurrección de la carne y la Vida futura” (la Vida eterna), sin un mayor deseo de profundización en este Misterio y de seguir una ascesis, que en cualquier caso, lo “anticiparía” a título de realización individual (Apocalipsis personal, se podría decir, al igual que la confirmación –la crismación en el caso de los ortodoxos- es realmente un Pentecostés personal).

 

Llegados aquí, consideremos un aspecto particular del misterio eucarístico:

-           Por la maternidad virginal de María, Jesús el Verbo de Dios se ha hecho hombre y ha unido su divinidad a la humanidad la cual ha asumido de este modo. En corolario y en una ilustración perfecta, la Eucaristía aparece como la maternidad en Dios de la humanidad renovada por el sacrificio del Hijo. La Eucaristía (re)une cada comulgante con la Santísima Trinidad. Y el Espíritu Santo está igualmente presente tanto para la maternidad mariana como para la celebración eucarística.

-           María da a luz el Verbo hecho carne, de su carne virginal e inmaculada. La Eucaristía hace participar a cada comulgante de la Vida del Hijo y como consecuencia del Misterio de la Trinidad. Luego la Santísima Virgen puede ser calificada con toda justicia de primera y viviente Eucaristía del Verbo divino. De hecho, se trata de mucho más puesto que es la Encarnación del Verbo ad intra (convendría añadir inclusive ab supra) y no comunión por el pan y el vino transubstanciados. Bajo esta necesaria precisión, podemos afirmar que existe, desde un punto de vista substancial y ontológico, un vínculo secreto y muy estrecho entre la Santísima Madre de Dios y la Eucaristía.

 

En las Formas tradicionales no cristianas, únicamente la vía reservada de la interioridad, permite acceder a los despertares espirituales y así pues a los estados superiores del ser. Los ritos y enseñanzas dedicados a “la mayoría” son más reservados al respecto, aunque eficaces según su especie.

 

En el cristianismo, en contrapartida, la gracia santificante actuando en la participación por adopción divina en la Vida Trinitaria, de acuerdo a las enseñanzas de la Iglesia14 para

definir el objetivo último del destino cristiano “en reino del Paraíso”, es ofrecido por los sacramentos mencionados. Pero, por una parte, la gravedad de los pecados personales puede diferir sus efectos (el Purgatorio) o prohibir dichos efectos, conduciendo a los Infiernos definitivos; por otra parte, la gracia santificante es anunciada como definitivamente cumplida “al final de los tiempos”: Apocalipsis universal y Juicio Final.

 

La especificidad de la vía iniciática en el seno del cristianismo (como, según otro modo, la vía mística) aporta pues, para el ser que la toma, un aumento de conocimiento (sobre Dios y su Acto creador) y sobre los medios (los ritos o rituales) para realizar “desde ahora”, y de acuerdo a la medida de su propio deseo espiritual, esta Comunión con la Santísima Trinidad, sin “tener que esperar” este final de los tiempos, si bien pueda estimarse que la perfección de toda realización de este orden, sólo sea culminada por Dios mismo, y para cada uno, que en ese “instante” metafísico preciso en que: “todo es consumado”, una de las siete palabras de Cristo en la cruz, que bien podría tener igualmente este sentido oculto…

 

Esta vía resulta pues, para un cristiano, no necesaria ni imprescindible pero pertinente y legítima para aquel que es llamado a ella. La vía iniciática lo abre a una comprensión y una participación más íntima y más intensa de la vida sacramental en el seno de la Iglesia, y más generalmente, en los Misterios cristianos, mientras que a la vez estos últimos le confieren una amplitud y una potencia “nuevas” en el sentido evangélico, al estar enraizada en la revelación última de Dios sobre Él mismo, por Él mismo, en la persona de Jesucristo.

 

 

Advertencia al lector:

Las negrillas y subrayado pertenecen al editor del blog, las mismas efectuadas para hacer énfasis en palabras  claves propias de la vía iniciática  que nos presenta la Tradición Cristiana.

 

 

 

Notas:

 

12 Como todas las tradiciones que presentan un rito similar, el Cristianismo lleva la presencia “espiritual” de Dios por Su Palabra revelada (un texto sagrado), escrita, leída y proclamada ritualmente en el curso de una asamblea de fieles: una “eucaristía” de la Palabra podríamos decir, mutatis mutandis. Por otra parte, la Iglesia denomina desde ahora “liturgia de la Palabra” a esta parte de la misa anteriormente designada bajo el nombre de “antes de la misa”; lo que, bien es cierto, no significaba gran cosa. Sin embargo, la joya de este precioso estuche es la consagración del pan y el vino, transmutándolo en el cuerpo y la sangre de Cristo: la Eucaristía (acción de gracias) propiamente dicha, corazón de la misa y de todo el Misterio cristiano “el “pan de los ángeles”). Eucaristía que, en cada ocasión, en todo tiempo y lugar, actualiza la Presencia inmediata y real de toda la Persona de Jesucristo, en su divinidad y en su humanidad y en la que cada fiel es por completo (re)unido cuando su comunión, de nombre tan explícito. Es esta “operación divina” que es propia únicamente del cristianismo.

13 Se podría decir, de cierta manera, que se trata de un Apocalipsis personal (al igual que la confirmación es un Pentecostés personal o aplicado a cada uno) en la medida que es fruto de la maduración espiritual del ser implicado (el santo o el iniciado realizado). No obstante, éste, a ejemplo de sus hermanos humanos y del Universo entero, deberá esperar “el día y la hora” conocidos únicamente por Dios en que la Resurrección universal será entonces consumada, el “día” de los Nuevos Cielos, y la Nueva Tierra y la Jerusalén Celeste.

14 La tradición de la Iglesia Ortodoxa hablará aquí de las energías divinas increadas (que se corresponderían precisamente, según nosotros, a lo que la tradición de la Iglesia Católica designa como las gracias divinas o gracias santificantes), energías divinas que canalizan, en las que viven y son transfigurados los hombres que alcanzan el estado de unión con Dios. Esta adopción en la Vida trinitaria los hace hijos en y por el Hijo, único Dios por naturaleza; naturaleza (substancia) divina, ella, para siempre trascendente, incognoscible y no comunicable al hombre: Dios “diviniza” de este modo al hombre por participación en sus energías increadas  o  gracias  santificantes,  pero  no  por  participación  en  su  naturaleza.  Esto  es  propiamente “ontológico” a Dios y en consecuencia incognoscible e incomunicable, al hombre creado (y reedificado) a su Imagen y Semejanza.





Acerca del Autor

Pascal Gambirasio d'Asseux
Pascal Gambirasio d'Asseux nació en París en 1951. Abogado, se ha dedicado también a la espiritualidad cristiana. Escritor, conferenciante (invitado de France Culture y de Radio Chrétienne Francophone), ha publicado varios libros -que ahora son referencias reconocidas- sobre la dimensión espiritual de la caballería y la heráldica o la ciencia del escudo de armas, sobre la naturaleza cristiana de la realeza francesa y del rey de Francia, así como sobre el camino cristiano de la iniciación como camino de interioridad y de encuentro con Dios: iniciático, de hecho, lejos de las interpretaciones desviadas que han distorsionado su significado desde al menos el siglo XIX, significa al mismo tiempo origen, inicio e interiorización del proceso espiritual para que, como enseña San Anastasio Sinaí, "Dios haga del hombre su hogar". De este modo, quiere contribuir al (re)descubrimiento de esta dimensión dentro del Misterio cristiano, olvidada o incluso rechazada por unos porque está desfigurada por otros.




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