PRÓLOGO
1ra Parte
“En nombre de Dios,
las gentes de armas batallarán y Dios les dará la victoria”
Santa Juana de Arco
“Es preciso confiar
en Dios como si todo dependiera de Él, y al mismo tiempo, comprometerse con
generosidad como si todo dependiera de nosotros.2”
Juan Pablo II
La caballería implica, induce a
las hazañas. Más todavía: ella se constituye en sinónimo de las mismas, hasta
tal punto que encontramos normal y casi banal que el caballero se “sitúe” de este modo en la cresta del
heroísmo (militar o “simplemente”
humano), y que todo el mundo le suponga una confianza asegurada en su fuerza
moral y espiritual, en su valiente abnegación y su fe jurada sin tacha, tibieza
ni fingimiento.
Los ejemplos históricos dan fe de
este compromiso (en todos los sentidos del término) tenido y mantenido por
estos hombres que han recibido este armamento, en primer lugar, en las batallas
por supuesto, pero igualmente en los otros combates de la vida, vividos
cotidianamente y a menudo mucho más desafiantes y que requieren constancia,
paciencia y firmeza en el anonimato del día a día y sin presentar el carácter
épico y la gloria del campo de batalla con la que sueña sin embargo todo
guerrero.
Es por lo que la caballería evoca
en el hombre de hoy un mundo familiar y por tanto misterioso. Es por lo que se
sumerge en lo más profundo de las raíces occidentales, en su memoria y su
imaginario, llamando a la vez a los corazones a elevarse hacia dimensiones de
la revelación evangélica y las exigencias cristianas.
De este modo ilumina y edifica
(en todas las acepciones del término) a aquellos dedicados a la vía que la
caballería propone -voz interior que habla al íntimo del ser. Es por lo que,
para aquellos que son llamados a ello y (o) cuyas familias han sido “marcadas” para ello en el curso de los
siglos, es preciso hablar plenamente, de vocación3 caballeresca.
Mucho después de la época
medieval, concretamente durante los dos siglos de reinado cristiano en Tierra
Santa en que se ilustraron en particular las grandes Ordenes de Caballería, conjugando
en su Regla los votos monásticos y la acción militar, y para algunos, las obras
hospitalarias; mucho después de las hazañas, reales o legendarias, de los
caballeros errantes y de aquellos que la Historia ha retenido -tales como
Pierre du Terrail señor de Bayard del que se sabe que armó caballero al rey
Francisco Iº la noche de la victoria de Marignan; Beltrán Duguesclín que fue
condestable de Francia y Castilla; Guillermo el Mariscal4; Ramon Llull5;
Godofredo de Charny6; el mariscal de Francia Juan II Le Maingre dicho
Boucicaut, que se ilustró durante el reinado de Carlos VI en particular contra
los ingleses así como en las cruzadas en Tunicia y en Nicopolis; Mateo de
Montmorency-Marly7, por citar únicamente los más conocidos- mucho
después de esta gesta pues, la capacidad de la caballería -siempre actual-, por
maravillar a todo el mundo tan solo con su mera evocación es una realidad que
nadie se atreve a contestar.
¿Quién no recuerda igualmente a
los Nueve Barones de la Fama de Jacques de Longuyon8, al rey san Luis, por
supuesto o a Régulo, ese general romano, modelo y mártir del honor y de la
palabra dada9 al igual que el rey de Francia Juan II el Bueno10?
Y la misma santa Juana de Arco
(que probablemente fuera armada) ¿acaso no ilumina a la caballería respecto a
su santidad, revelando su naturaleza esencialmente espiritual a través de su
misión divina, como bien ilustra su divisa?: “Mí Señor Dios, primer servido…”
De una manera u otra, a través de
imágenes simplificadas, incluso simplistas, la memoria viviente de los hombres
de Occidente e incluso allende de occidente, ha conservado el retrato ideal del
caballero, de sus proezas, de su agudo sentido del deber y su dedicación a la
protección y defensa de los más humildes. Constituye el arquetipo del gentilhombre,
su medida y su legitimidad.
En primer lugar, la clave de esta
perennidad, de este apego de admiración y respeto reside ciertamente en esta
unión de valor físico y moral conjugada con la cortesía -entendida en un
sentido preciso en su significado caballeresco en que se revela como marca que
va más allá del saber vivir y la buena educación- que hace del caballero un
combatiente de élite y un hombre de honor, simple y verdadero, cuya elegancia
de vida firma el carácter natural de la nobleza de corazón.
La caballería, en efecto, es un
estado -un estado del ser- no una decoración, ni tampoco la manifestación
ostensible de un privilegio social, ya que, de privilegio, en realidad, solo
confiere uno (temible puesto que sitúa al caballero primeramente y ante todo
frente a sí mismo) consistente en servir en el más duro de los combates: el del
mundo cuando estos son justos como los combates de la ascesis espiritual. A
menudo se conjugan unos y otros en la misma batalla.
Es por lo que se habla
tradicionalmente de la Orden de caballería: a ejemplo de los tres Ordenes
tradicionales constituyendo poco más o menos el conjunto de sociedades humanas
tradicionales tales como historiadores y sociólogos los han bien estudiado:
oratores, bellatores y laboratores. Estos tres Ordenes o estados sociales,
podríamos decir, expresan y reposan sobre las vocaciones (los carismas):
orientaciones y capacidad de los hombres en este mundo, lo que no tiene nada
que ver con la noción moderna de clases sociales fundamentadas en la capacidad
financiera. La caballería encarna, en el Occidente cristiano, el principio y la
quintaesencia de este estado de bellatores o Segundo Orden o Nobleza, elevado e
“iluminado” en el sentido pleno del
término por la espiritualidad cristiana, de la que se presenta así mismo como
el brazo protector. Este Orden es como acabamos de decir, un estado del ser, es
decir de consciencia, de despertar, de responsabilidad que induce a un “lugar” en la sociedad, luego de un
servicio, de una función (functus) cuya extinción -por la muerte o degradación
vinculada a la pérdida de la nobleza esencial- es expresada por el término de
difunto (defunctus).
Es por lo que este apelativo de
Orden de caballería calificando muy precisamente y únicamente lo que transmite
el armamento -sin el cual no existe ningún verdadero caballero, sea cual sea su
nacimiento- debe ser distinguido de la noción de Orden caballeresca, en el
sentido de las Ordenes de caballería; Ordenes soberanas o dinásticas y que
presuponen justamente que existe un Orden de caballería a transmitir y hacer
vivir de manera específica a través de una regla en una confraternidad
particular. El color del manto y de los signos cosidos al mismo (en general la
cruz que orna el lado izquierdo) traducen entonces los carismas propios a estas
Ordenes, sus votos, así pues, su vocación: su “oriente”. En su principio esencial -su raíz ontológica deberíamos
decir- la caballería, el Orden de caballería, tal cual es transmitido y
recibido por el armamento estrictamente
personal, se presenta como el principio y el
cumplimiento de toda auténtica aristocracia; da sentido y capacidad a toda alma
noble (el verdadero gentil hombre o la verdadera dama) cuya orientación innata
le hace presentir que dicha alma pertenece a su impulso y que aspira asumir las
obligaciones.
Ya que en su realidad interior
que la fundamenta y la inspira, la caballería responde y asume una vocación
espiritual en el marco cristiano, vocación a la cual algunos son llamados,
tanto hoy como ayer.
Esta vocación es una vía sacrificial,
no únicamente porque el caballero acepte el posible sacrificio de su vida en
los combates (lo que la caracteriza como vía heroica) sino porqué en primer
lugar, como toda vida espiritual, toda vida consagrada, dicha vía edifica al
ser que la cumple para restituirlo en Dios, ya que sacrum facere significa
literalmente devolver a lo sagrado. La vocación del caballero incluye restaurar
lo sagrado en él y llevarlo a su vez al mundo; en otros términos, combatir el
Caos del Mal con el fin de contribuir en la restauración del orden de la
Creación, o más exactamente, la Creación como orden divino.
Es por esta razón que ante todo
se pone al servicio de la viuda y el huérfano, de los pobres y los enfermos; en
otros términos, al servicio de todos los desamparados que no detentan ninguna
posibilidad ni ningún poder temporales para defenderse por sí mismos. El
caballero se modela así en el Sacrificio divino y se presenta como una Imitatio
Christi, lo que no debe sorprender en absoluto ya que numerosos textos medievales
presentan a Cristo como el arquetipo del caballero:
“en efecto, el Hijo del hombre no vino para ser servido, sino para
servir y dar su alma como rescate por muchos.”11
La vocación caballeresca se
presenta así como una de las expresiones de los carismas, es decir de los dones
particulares que, según san Pablo, el Espíritu Santo insufla a cada uno en el
seno de la unidad de la Iglesia para el servicio del bien común. Carismas a la
vez múltiples y complementarios, siempre a la medida de aquellos que los
reciben a fin de cumplir y fortalecer su ministerio personal: recordemos, a
todos los fines útiles, que etimológicamente ministerio significa servicio.
La caballería, en esta
perspectiva, constituye una real vía iniciática en el sentido que ella revela
el ser a sí mismo y lo edifica según el designio divino en él, con tal que el
interesado sepa y quiera, de manera totalmente libre, responder a esta vocación
y mantenerse en ella (en toda la plenitud de la palabra).
Es preciso entender este término
“iniciático” totalmente depurado de
las connotaciones que lo desnaturalizan, sobre todo desde el siglo XIX, para
comprenderlo en su significado fundamentado en la raíz latina initium que es
doble: comienzo, debut y principio, fundamentos originales. El verbo initiare,
por su parte, significa instruir (luego en consecuencia, transmitir) y
comenzar.
Este término califica la
iniciativa del ser que responde a la llamada que el Señor le lanza como la
lanzó en las orillas del lago Tiberíades a Pedro y a su hermano Andrés: “venid detrás de mí”12.
Significa igualmente que la caballería no se decide por uno mismo ni
tampoco por nacimiento, sino que
debe ser transmitida por un caballero, y en corolario, que el nuevo adobado
debe aprender y penetrar la dimensión cristiana y las reglas de la caballería.
Expresa de este modo los primeros pasos, el comienzo en la vía, en el camino
del descubrimiento y de la realización de uno mismo y del reencuentro con Dios
-este santo Reencuentro que se hace siempre cara a Cara y solo a Solo. ¿Acaso
Cristo no ha dicho justamente que Él es el Camino, la Verdad y la Vida…?
En esta perspectiva a que nos
estamos refiriendo, este término refiere a la interioridad, a la escucha del
corazón (del Sagrado Corazón) de la Palabra que sólo se oye en el desierto,
dicho de otro modo, retirándose en silencio en este “lugar cardíaco” y secreto del propio corazón, lo que significa en
lo más íntimo de su ser, en su radicalidad ontológica para alcanzar la plenitud
de la fe que consagra el retorno al Principio, es decir a Dios, a Aquel que es,
como él mismo ha revelado, el “Alfa y el
Omega, el Comienzo y el Fin”. Precisamente, la Virgen María, contemplando
los misterios de Dios que ella acababa de ofrecer al Mundo, “lo iba guardando todo, ponderando aquellas
palabras, en su corazón”13. Nuestra Señora, a cuyas virtudes se
vincula, en su excelencia, la dama en la sociedad caballeresca, revela por su
ejemplo una clave mayor para crecer en la fe, la esperanza y la caridad, y así,
enseña y protege al caballero que, por naturaleza, le está consagrado y es
servidor.
El armamento -o el adobamiento,
la acolada, y más antiguamente la palmada- crea caballero y hace entrar, sea
cual sea la cuna de que proceda, a aquel que recibe lo que la tradición
medieval denominaba el octavo sacramento en la fraternidad caballeresca. Esto
no debe sorprendernos: el concilio de Arlés, en el año 314, admite y consagra
la Militia es decir el servicio armado que debe ser efectuado por el bien
general al Soberano, al país. San Bernardo, a su vez, confirma la legitimidad
de este estado caballeresco, en la línea de pensamiento de san Agustín quien
definió la guerra justa cuando los desórdenes la hacían necesaria. Este
adobamiento es conferido (por la espada -en ocasiones con la palma de la mano-
en nombre de la Santísima Trinidad, a veces de san Miguel o de san Jorge) por
un caballero que a su vez haya sido de este modo válidamente recibido y, así
inscrito en la filiación de la caballería perenne14.
Esto constituye la recepción de
una gracia y de un carácter inefable que consagra y bendice un mayorazgo
espiritual y moral que marca una vocación de dimensión a la vez personal y
social: dimensión personal, ya que este adobamiento implica, para aquel que lo
recibe, vivir las exigencias que le son debidas cada uno de los días de su
vida; dimensión social, ya que este adobamiento implica cumplir los deberes en
el seno de la sociedad de los hombres sin temor, debilidad ni acomodo.
Sea en el marco social en que
ella se manifiesta hoy como ayer de acuerdo a una constante naturaleza (pero
bajo modalidades de acción que la evolución histórica pide diferentes) como en
su aspecto propio de vía espiritual más interior compartida por los caballeros
“prohombres” como los designan en
ocasiones los libros medievales (o profesos en las Ordenes Militares y
Religiosas) la caballería se encuentra marcada -firmada sería más pertinente- por lo que se podría
denominar un misterio y un ministerio. Por otra parte, dedicamos a ello un
capítulo del presente libro.
Francia asume aquí una primacía.
Histórica y espiritualmente, ella aparece, en efecto, como tierra nutricia de
la caballería medieval como por otra parte lo es también de la heráldica. Es en
particular en el Reino de Francia que las Ordenes caballerescas prestigiosas
entre las más antiguas de la cristiandad, a menudo nacidas en Tierra Santa,
fueron acogidas en su nacimiento (la Orden del Temple) o poco después de su
militarización (la Orden del Hospital de San Juan de Jerusalén, conocida más
tarde bajo el nombre de Orden de Malta; la Orden de San Lázaro de Jerusalén, de
la que Luis VII, en el siglo XII, se trajo con él diversos caballeros).
De todas formas, es en Francia
que se establecieron estas Ordenes después de la desaparición del reino
cristiano de Jerusalén, como consecuencia de la caída de San Juan de Acre en
1291, para expansionarse después en los siglos siguientes, de acuerdo a
fortunas diversas, a través de Europa entera. No olvidemos tampoco que la
primera cruzada fue predicada en Francia y que la última vio la muerte, en
1270, del rey Luis XI al que la Iglesia y el alma cristiana de Francia han
reconocido como santo.
Final de la 1ra parte
Notas:
2 La vie consacré. Les Éditions du Cerf, Paris, 1996.
3 Podemos definir la vocación, en su dimensión más profunda,
como una manifestación del Amor de Dios que ofrece a cada ser humano la
posibilidad de inscribirse en Su Obra de Salvación y de cooperar en ella;
siendo simultáneamente “en retorno”, la expresión del amor de cada ser humano
hacia Dios cuando dicho ser humano responde a esta llamada, haciendo suyas
estas palabras del discípulo Ananías al Señor que lo llamaba en sueños: “Ecce
venio” (¡heme aquí, Señor!), Hechos IX, 10.
4 Cf. Guillaume le Maréchal por Georges Duby ; Éditions
Fayard, 1984. William Marshal (Wiltshire o Berkshire, c. 1145/1148–Caversham,
Berkshire; 14 de mayo de 1219), primer conde de Pembroke también conocido como
Guillermo el Mariscal, William the Marshal o Guillaume le Maréchal, fue un
militar y noble anglonormando. Descrito por Stephen Langton como el «más grande
caballero que jamás vivió», sirvió a cuatro reyes —Enrique II, Ricardo Corazón
de León, Juan I y Enrique III— y a lo largo de su vida pasó de ser un simple
miembro de la nobleza menor a ser el regente de Enrique III, y, por tanto, uno
de los hombres más poderosos de Europa.
5 Escribió El libro de la Orden de caballería en el curso de
los años 1275 ó 1276. Este texto, apareció en su última edición en el año 2006
en lengua castellana gracias a Alianza Editorial, con una presentación de Luis
Alberto de Cuenca y Prado.
6 Fue uno de los teóricos medievales del ideal y del estado
caballerescos y considerado como uno de los mejores caballeros de su tiempo.
Godofredo de Charny es el autor de tres obras sobre la caballería escritas en
atención de sus cofrades de la Orden de la Estrella (creada bajo su
inspiración, por Juan II el Bueno el 16 de noviembre de 1351). Portador de la
oriflama y consejero de los reyes Felipe VI y Juan II, fue muerto en la batalla
de Poitiers el 19 de septiembre de 1356 con numerosos compañeros suyos de la
Orden de la Estrella cuyo juramento consistía en no dar jamás la espalda al
enemigo ni recular más de cuatro pasos ante él.
7 Fue uno de los más destacados caballeros de finales del
siglo XII, muerto en Constantinopla en 1204. Tomó parte de manera brillante en
la tercera cruzada, y combatió bajo Felipe Augusto, contra Ricardo Corazón de
León.
8 Cita en su poema el Voeux du Paon compuesto en 1312-1313 a
tres héroes escogidos en el seno de la antigüedad bíblica: Josué, David y Judas
Macabeo; tres héroes de la antigüedad occidental: Héctor de Troya, Alejandro
Magno y Julio César; y finalmente a tres héroes del mundo occidental cristiano:
el rey Arturo, Carlomagno y Godofredo de Bouillon. El término de proeza fue
igualmente utilizado, particularmente en este mismo siglo XIV, por Jean Le
Fèvre de Ressons, procurador en el Parlamento de París en una obra que
ilustraba el coraje y la valentía de las mujeres titulado Le livre de Lëesce.
Enumera en dicho libro a nueve valientes (Nueve de la Fama) todas de la
antigüedad, histórica o legendaria. En primer lugar cuatro reinas: Semíramis,
Tomiris, Teuca y Deípile. Luego cinco amazonas: Sinope, Hipólita, Melanipa,
Lampedo y Pentesilea. Otros autores modificaron la lista por heroínas del
Antiguo Testamento: Esther, Judith, Jaël y por heroínas cristianas: santa
Helena, santa Brígida de Suecia, santa Isabel de Hungría. Habría que incluir
entre ellas -y por excelencia- a santa Juana de Arco.
9 Marco Atilio Régulo, general y cónsul del siglo III aC,
capturado por los cartagineses cuando la primera guerra púnica, que fue
liberado por estos últimos con el fin de negociar una paz que les interesara
con Roma a cambio de su palabra, pactando que, si su misión fracasaba, volvería
prisionero a Cartago para que le dieran muerte. Habiendo constatado la
debilidad de Cartago, Régulo ante el Senado romano aconsejó por el contrario
proseguir la lucha ya que la victoria estaba asegurada. Exhortado por el
Senado, sus amigos y su familia de permanecer en Roma, fue fiel a la palabra
dada y volvió a Cartago. Las crónicas relatan que le dieron suplicio hasta la
muerte en un cofre erizado de clavos.
10 Se batió a la cabeza de sus tropas en la batalla de
Poitiers, en la que se vio acosado por todas partes por los ingleses. Su hijo,
el futuro Felipe III el Audaz que se encontraba a su lado, trataba de
protegerlo: “Padre,
¡guardaos a vuestra derecha! Padre, ¡guardaos a la
izquierda!”. Finalmente es capturado y encarcelado en Londres para ser después
liberado en 1360 a cambio de un importante rescate (que el pueblo de Francia
pagó espontáneamente en testimonio de la estima que tenía por su rey) y la
entrega como rehenes de dos de sus hijos, así como de su hermano, Felipe de
Orleans. Vuelve sin embargo a Londres al saber de la evasión de uno de sus
hijos y pronuncia entonces estas palabras que la posteridad ha retenido: “Si la
buena fe debería estar proscrita para el resto de gentes, debería encontrarse
en la boca de los reyes”.
11 Marcos X, 45.
12 Mateo IV, 18-19; Marcos I, 16-18.
13 Lucas II, 19.
14 El más antiguo ceremonial conocido es el Ordo de Mayence
de 950, siendo a su vez una compilación de textos anteriores. Algunos
historiadores estiman que es bajo Carlomagno, emperador de 800 a 814, que se
fija el carácter cristiano del armamento, en relación a la ceremonia de los
pueblos germánicos de la entrega de las armas al joven hombre que accede al
estatuto de guerrero